Traumas del alma dominicana

Por Juan Bolívar Díaz
http://hoy.com.do/image/article/767/460x390/0/937B3A03-ABA0-4C38-8978-68CB790BE4E8.jpeg

Los estudiosos de la cultura y el comportamiento psicosocial deberían insistir en desentrañar más a fondo los traumas y atavismos que atan el alma de los dominicanos y que les impiden desplegar las energías necesarias para desarrollarse como nación y crear mejores condiciones de vida para todos. Porque hay carencias y actitudes que resultan inconcebibles y que se repiten a lo largo de nuestra historia.

Entre los mayores atavismos que deberá superar esta sociedad están la disposición a aceptar la imposición, la violencia, el autoritarismo, el despojo y hasta el crimen como sinónimo de autoridad, a pesar de todos los códigos  que hemos adoptado, y la propensión a un caudillo dominante que imponga el orden que no podemos lograr aunque aceptemos teóricamente los preceptos democráticos y los derechos inalienables.

A esa subordinación ante lo despótico y el autoritarismo más rampante ha contribuido uno de los orígenes religiosos más atrasados, que durante siglos despreció no solo las reformas, sino que ha persistido en una interpretación verticalista del cristianismo, que en teoría predica la democracia, pero la niega firme y persistentemente en sus propias estructuras.

La Iglesia Católica, a la que se adscribe la mayoría de los dominicanos, aunque muy circunstancial y superficialmente, cultiva y vende una cultura de subordinación, como si el Jesús de Galilea preferiría la autocracia y la imposición si viniese al mundo de hoy. Sus discípulos originales establecieron una iglesia verticalista porque en su época ni asomaban los conceptos democráticos y participativos, pese a que fue la doctrina de su maestro la que sentó las primeras bases.

La imposición de la cruz mediante la espada del conquistador tuvo su mayor expresión en esta isla, donde en cuatro o cinco décadas fue exterminada la población aborigen, pese a lo pacifista y resignada que fue. Una corriente “doctrinal” nos indujo a venerar la Virgen de las Mercedes dizque porque ella apareció en el “Santo Cerro” de La Vega, en defensa del codicioso y exterminador conquistador, al extremo de que “devolvía a los mismos indios”, las flechas que estos disparaban a los invasores en defensa de sus vidas y propiedades. Todavía nuestra Constitución establece el Día de las Mercedes como fiesta nacional inamovible.

La historia nacional es un solo rosario de caudillos, desplazados por breves períodos cuando las carencias culturales impuestas y sostenidas nos han impedido imponer el imperio de la Constitución, de las leyes y de los principios de convivencia. Entonces caemos en la garata y la algarabía, dando justificativos para que se siga predicando la necesidad de hombres fuertes que piensen y actúen por todos, sin la menor transparencia, mediante el engaño y la mentira, subordinando las instituciones y destruyendo las organizaciones para perpetuarse en el poder.

Por eso a las pocas semanas de fundada la República el padre de la patria tuvo que huir del país, donde jamás pudo vivir, y varios de sus compañeros fundadores fueron fusilados. Meses después Pedro Santana envió a San Cristóbal sus macheteros para imponer su reelección en la primera Constitución. Santana,  Báez y Lilís se impusieron durante la segunda mitad del siglo 19. Y el 20 fue de Horacio, de la intervención americana, de Trujillo, Balaguer y el 21 es ahora de Leonel, cuyo pronto retorno ya se perfila, aunque dejara desguañangada la economía nacional.

Por contraposición al caudillismo, es aleccionador que los dos mayores civilistas de la historia gubernamental dominicana, Ulises Francisco Espaillat y Juan Bosch, solo pudieran gobernar durante siete meses, uno en el siglo 19 y el otro en el 20.

Nuestros siete grandes caudillos, que han gobernado dos tercios de la historia de la República han sido grandes sembradores de infraestructuras, pero negadores de la educación, que es el ascensor que nos permitirá superar tan ignominiosos niveles de subordinación. Ojalá que el presidente Danilo Medina, quien no tiene facha caudillista, comprenda que con las arcas vacías que le dejó el caudillo de turno no podrá adscribirse a los sembradores de cemento y persista en la educación para ver si comienza la transformación del alma dominicana.

