Revista de vehículos: ¿para qué?

Por Juan Bolívar Díaz

Una de las mayores irracionalidades del Estado dominicano es obligar a más de un millón de automovilistas a perder horas buscando un marbete que certifica que su vehículo está apto para circular por calles y carreteras, sin la correspondiente revisión técnica, cuando todos sabemos que entre 100 y 200 mil de ellos no pasarían la más elemental prueba y que seguirán circulando sin consecuencias.

La cuestión es peor aún porque tenemos millón y medio de motocicletas a cuyos operadores no hemos podido convencer de que siquiera le saquen una placa, a pesar de que son el vehículo fundamental de la delincuencia nacional. El último plazo para dotarlos de la placa sin costo alguno venció en diciembre pasado y poquísimos hicieron caso, sin consecuencias hasta ahora.

Equivocadamente, hay quienes creen que “la revista” se mantiene por razón de recaudación tributaria. Pero ni eso, por el contrario, el costo de “la revisión”, de la impresión del marbete y el empleo de cientos de policías para verificarla, supera con creces los 45 pesos que se cobra.

El primer convencido del absurdo es el director de Tránsito Terrestre, el ingeniero Luis Estrella, un profesional honorable que ha tenido que hacer ingentes esfuerzos para reducir los robos y falsificación de los marbetes que luego se venden hasta por mil pesos en esquinas y colmados, con lo cual una alta proporción de ciudadanos se hacen cómplices de corrupción y perversión.

El absurdo es tan grande que durante un par de años el director Estrella se hizo “el caprino desquiciado” y no insistió en expedir la revista, hasta que le recordaron que es un mandato de la Ley 241, por lo que se dio un plazo hasta el 31 de diciembre para la revisión, el cual hubo que extender hasta el 31 de enero porque más de la mitad de los automovilistas no habían atendido el llamado, incluidos la gran mayoría de los propietarios de chatarras que ni se molestan en presentarse, conscientes de que no pasarán ni la revisión superficial que se hace.

Según la letra g del artículo 110 de la Ley 241, “En la revisión o revista debe comprobarse el estado general de los vehículos y sus accesorios, de las gomas, y las ruedas del guía y sus varillas, de los frenos de servicio y de emergencia, de los asientos, de la carrocería, de las luces, del tubo de escape, del silenciador, de las bocinas, del material o juego de herramientas necesarias para efectuar cualquier reparación urgente, así como de cualquier otra condición o equipo adicional requerido por esta Ley y su reglamento o que pueda requerir el Director”.

Pero en vez de requerir algo adicional, dado que, con 20 puestos a nivel nacional, tomaría varios años una revisión del total como la contemplada en la ley, el Director se conforma con ver los documentos, el vidrio delantero, el freno y las luces, lo que logran en tres o cuatro minutos por automóvil. Pero con filas que han implicado hasta 8 y 10 horas de espera, consumiendo mucho más en combustible que lo que cuesta aquello. Muchos celebran haberla obtenido en “sólo dos o tres horas”.

Como a las 100-200 mil chatarras de transporte que no podrían circular se le suma parte de los 400 mil vehículos pesados, que tampoco califican, no aparece político alguno que disponga el cumplimiento de la ley. Y si lo hicieran condenarían a cerca de un millón de personas a sufrir las consecuencias del desempleo.

Entonces es un absurdo obligar a cientos de miles de propietarios de vehículos en buenas condiciones, incluso los nuevos, a perder tanto tiempo buscando un marbete inútil. Lo correspondiente es un plan para sustituir o eliminar chatarras, con el impuesto especializado por galón de gasolina, restringirles la circulación a interdiaria, liberar de la revista a los vehículos con menos de cinco años, reconocer a todos los que mantengan un seguro superior al de ley, y revisar sin relajo. Todo eso está previsto en un proyecto de ley que hace años acarician nuestros legisladores, ocupados en repartir canastas y parte de los barrilitos y cofrecitos que se nutren del erario público.

 

Otro escándalo a reparar

Por Juan Bolívar Díaz
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La última investigación publicada por el movimiento cívico Participación Ciudadana, que devela un tráfico con las exoneraciones para vehículos de las que disfrutan los legisladores, constituye otro escandaloso abuso de poder que debería movilizar conciencias y voluntades nacionales para repararlo, aunque hay razones para temer que en este, como en otros tantos, el deterioro proseguirá su agitado curso.

En primer lugar llama la atención el volumen de dinero que se ha exonerado por impuestos a los legisladores, ascendente a 1,022 millones de pesos entre el 2002 y octubre del 2009, para la importación de 678 vehículos por un valor en puerto de 1,993 millones de pesos, lo que promedia un costo de 2 millones 939 mil pesos por unidad. En el bienio 2008-2009, las exoneraciones sumaron 549 millones de pesos.

En segundo lugar, hay que advertir que se trata de un irritante privilegio en beneficio de un sector de altos ingresos, que ha venido siendo ampliado en los últimos años, precisamente cuando desde hace dos décadas supuestamente se viene desmontando el régimen de exenciones impositivas. Si un humilde maestro de escuela tiene que pagar impuestos por un automóvil utilitario, no se puede justificar que se les otorgue a quienes se encuentran en la franja privilegiada del uno por ciento de mayores ingresos. En tercer lugar, y no menos importante, es que esas exoneraciones se otorgan a los mismos encargados de aprobar las leyes, lo que contraviene el fundamental principio constitucional de que nadie puede legislar en beneficio propio.

Participación Ciudadana resaltó que la ley que originalmente amparó las auto exenciones de los legisladores, la número 50 de 1966,  ha sido objeto de varias modificaciones.

En principio era para un automóvil cuyo valor no excediera los 3 mil dólares y sólo cada cuatro años y sin posibilidad de reventa en ese período, a menos que pagaran los impuestos correspondientes. Ya ahora se otorgan cada dos años y sin límite de precios ni para comercializarlos en el mercado.

La liberalización de las exoneraciones ha permitido la importación de vehículos de hasta 400 mil dólares, como uno que se importó a nombre de un representante de Samaná, una de las provincias más pobres del país. Bajo el amparo de ese privilegio traen las marcas más exclusivas de automóviles fabricados especialmente para el jet set internacional.

Pero lo peor de todo es que en la mayoría de los casos no se trata de vehículos importados en realidad por los legisladores, sino que estos venden las exoneraciones en un real mercado, es decir que trafican, que sacan beneficio a costa del Estado, lo que no está contemplado en la legislación y mucho menos en el más elemental código de ética.

Sabemos que no todos los legisladores se prestan para esta práctica inmoral, pero los que no la practican deberían ser los primeros en tomar iniciativas para imponer límites,  aunque fracasen en el intento. Lo más doloroso es la normalidad con que contemplamos el tremendo deterioro de la ética en la cosa pública.

No hay duda que en cualquier nación de mediana intensidad democrática una denuncia como la que ha documentado Participación Ciudadana sacudiría la conciencia nacional y llevaría a todos los medios de comunicación y a las instituciones sociales a reclamar correcciones y sanciones.

Somos muchos los que nos preguntamos qué tendremos que hacer para empezar a cambiar el curso que lleva la anomia social dominicana. Y a decir verdad, predomina el pesimismo. Pero por lo menos junto con Participación Ciudadana hay que dejar constancia de indignación y rechazo.-