Y una sola explicación verdadera

Por Juan Bolívar Díaz

La única explicación verdadera al inmovilismo de las autoridades dominicanas frente al desbordamiento de la inmigración haitiana que se registra desde finales de la década de los ochenta es que tanto los gobiernos como una parte importante del empresariado son beneficiaros de una abundante mano de obra incondicional y barata que a su vez degrada la oferta laboral en el país.

El mantenimiento de tan amplia oferta laboral, que trabaja por salarios menores, sin horario ni días fijos de descanso, incapacitada de organizarse ni de exigir mejores condiciones de vida y trabajo, que duerme en las mismas construcciones y en casuchas es de los factores que han impedido a los trabajadores dominicanos crear y mantener  eficientes entidades sindicales.

Hasta los años ochenta una alta proporción de la inmigración haitiana se contrataba formalmente para el corte y tiro de la caña y era dotada de carnet por el Consejo Estatal del Azúcar. Al final de la zafra eran devueltos a Haití, aunque siempre algunos se quedaban clandestinamente. Pero a los 15 o hasta 20 mil braceros que traía el consorcio estatal, se empezó a agregar una proporción de informales, fruto de un tráfico humano que se pagaba en ambos lados de la isla y que pasó a ser una fuente de enriquecimiento de caciques fronterizos, de militares y buscones. Empeoró cuando el CEA dejó de contratar.

Primero se traían braceros para los ingenios privados y ya luego hasta para los del Estado. Y después pasaron a ser buenos para casi todas las actividades agrícolas, en proporciones que alcanzan hasta el 80 y 90 por ciento. Y más tarde ocurrió lo mismo con la construcción, y ahora con el chiripeo en general.

Y cuando el gobierno amplió el acueducto capitalino, comenzando los noventa, los contratistas apelaron a los especialistas en traer braceros directamente desde Haití. Eran más baratos que los que ya sobraban en el país. Se demostró en los servicios informativos de Teleantillas. Hasta para remodelar el edificio de la cancillería dominicana en los finales de los noventa, se apeló a los haitianos, como mostró el periódico El Nacional.

Lo más grave es que paralelamente los beneficiarios de esa inmigración tendieron una cortina de humo difundiendo e imponiendo la teoría de la invasión haitiana. Nunca hubo tal invasión, ellos los traían y les empleaban. Recuérdense las “tres anécdotas distintas…” del pasado domingo.

Durante más de 15 años entrevistamos más de 20 veces al padre Pedro Ruquoy, en el telediario Uno más Uno. Con valentía y energía denunciaba el tráfico de haitianos por la frontera, llegando a identificar por sus nombres y apellidos a los operadores del negocio, civiles y militares, de ambos lados de la frontera. Ese inmenso sacerdote que dejó las comodidades de su natal Bélgica para ejercer la piedad cristiana como director de la Pastoral para los haitianos de la Diócesis de Barahona, salió en el 2005 casi expulsado, acosado como propulsor de la haitianización del país.

Siempre abogó por la regulación de la inmigración haitiana, pero no podía ser indiferente ante la suerte de los que encontraba en los bateyes, llegando al extremo de declarar como hijo a un niño que encontró abandonado. El padre Ruquoy lleva cinco años ejerciendo la compasión y la solidaridad cristiana en un país africano y desde entonces otras decenas de miles de haitianos han cruzado la frontera, ya no solo para trabajar, sino hasta para mendigar en las calles. Y las autoridades nacionales siguen sin hacer otra cosa que esporádicas redadas para deportaciones sin la menor consideración humana. La nueva ley de Migración, fruto de muchos años de seminarios y consensos, lleva seis años esperando un reglamento.

Ya hasta los dirigentes haitianos vienen a decirnos que hay que abordar de manera seria el problema de la inmigración. Fue lo que hizo la semana pasada el Primer Ministro de Haití, Jean Max Bellerive, considerándolo tarea fundamental ahora que ha sido reactivada la Comisión Mixta Domínico-Haitiana. Esperemos que haya voluntad política para hacerlo.

Tres anécdotas distintas…

Por Juan Bolívar Díaz

Hubo que ponerle puntos suspensivos porque el título era demasiado largo: Tres anécdotas distintas y una sola explicación verdadera.