 

Salvador Jorge Blanco

Por Juan Bolívar Díaz
http://hoy.com.do/image/article/579/460x390/0/E59989FE-E304-4DE3-B11F-317B5F2EF314.jpeg

En medio de las festividades  navideñas se apagó la vida del doctor Salvador Jorge Blanco, uno de los pocos presidentes dominicanos que salió del poder sin que tuvieran que sacarlo, con menos bienes materiales de los que llegó, viviendo en la misma casa sin el menor lujo hasta su hora final, sin una fundación, y sin una cuenta bancaria en el exterior, pero el único que fuera condenado por corrupción.

En la presidencia de la República durante el período 1982-86, no fue un dechado de virtudes, ya que se rodeó excesivamente por algunos que hicieron fortunas en negocios al amparo del poder y permitió que otros utilizaran recursos del Estado para actividades políticas. Por ello perdió parte de su brillo inicial  y decepcionó a quienes esperaban mucho más de un civilista como fue durante casi toda su vida. En alguna medida fue víctima de las expectativas que creó y a la que la sociedad dominicana tenía derecho en aquella transición a la democracia que él mismo había empujado como abogado y jurista, como político y senador.

Jorge Blanco fue un presidente humilde que no se aferró al poder y por el contrario quiso desmontar el aparataje que ha acompañado la gestión gubernamental desde los días de Pedro Santana hasta los de Leonel Fernández. Abriendo las puertas del Palacio Nacional, parando en los semáforos y acompañado por una discreta escolta. Presentó un proyecto de reforma constitucional para prohibir la reelección presidencial y constituir un tribunal de garantías constitucionales que las pasiones políticas de su propio partido relegaron.

Había tenido una vida pública coherente, renunciando a la Unión Cívica Nacional por el golpe de Estado contra el gobierno de Juan Bosch, defendiendo la soberanía nacional en 1965, y durante años su talento jurídico fue puesto al servicio de las mejores causas, incluyendo la defensa de los perseguidos políticos. En la presidencia del Senado en 1978 no vaciló en hacer aprobar la ley de amnistía que reivindicó los derechos humanos y políticos de cientos de prisioneros y miles de exiliados, en momentos en que el gobierno de su partido daba largas a aquel compromiso político.

Durante sus dos primeros años de gobierno, el presidente Jorge Blanco impuso un régimen de austeridad y honradez en la administración pública que lamentablemente se fue eclipsando en la segunda mitad. La poblada de abril de 1984 marcó indeleblemente su régimen, cuando unas 80  personas fueron muertas por las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional en aquella desastrosa tarea de contener la poblada originada en uno de los terribles ajustes económicos que entonces imponía sin ningún amortiguamiento ni compensación social el Fondo Monetario Internacional.

Cuando le responsabilizamos en un editorial de El Nuevo Diario, nos llamó por teléfono para explicar que su pecado había sido no autorizar la militarización de las calles desde el primer día como le recomendaban los aparatos de seguridad del Estado. Lo hizo tarde cuando el saqueo y la violencia superaron la capacidad de la policía y ya entonces los militares hicieron lo único que se les había enseñado: disparar a matar.

Hay que recordar que Jorge Blanco gobernó en la plenitud de la llamada “Década Perdida”, cuando la única economía que se sostuvo fue la de Colombia, gracias al auge de sus exportaciones de drogas. Al final entregó el poder habiendo pagado el precio del saneamiento de la economía, con el peso a 2.80, tras haber llegado a 3.25 por dólar, para que Joaquín Balaguer lo llevara al 14 por uno cuatro años después.

Su peor pecado fue el de cobardía, el no haberse defendido enérgicamente del circo que montó Joaquín Balaguer desde el Palacio Nacional para garantizarse otros tres períodos de gobierno. Y parece que esta sociedad perdona hasta los peores delitos pero no la cobardía. Lo hundió aquel intento de asilo en vez de responder con valor ante un teniente-juez y una cohorte de incondicionales.

Pero el presidente Salvador Jorge Blanco no merecía la humillación ni la prisión vejatoria a que fue sometido como un peligroso criminal. Tarde fue reivindicado por una Suprema Corte que lavó la vesania política, la cobardía y la complicidad de otra. Merece el descanso y la paz que no logró en esta vida.