La homosexualidad no se contagia

Por Juan Bolívar Díaz
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De entrada tengo que confesar el pecado: Cuando a fines del 2013 llegaron al país el embajador de Estados Unidos James Brewster y el nuncio papal monseñor Judes Taddeus Okolo lo celebré considerando que la presencia de un homosexual público y casado con otro ser humano del mismo sexo, y de un africano negro en esos cargos contribuiría a despejar arraigados prejuicios y discrímenes en la sociedad dominicana.

No se sabe si el nuncio Okolo habrá sufrido la discriminación de que son objeto los negros en los altos niveles sociales dominicanos, y hasta en medios y bajos, lo que se niega enfática y rabiosamente, pero es notable el bajo perfil que ha mantenido, muy reducido en relación a sus antecesores blancos. Y la discriminación del negro es histórica en el país, aún en la Iglesia Católica, pues cuando llegué al seminario Santo Tomás de Aquino en 1961, con mi sueño de pastor, allí se celebraba que Sindúlfo Andújar era el primer negro aceptado como seminarista. Y llegó a ser ordenado sacerdote más de una década después.

Al embajador Brewster no le han hecho sufrir, como le vaticinó un destacado obispo dominicano, porque él no ha guardado el bajo perfil que muchos esperaban y ha mantenido el llamado “orgullo gay”, que no es otra cosa que la pública defensa de los derechos humanos y sociales de quienes tienen preferencia por personas del mismo sexo. Gran parte de la opinión pública ha reaccionado con intolerancia, asumiendo que el diplomático debía mantener en secreto su condición sexual, como si la homosexualidad fuera una enfermedad contagiosa que pudiera infectar a nuestros niños y jóvenes.

El escándalo ha alcanzado niveles de paroxismo porque el embajador se presentó a un intercambio con estudiantes del excelente colegio Iberia, de Santiago, acompañado de su esposo. Se ha lanzado una campaña para pedir a Estados Unidos que se lo lleve antes que pueda desatar una epidemia peor que el dengue o el zika.

Ya eso es el colmo de la hipocresía. Brewster no se presentó ante niños, sino adolescentes, la mayoría estudiantes de secundaria que ya saben suficiente sobre homosexualidad, que la han visto no sólo en sus mismos ambientes, sino también en libros, revistas, en la televisión y el cine, y no habló de su preferencia sexual, sino sobre las Naciones Unidas.

La homosexualidad es tan antigua como la humanidad, y ha sido objeto de todos los estudios y controversias, incluyendo el debate de si es de origen genético o adquirido, pero nadie con mínima seriedad ha sostenido que sea una enfermedad contagiosa, aunque muchos la han tratado como una peste a la que hay que combatir, sometiendo a sus portadores a toda clase de humillaciones, persecuciones, agresiones físicas y morales y hasta al exterminio.

El listado de personajes de todas las categorías que han sido homosexuales es inconmensurable, gobernantes, artistas, escritores, deportistas, religiosos. Hasta de San Agustín se ha escrito que practicó la homosexualidad. Cuatro siglos antes de Cristo, Sócrates tomó la cicuta para envenenarse tras haber sido condenado bajo el cargo de corruptor de jóvenes.

Homosexuales y lesbianas sigue habiendo en todas las esferas de la vida contemporánea, sin excluir las religiosas, mientras se generaliza en la civilización la tolerancia, en gran medida porque una parte de los científicos entienden que es más genética que adquirida. Por lo que resulta más cruel la discriminación. Ante la duda, deberíamos inclinarnos por la generosidad y el respeto a la diversidad. Abundan en nuestra sociedad, desde los más altos cargos, en gran mayoría todavía reducidos por la estigmatización.

Deberíamos asumir la actitud del misericordioso papa Francisco, quien se declaró impotente para juzgarlos y no montar escenarios de violencia verbal en momentos cruciales para la institucionalidad y la convivencia nacional.