1.- Hace seis o siete años disfrutábamos un fin de semana de las paradisíacas playas que “descubrimos” en los años setenta junto al precursor Frank Rainieri en el extremo este de Punta Cana, cuando aceptamos una invitación de la asociación de hoteleros de la zona para ver los problemas ambientales que les afectaban. Pronto arribamos al “Pequeño Haití”, un increíble caserío levantado justo al lado de una multimillonaria construcción hotelera.

Se quejaban los empresarios de que las autoridades no acababan de eliminar aquel foco de contaminación ambiental que aparentemente no tenía justificación ni explicación.

La pregunta lógica de un “veterano periodista” cayó como una pedrada: ¿y cómo ustedes permitieron que ese asentamiento llegara hasta nivel de una barriada?

2.- Aquel almuerzo del Grupo de Comunicaciones Corripio transcurría sobre rieles. Los invitados disertaban alegremente sobre los problemas que causaba al país la descontrolada inmigración de haitianos, que ya cifraban sobre el millón de personas que invadían todos los espacios y hasta lograban documentarse como dominicanos. Uno de ellos, nacionalista puro, hasta sacó una cédula para sostener su afirmación.

¿Y cómo consiguió usted esa cédula?  Esta vez lo que goteó como una guanábana madura que se deshace al caer fue la respuesta: porque mi hermano es constructor y muchos de sus obreros son de esos haitianos.

3.- El grupo pluridisciplinario data de 1977 cuando empezó a reunirse cada semana alentado por los inolvidables Eduardo Latorre y José Turul. Con la persistencia de Rafael Toribio y Frank Castillo ha podido mantenerse con reuniones mensuales para reflexionar sobre la realidad dominicana. Hace unos años, discutiendo sobre la inmigración un reverendo proclamó que “el problema de los haitianos es que odian a los dominicanos”.

La afirmación sorprendió por provenir de un religioso que había promovido hasta intercambios con sus colegas de Haití y porque no acostumbraba a formulaciones tan categóricas. El ambiente quedó helado cuando él mismo reveló que tenía una cocinera haitiana. Impetuoso como no he podido dejar de ser, le espeté: pero usted está fallando al poner la comida de su casa en manos del enemigo.

Juro que las tres anécdotas son rigurosamente ciertas, y de ellas hay múltiples testigos, varios de los cuales pueden estar leyendo este intento de artículo. Las tres parecen fruto de la ficción, pero pudieran ser más, por ejemplo si agregamos la de aquel político con finca cafetalera en el Suroeste que disertaba en Teleantillas sobre la progresiva “invasión haitiana”, y le preguntamos qué porcentaje de sus obreros eran de esa nacionalidad. No tuvo más remedio que confesar que por lo menos ocho de cada diez.

En todos los casos hay una misma explicación: hemos incentivado la inmigración masiva de haitianos para beneficiarnos de una mano de obra que es responsable ya no sólo de la caña, sino de todos nuestros principales cultivos y de la construcción, y va disputando los espacios del chiripeo y del trabajo doméstico. Y somos tan cínicos que sostenemos que le pagamos “lo mismo que a los dominicanos”. En algunos casos puede ser cierto, pero los indocumentados trabajan sin horario ni día de descanso, sin derecho a sindicalización ni al menor reclamo para no afrontar el riesgo de que venga “la migra” y los deporte sin sus familiares, bártulos ni salarios pendientes de pago.

El Pequeño Haití de Punta Cana o Bábaro no se creó por obra y gracia del Espíritu Santo, sino porque había que construir hoteles, y como a la mano de obra disponible no se le ofrecía ni una barraca provisional para vivir, se les permitió levantar casuchas en el vecindario, donde criaron hijos y luego defenderían sus espacios. Y lo grande es que seguían allí porque todavía encontraban quien los necesitara.

Estas anécdotas vienen a colación por el planteamiento que formuló aquí esta semana el primer ministro de Haití Jean Max Bellerive, quien proclamó que ahora que se ha reactivado la comisión mixta domínico-haitiana, ha llegado el momento de abordar de manera seria el problema migratorio.

Como estas historias tienen múltiples y filosas aristas, prometo continuar el próximo domingo, si Dios lo permite. Amén.