Aliento al nuevo jefe policial

Por Juan Bolívar Díaz
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Al escuchar al nuevo Jefe de la Policía Nacional en el almuerzo de esta semana del Grupo de Comunicaciones Corripio, no pude resistir una oleada de esperanza que crecía en la medida en que el mayor general Manuel Castro Castillo respondía los cuestionamientos que siguieron a su magnífica exposición inicial sobre la necesaria reforma de la institución que dirige.

Tanto me entusiasmó escuchar su concepción de la misión policial, la sinceridad y hasta su honradez autocrítica que lo observé fijamente para ver si estaba frente a un actor recitando lo que el auditorio quería escuchar. Todavía al despedirnos me pregunté si este hombre de origen humilde, por cierto que de la barriada capitalina de Mauricio Báez, no será absorbido por las mieles del poder, por los grandes intereses creados, por la cultura autoritaria y de riqueza y por el culto a la personalidad asociados a los altos cargos públicos.

Recordé otros jefes policiales que llegaron al cargo con altísimos propósitos y comenzaron muy bien, pero poco después torcieron el rumbo. Hubo uno en especial, el general Jaime Marte Martínez, que conocedor de mi criticidad frente a la vieja concepción policial como cuerpo represivo y de negocios, me invitó a una reunión con su estado mayor para que escuchara los informes regionales y el balance de sus primeros meses de gestión. Los logros y cambios introducidos eran impresionantes, incluyendo una drástica reducción de las ejecuciones extrajudiciales. Meses después todo aquello se fue esfumando, y el proyecto de reforma policial que sometió el presidente Hipólito Mejía  y aprobó su Congreso resultó una verdadera caricatura.

 El general Castro Castillo fue enfático en resaltar la necesidad de una reforma profunda que transforme la institución y la ponga en capacidad de prevenir la delincuencia y perseguirla con métodos y tecnologías eficientes y acordes con los tiempos. Plantea un “cambio en el pensamiento filosófico” que actualice la gestión policíal dejando atrás prácticas históricas de represión y autoritarismo propios de la dictadura trujillista y de la guerra fría.  Apuntó que la PN se quedó atrás en el proceso de transformación de la mayoría de los cuerpos policiales de América Latina.

Habló de una policía vinculada a la comunidad, a las exigencias actuales de una sociedad que quiere un fortalecimiento de las instituciones del Estado, prometiendo impulsar un nuevo modelo policial, a partir de la profesionalización. Para iniciar proclamó que para dirigir cualquier departamento será imprescindible ser egresado de la academia de estudios policiales.

Acompañaban al general Castro Castillo varios oficiales que conocí en ocasiones en que era invitado a dictar conferencias en el Instituto Superior de Estudios Policiales, y me recordaron la franqueza con la que exponía mis expectativas de dignificación de la misión policial.

He confrontado los viejos métodos, la represión y los abusos policiales, pero nunca me he olvidado de que son auspiciados por gobernantes,  políticos, empresarios, comunicadores y hasta religiosos, que reclaman mano dura y que creen que van a tener una policía eficiente pagando todavía salarios de 6 mil pesos a los rasos y cabos, de 7 mil a los sargentos,  de 9 mil 500 a los cadetes, de 11 y 12 mil pesos a los tenientes, de 21 mil a los coroneles y 34 mil a los generales.

El régimen salarial, el suministro de equipos, de ropa y zapato, la seguridad social y familiar, son elementos claves de la reforma y de la dignificación policial, sin los cuales no podremos evitar que muchos terminen asociados a la delincuencia y el tráfico ilegal  como forma de vida, o que dediquen la mayor parte de su tiempo a buscarse la subsistencia en el pluriempleo.

Quiero dejar constancia del entusiasmo  que me despertó el general Castro Castillo y mi  reconocimiento a presidente Danilo Medina que lo escogió, con la esperanza de  que  este gobierno impulsará una profunda reforma de la Policía Nacional. Ahí es donde se requiere la mano fuerte. Es imprescindible para revertir el auge de la delincuencia en todas sus expresiones, que es un fenómeno muy complejo en una sociedad tan desigual, de tanta ostentación y corrupción.