Por una revolución cultural

Por Juan Bolívar Díaz
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Hay en el alma del dominicano una serie de rémoras de las que algún día tendrá que hacer plena conciencia para reconocerse como pueblo y poder alcanzar un grado de equidad y desarrollo más allá de las edificaciones que producen delirio hasta en los más excluidos del reparto del ingreso nacional.

Entre esas rémoras resaltan el conformismo, la inconsciencia de los derechos, el complejo de inferioridad racial, el arrebato que se traduce en violencia, la recurrencia a la imposición por encima de las normas sociales, no importa que sean de orden constitucional, legal, estatutario o de simple contrato o consenso. Se firma un acuerdo y lo primero que viene a la cabeza es cómo burlarse de los demás para demostrar superioridad.

Cuando se lee que este es el país “más feliz” de América Latina, con un 88 por ciento que se dice satisfecho o muy satisfecho con su vida, hay que hacer una fuerte introspección para tratar de entender la conformación del alma del dominicano. Según la última encuesta Latinobarómetro 2014-15, ese porcentaje de personas felices supera en 11 puntos el promedio regional de 77.

Pero resulta que en el índice de desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, la República Dominicana está entre los diez últimos de 34 países del continente. Con cuatro de cada diez personas viviendo en la pobreza o la indigencia, con el poder adquisitivo de los salarios a nivel de 1991, según el nada sospechoso Banco Central, en los últimos escalones en energía eléctrica, agua potable, calidad de la educación e inversión en salud, y seguridad ciudadana, carece de lógica tan alto grado de felicidad.

La cultura de la violencia, la imposición, la subordinación y la resignación se impuso desde la conquista de la isla, con tanta fuerza que cinco siglos después veneramos como “patrona del pueblo dominicano” a la Virgen de las Mercedes por “haberse aparecido en el santo cerro de La Vega” para ayudar a los invasores a convertir “los indios vivos en cristianos muertos”, como escribió Pablo Neruda. Esa veneración es una reverencia a la imposición violenta del más fuerte que alguna vez habrá que extirpar del alma nacional.

Al pueblo dominicano se le impuso una cultura de superioridad racial del español-europeo, que tampoco ha podido ser superada y aunque más de ocho de cada diez son negros o mulatos, muchos creen que la negritud la trajeron los haitianos y una asombrosa mayoría ignora por completo sus componentes culturales africanos. Los negros se dicen mulatos y los mulatos se creen o quieren ser blancos, y en ambas categorías raciales se apela al eufemismo de que somos indios, a pesar de que en toda la isla apenas dejaron rastros de lo que fue la cultura nativa. Un pueblo que no se reconoce culturalmente tiene serios problemas para desarrollarse y alcanzar altos estándares de conciencia humana.

Quien no se reconoce a sí mismo, tiene severas dificultades para entenderse como sujeto de derechos, será un eterno mendigante de las boronas que caen de la mesa de los pocos que acaparan la mayor parte del crecimiento económico, con el agravante de que estará agradecido y hasta se dirá satisfecho.

Los estudios sobre cultura política y democracia han sido contundentes en mostrar la resignación, la subordinación y la falta de autoestima del dominicano pobre, que según los estandares ronda el 40 por ciento, aunque el 52 por ciento de las viviendas todavía no tienen agua potable dentro.Es una auténtica revolución educativa y cultural que necesita el pueblo dominicano para mejorar su índice de real felicidad.

Mandela no ha muerto “na”

Por Juan Bolívar Díaz

Por todo el mundo andan diciendo que Nelson Mandela, el estadista más grande de nuestra época, el símbolo de la grandeza política, ha muerto. Pero están equivocados. Mandela no ha muerto “na”. Se ha transmutado, su cuerpo se apagó, pero su espíritu sobreviviente de mil tempestades ha trascendido a la inmortalidad, convertido en un símbolo universal de la nobleza humana y la grandeza política.

