Por una revolución cultural

Por Juan Bolívar Díaz
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Hay en el alma del dominicano una serie de rémoras de las que algún día tendrá que hacer plena conciencia para reconocerse como pueblo y poder alcanzar un grado de equidad y desarrollo más allá de las edificaciones que producen delirio hasta en los más excluidos del reparto del ingreso nacional.

Entre esas rémoras resaltan el conformismo, la inconsciencia de los derechos, el complejo de inferioridad racial, el arrebato que se traduce en violencia, la recurrencia a la imposición por encima de las normas sociales, no importa que sean de orden constitucional, legal, estatutario o de simple contrato o consenso. Se firma un acuerdo y lo primero que viene a la cabeza es cómo burlarse de los demás para demostrar superioridad.

Cuando se lee que este es el país “más feliz” de América Latina, con un 88 por ciento que se dice satisfecho o muy satisfecho con su vida, hay que hacer una fuerte introspección para tratar de entender la conformación del alma del dominicano. Según la última encuesta Latinobarómetro 2014-15, ese porcentaje de personas felices supera en 11 puntos el promedio regional de 77.

Pero resulta que en el índice de desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, la República Dominicana está entre los diez últimos de 34 países del continente. Con cuatro de cada diez personas viviendo en la pobreza o la indigencia, con el poder adquisitivo de los salarios a nivel de 1991, según el nada sospechoso Banco Central, en los últimos escalones en energía eléctrica, agua potable, calidad de la educación e inversión en salud, y seguridad ciudadana, carece de lógica tan alto grado de felicidad.

La cultura de la violencia, la imposición, la subordinación y la resignación se impuso desde la conquista de la isla, con tanta fuerza que cinco siglos después veneramos como “patrona del pueblo dominicano” a la Virgen de las Mercedes por “haberse aparecido en el santo cerro de La Vega” para ayudar a los invasores a convertir “los indios vivos en cristianos muertos”, como escribió Pablo Neruda. Esa veneración es una reverencia a la imposición violenta del más fuerte que alguna vez habrá que extirpar del alma nacional.

Al pueblo dominicano se le impuso una cultura de superioridad racial del español-europeo, que tampoco ha podido ser superada y aunque más de ocho de cada diez son negros o mulatos, muchos creen que la negritud la trajeron los haitianos y una asombrosa mayoría ignora por completo sus componentes culturales africanos. Los negros se dicen mulatos y los mulatos se creen o quieren ser blancos, y en ambas categorías raciales se apela al eufemismo de que somos indios, a pesar de que en toda la isla apenas dejaron rastros de lo que fue la cultura nativa. Un pueblo que no se reconoce culturalmente tiene serios problemas para desarrollarse y alcanzar altos estándares de conciencia humana.

Quien no se reconoce a sí mismo, tiene severas dificultades para entenderse como sujeto de derechos, será un eterno mendigante de las boronas que caen de la mesa de los pocos que acaparan la mayor parte del crecimiento económico, con el agravante de que estará agradecido y hasta se dirá satisfecho.

Los estudios sobre cultura política y democracia han sido contundentes en mostrar la resignación, la subordinación y la falta de autoestima del dominicano pobre, que según los estandares ronda el 40 por ciento, aunque el 52 por ciento de las viviendas todavía no tienen agua potable dentro.Es una auténtica revolución educativa y cultural que necesita el pueblo dominicano para mejorar su índice de real felicidad.

Publicidad excluyente y discriminatoria

Por Juan Bolívar Díaz
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Es insólita la frecuencia con que nos encontramos con encartes y suplementos publicitarios que parecen hechos para los países con inmensa mayoría de pobladores blancos, pero dirigidos a esa amalgama de razas, a ese crisol policrómico que es la sociedad dominicana, donde lo que predomina es el mestizaje.

En estos días observábamos un suplemento de un centro comercial, encartado en periódicos de amplia circulación, cuyas instalaciones están precisamente en barrios y poblaciones donde lo que predomina es la población mestiza y negra. Sin embargo, de unas 116 fotografías de modelos de ambos sexos que contenía, sólo una correspondía a una mujer mestiza, por cierto que de cabello lacio. Ni ella representaba el promedio de la dominicana. Las otras 119 eran blancos y rubios, obviamente adquiridos de paquetes publicitarios hechos para naciones nórdicas. Un negro no había ni de muestra.

 Conversando con alguien vinculado al mundo publicitario escuché que hay empresas que no permiten la presencia de un negro ni de un mestizo en su publicidad, a no ser esas “indias de pelo lacio y finos rasgos” que se contonean sabrosamente en algunos de los spots publicitarios que promueven productos de consumo masivo.

Sea responsabilidad de los anunciantes o de los publicistas, se parte del criterio de que ese es el modelo al que aspira la generalidad de los dominicanos y las dominicanas. Y no les falta algo de razón, porque en nuestra sociedad hay un profundo complejo racial y una dramática confusión cultural que rechaza todo lo que tiene raíz en la negritud, aunque reconocemos que “todos llevamos el negro detrás de la oreja”.

Pero esa publicidad es nociva ya que refuerza la confusión cultural  y el complejo racial que reduce las potencialidades de una alta proporción de nuestra población. Un pueblo que no se reconoce, que reniega de sus raíces culturales y raciales, es un conjunto de acomplejados y por lo tanto genera serias dificultades para desarrollar y explotar sus potencialidades.

La confusión se expresa en el hecho de que todavía los organizadores del Festival Nacional de Atabales que se celebra exitosa y masivamente cada noviembre desde hace tres décadas en Sainaguá, San Cristóbal, tienen dificultades para cubrir sus costos, porque anunciantes y publicistas rehúsan asociar sus productos con esa manifestación cultural.

Son muchos los que creen que los atabales son de origen haitiano, ignorando los asentamientos de negros que hubo en la parte oriental de la isla que luego empezó a identificarse como nación dominicana. Pretenden ignorar también que los atabales se tocan en todos los puntos cardinales del país, incluyendo las zonas de mayor presencia blanca, y que están asociados a las celebraciones religiosas católicas.

La publicidad que excluye a los negros y mestizos en un país donde los blancos son apenas un doce por ciento es en esencia racista, excluyente y discriminatoria, inaceptable en un mundo que hace tanto esfuerzo por superar esos atavismos, donde se legisla para proteger a las minorías raciales, religiosas  y culturales o a los grupos humanos en desventaja como las mujeres, los indígenas y los discapacitados.

En términos raciales y culturales nuestra población está urgida de reconocerse y aceptarse, abandonando los eufemismos de indios, indios claros, indios oscuros, indios canelos y liberarse de los equívocos de pelo malo o bueno, o de las falsas expectativas de hacer “avanzar la raza”. Es fundamental para el desarrollo humano y social.

Los empresarios y los publicistas deberían proscribir la publicidad excluyente y discriminatoria. Mientras tanto, ya es tiempo que los educadores y los líderes sociales y políticos y, desde luego, los gobernantes hagan conciencia de lo nocivo que es reforzar las concepciones de inferioridad racial y contribuyan a erradicarlas.-