La suerte de Miguel Olivero

Por Juan Bolívar Díaz

A las 8 de la noche del domingo 4 de enero del 2009 Miguel Abraham Olivero Jiménez, 22 años, fue sacado de la fiesta navideña que junto a su novia y otros muchachos celebraban en el parqueo de su residencia en el barrio Invi de Santo Domingo Este por dos agentes policiales que rondaban “en busca de delincuentes”. Lo subieron al motor en que patrullaban y tras llevarlo a un descampado le metieron un solo balazo en la pierna y lo condujeron luego al cuartel policial, donde la patrulla fue recriminada por crear problemas al llevarlo vivo. Porque debieron matarlo.

Realmente Miguel Abraham fue un muchacho dichoso. Está vivo porque algo le remordió al raso Carlos Manuel Cuevas Pérez, que misericordiosamente sólo le disparó a una pierna y desobedeció la orden de que lo rematara del cabo Julio Soto Reyes. Lo demás es que era hijo de un funcionario y profesor de la Universidad Autónoma y ex dirigente peledeísta, de los fundadores, Juan Tomás Olivero, quien movió todo lo que pudo para salvar a su hijo, incluso llamando al programa Jornada Extra, que estábamos realizando a esa hora por Teleantillas para denunciar la situación. El Rector de la UASD gestionó rápidamente ante la PN.

Miguel pudo ser trasladado a un hospital, bajo custodia policial, donde recibió atención y unos meses después logró su plena rehabilitación. Su dicha fue mayor porque además del coraje de su padre, tenía un pariente abogado, Praede Olivero Féliz, que aunque ejerce en Barahona, dedicaría más de tres años al caso en Santo Domingo, moviendo cielo y tierra hasta lograr una condena definitiva de la Suprema Corte contra los dos criminales

No fue nada fácil. Sufrieron un intento de agresión cuando iniciaron la querella en la fiscalía de Los Mameyes. En la audiencia preliminar refuerzos policiales procuraban intimidarlos. Abraham era amenazado. Tuvieron que mudarse del barrio, de su casa propia a una alquilada en el Distrito. La UASD les puso un equipo de seguridad para protegerlos. Participaron en una docena de emisiones del telediario Uno+Uno y de Jornada Extra.

El calvario judicial se resume como sigue: el 8 de enero del 2009 el Quinto Juzgado de Instrucción de la Prov. Santo Domingo dispone medida de coerción, remitiendo a los policías a La Victoria, donde nunca serían conducidos. Pese a ello el raso Cuevas es ascendido a cabo. El 6 de Julio del mismo 2009 el Cuarto Juzgado de Instrucción acoge la petición de juicio, y al comenzar marzo del 2010, el primer Tribunal Colegiado del Juzgado de Primera Instancia los condena a diez años de cárcel y una indemnización de un millón de pesos.

Los abogados de los policías apelan el 8 de marzo y la Corte dispone un nuevo juicio por parte del Segundo Tribunal Colegiado del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Judicial de Santo Domingo, el cual el 5 de Octubre ratifica la condena de diez años de prisión por asociación de malhechores, abuso de autoridad y por los golpes y la herida sufrida por Miguel Abraham. Una nueva apelación fue rechazada por la Corte de  Apelación el 11 de abril del 2011, y como los acusados recurren en casación, la Suprema Corte la declara inadmisible el 10 de agosto del 2011, por lo que la condena queda como definitiva.

Un año después los policías no han llegado a la cárcel de La Victoria y siguen cobrando sus sueldos, según testimonió por televisión esta semana el abogado Olivero Féliz, quien además logró demostrar ante los tribunales que la pistola que atribuían al joven estudiante y empleado de la UASD era portada por uno de los policías, aunque había sido robada en un asalto a un establecimiento comercial.

Cuando le preguntamos a Olivero cuánto habría costado llevar ese juicio, dijo que por lo menos 500 mil pesos. La suerte de Miguel Abraham es tan grande que le salió gratis. Cualquiera tiene la tentación de considerar la justicia muy cara, prohibitiva y riesgosa para cualquier otro muchacho de barrio. Es duro nuestro estado de derechos.