La respuesta está silbando en el viento

Por Juan Bolívar Díaz
06_03_2016 HOY_DOMINGO_060316_ Opinión9 A

Gran parte de los que ya teníamos plena conciencia en la mitad de los gloriosos años sesenta, adoptamos para siempre la canción Blowing in the Wind que universalizó el genio creativo e interpretativo de Bob Dylan:

“Cuántos caminos debe recorrer un hombre/antes de que le llames hombre/Cuántos mares debe surcar una paloma blanca/antes de dormir en la arena/Cuántas veces deben volar las balas de cañón/antes de ser prohibidas para siempre/ La respuesta, amigo mío, está silbando en el viento.

“Cuántos años puede existir una montaña/antes de que sea arrasada por el mar/ Cuántos años pueden vivir algunos/antes de que se les permita ser libres/ Cuántas veces puede un hombre girar la cabeza/y fingir que simplemente no ha visto/ La respuesta, amigo mío, está silbando en el viento.

“Cuántas veces debe un hombre levantar la vista/ antes de poder ver el cielo/Cuántas orejas debe tener un hombre/antes de poder oír a la gente llorar/ Cuántas muertes serán necesarias/antes de que él se dé cuenta/de que ha muerto demasiada gente/ La respuesta, amigo mío, está silbando en el viento. Está silbando en el viento”.

Este himno vino a la memoria al leerse en estos días los reportajes de HOY sobre la depredación que estamos realizando, a la vista de todos, en las montañas de Constanza, la llamada madre de los ríos en el país, que no dejan de ser una repetición de los que hemos publicado desde antes de la canción de Dylan, sin que hayamos podido mover la voluntad de los políticos y gobernantes a quienes se encargó una y otra vez la protección de la naturaleza potestad, ni conmover la conciencia de los depredadores.

Cuántas veces más tendremos que entonar la misma canción sobre este y muchos otros escenarios que la naturaleza levantó durante milenios y que estamos arrasando para siempre en desmedro de la vida. Y cuántos años más pasarán antes de que el daño sea definitivamente irreversible. La respuesta está silbando en el viento.

Qué más podremos hacer para que nuestros gobernantes, políticos y empresarios asimilen el grito de que no podemos seguir levantando edificios a costa del lecho de los ríos, socavados durante décadas en aras de reducir el costo de la construcción que se elevaría un poco si explotáramos las canteras de piedras hace tiempo predeterminadas. Cuánto más tendremos que agudizar el grito para que los privilegiados entiendan que nos estamos liquidando las fuentes del agua.

Cuántas muertes más tendremos que pagar antes de que cese el tráfico de influencias, el soborno y la extorsión por los que seguimos autorizando la instalación de bombas de combustibles, con equipos obsoletos y descartados por la civilización, en medio de urbanizaciones de pobres, y en violación a las más elementales previsiones de seguridad hace tiempo señaladas. La respuesta está silbando en el viento.

Qué más tendremos que hacer para que nos sacudamos y entendamos que urge poner un límite a la corrupción pública y privada, que corroe nuestras instituciones, reproduciendo la delincuencia y la inseguridad, y genera que esta sociedad se esté retrotrayendo al primitivismo y a la barbarie del ojo por ojo y diente por diente.

Y cuánto llanto más tendremos que derramar para que esta sociedad entienda que las leyes, las normas y los pactos que aprobamos no son simples sugerencias, sino el armazón y fundamento de la convivencia civilizada.

Las respuestas, amigos míos, están silbando en el viento y hay que percibirlas antes de que nos quedemos sordos. Están silbando en el viento.

Consecuencias de la impunidad

Por Juan Bolívar Díaz

El reciente asalto policial para rescatar de manos de la justicia a un agente del orden público procesado por el asesinato de un joven en San Francisco de Macorís fue una nueva escalada en la descomposición que se registra en el país y que pone en jaque el Estado de derechos, la cual ya vemos como natural.

Más allá del despido de cuatro decenas de policías, incluyendo varios oficiales y su comandante, el acontecimiento obliga a una mirada profunda sobre la actuación del cuerpo encargado de mantener el orden público y sobre todo el tinglado montado para combatir la creciente criminalidad que agobia a la sociedad dominicana creando un estado de inseguridad.

No deja de ser un acto de hipocresía que quienes han autorizado a la Policía Nacional a matar cientos de presuntos y reales delincuentes, llevándose de paso a decenas de inocentes, a realizar su propia justicia, sumaria y con la extrema privación de la irrevocable vida, se alarmen ahora porque todo un destacamento policial se atreviera a desafiar la orden de un juez, previo desfile callejero con armas en ristre. En una ciudad donde decenas de jóvenes han sido lisiados por la política de los “cirujanos” de la PN que disparan a las rótulas de los muchachos pobres, solo de los que no pagan sobornos, sospechosos de delinquir.

Ese barbarismo y primitivismo policial ha sido justificado, explicado o por lo menos silenciado por personajes nacionales de todas las categorías, desde presidentes y arzobispos hasta procuradores generales y fiscales, editorialistas y comentaristas de los medios de comunicación, juristas y civilistas, líderes políticos y sociales.

¿Qué es lo que se ha encargado a esos policías? Los hemos armado y animado para que nos libren de delincuentes, para que “resuelvan” y nos protejan a cualquier precio. Por eso les debe resultar inconcebible que un pretencioso juez se atreviera a ordenar prisión contra un “heroico” compañero de armas, por el “simple hecho” de haber matado un joven que ellos consideraban delincuente.

¿Hubo alguna alarma o se tomó alguna acción preventiva o rectificatoria cuando en noviembre pasado Amnistía Internacional puso a circular un libro con el sugestivo título de “Cállate si no quieres que te Matemos”, donde denunciaba cientos de muertes a manos de la PN y demandaba una rectificación y reestructuración a fondo de esa institución? Dicho informe da cuenta de 268 muertos a manos de la Policía en el 2010 y nada menos que 443 en el 2009. La reacción de las autoridades fue alegar que la prestigiosa organización internacional formaba parte de una campaña de descrédito contra el país.

De forma distinta reaccionaron las autoridades de Puerto Rico cuando en junio último la misma Amnistía denunció que su policía practica una política pública de tirar a matar, de brutalidad y abusos no solo contra los presuntos delincuentes (sí, presuntos hasta que un juez los condene), sino también contra inmigrantes dominicanos. Lean bien: se le criticó a la policía de Puerto Rico que entre 2010 y 2011 dio muerte a 21 (si, veintiuna) personas.

 Es la impunidad, la cotidianidad del abuso, el imperio de la conveniencia, lo que genera acontecimientos como el de San Francisco de Macorís. Y si no hubiésemos relativizado el Estado de derecho, el caso llegaría a las últimas consecuencias y la sanción no fuera solo el despido, sino también el procesamiento judicial de todos los responsables, empezando por los oficiales de mayor jerarquía.

 Este desafío al Poder Judicial debería sacudir la conciencia de tantas y tantos dominicanos que se han acostumbrado a las ejecuciones sumarias que practican los que según la Constitución y las leyes deben ser los primeros defensores de la vida, del orden y del Estado de derecho.