Por eso en la Sudáfrica negra y blanca se realiza este fin de semana un “funeral festivo” con llanto colectivo emocionado, pero también celebrando su legado, su trascendencia universal en un mundo hoy tan huérfano de referentes de ética y coherencia humana y política.

Madiba fue inmenso desde su juventud, cuando a los 24 años decidió dedicar su vida a la lucha contra la discriminación racial y el apartheid de que era víctima el 90 por ciento de la población sudafricana. Tuvo que poner su vida en riesgo y apostar a una lucha que sabía sería prolongada. Fue sabio y grande en los 27 años y medio de cárcel política, condenado a cadena perpetua, como líder del Consejo Nacional Africano, como primer presidente de la Sudáfrica libre, y luego que optó por el retiro.

Su autobiografía publicada bajo el sugerente título de “El Largo Camino hacia la Libertad”, compendia una de las vidas más potentes y fructíferas de todas las épocas, una lectura apasionante, reveladora de una infinita cantidad de detalles sobre la forma en que se constituyó lo que algunos llaman la leyenda Mandela.

Es que este hombre estaba dotado de un espíritu invencible. Sus primeros 18 años en la cárcel de la Isla Robben transcurrieron en condiciones impresionantemente inhumanas, alejado de todo contacto con sus familiares, a los que podía ver una hora cada seis meses, picando piedras en el clima extrema tanto del verano como del invierno, sufrió los peores intentos de humillación. Luego tendría que transcurrir casi otra década para que alcanzara la libertad.

Aquellos padecimientos infinitos en vez de doblegar su espíritu, lo fueron fortaleciendo. No permitió que el odio se anidara en su alma y cuando alcanzó el poder en 1994, en las primeras elecciones libres, fue refractario a todo sentimiento de venganza. Su norte sería gobernar para unificar a su pueblo, negándose a practicar la discriminación de que fue víctima por tanto tiempo. No cargó con una sola retaliación y su generosidad y grandeza vencieron las resistencias de partidarios y contradictores economizando a Sudáfrica lo que pudo haber sido una sangrienta guerra civil.

Ya en el poder, fue un gobernante extremadamente humilde, consciente de la infinita levedad de la condición humana. No se creyó un ser sobrenatural imprescindible y se negó a buscar la reelección, proclamando que el progreso institucional y socio-económico no podía ser la obra de un solo hombre, sino de un gran conglomerado de líderes políticos.

Tras su retiro, Nelson Mandela, quien tuvo pocos disfrutes en sus 95 años de existencia, no pretendió tutelar a sus sucesores y dedicó sus últimos 14 años a pasear su grandeza por el mundo, convertido ya en un símbolo del continente más pobre y explotado por siglos de esclavitud y colonialismo. Vencedor de tinieblas, gran estratega político, que practicó la coherencia, la persistencia y la fidelidad a los principios por los que luchó.

Gracias Mandela por habernos ayudado a mantener la fe en que es posible la grandeza política en un mundo saturado de líderes mediocres que sólo persiguen su gloria personal, apegados a concepciones de la política como el arte del pragmatismo y la permanencia en el poder. Vale concluir citando a William Ernest Henley en su célebre poema “Invictus”:

“En medio de la noche que me cubre,

Negra como el abismo de polo a polo,

Agradezco a cualquier dios que pudiera existir Por mi alma inconquistable.

En las feroces garras de las circunstancias No me he lamentado ni he llorado.

Bajo los golpes del azar Mi cabeza sangra, pero no se doblega.

Más allá de este lugar de ira y lágrimas

Se acerca inminente el Horror de la sombra, Y aun así la amenaza de los años

Me encuentra y me encontrará sin miedo.

No importa cuán estrecha sea la puerta,

Cuán cargada de castigos la sentencia.

Soy el amo de mi destino:

Soy el capitán de mi alma.”