Temor al Estado de Derecho

Por Juan Bolívar Díaz
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Este viernes primero de febrero se han cumplido 12 años de la promulgación de la Ley 19-01, que instituyó el Defensor del Pueblo atendiendo a los reclamos de las organizaciones sociales más activas en la promoción de la institucionalidad democrática. Y el sábado 26 de enero se cumplieron tres años de la promulgación de la actual Constitución de la República, que le otorga rango constitucional. Ambos tiempos serían excesivamente suficientes para cumplir el mandato en cualquier sociedad donde impere siquiera medianamente el Estado de Derecho.

Cuatro períodos de gobierno se han agotado por parte de los dos partidos históricamente más comprometidos con los objetivos la defensoría del pueblo y que se han alternado en el dominio del Congreso, sin que la Cámara de Diputados haya seleccionado la terna instituida para iniciar la elección, y sin que el Senado la haya reclamado para cumplir su responsabilidad en la escogencia.

 También debe recordarse que cuatro legisladores, representantes de los tres partidos que han dominado el escenario nacional en el último medio siglo, han ostentado la presidencia de la Cámara de Diputados tras la aprobación de la ley y todos han prometido reiteradas veces que acatarían el mandato: Rafaela Alburquerque, reformista, entre 1999 y 2003; Alfredo Pacheco, perredeísta, 2003-06; y los peledeístas Julio César Valentín -2006-10-  y Abel Martínez, desde agosto del 2010.

Para comprender la  verdadera razón de tan persistente desidia no hay más que remitirse a los textos fundamentales. Sólo hay que leer los tres primeros artículos de la Ley 19-01. El primero consagra el Defensor del Pueblo como “autoridad independiente”, sin más limitante que la ley. El segundo señala el objetivo fundamental de “salvaguardar las prerrogativas personales y colectivas de los ciudadanos… en caso de que sean violadas por funcionarios… velar por el correcto funcionamiento de la administración  pública, a fin de que ésta reajuste a la moral, a las leyes, convenios, tratados, pactos y principios generales del derecho”. Y el tercero lo de “plenos poderes y facultades a fin de iniciar… cualquier investigación que conduzca al esclarecimiento de actos u omisiones del sector público y de las entidades no públicas que prestan servicios…”.

 La Constitución, en sus artículos 190 y 191 consagra la autonomía del Defensor del Pueblo: “se debe de manera exclusiva al mandato de la Constitución y las leyes”. Especifica la función esencial de “contribuir a salvaguardar los derechos fundamentales de las personas y los intereses colectivos y difusos… en caso de que sean violados por funcionarios u órganos del Estado, por prestadores de servicios públicos o particulares que afecten intereses colectivos y difusos…”.

 De la lectura de esas facultades se desprende la razón por la que 12 años no han bastado para elegir el Defensor del Pueblo: la responsabilidad de los legisladores y de los partidos dominantes con un sistema  violador del Estado de Derecho, y el temor a que los electos vayan a tomarse en serio las facultades que le confieren la Constitución y la ley, por las que amplios segmentos sociales y comunicadores han luchado durante décadas.

 Tras la promulgación de la ley del Defensor del Pueblo se pretendió burlar a la sociedad proponiendo a dirigentes de los mismos partidos o a personas vinculadas, pero como las organizaciones sociales protestaron enérgicamente, los diputados optaron por no cumplir el mandato legal. Es decir violar una vez más el Estado de Derecho.

 El desafío sigue pendiente, mientras se reiteran las promesas de acatar el imperio constitucional y legal. Hay que estar alerta para rechazar y denunciar todo intento de los agentes partidistas por apropiarse de esa función que corresponde a ciudadanos y ciudadanas con historial de compromiso en la lucha por la institucionalidad democrática. Si se van a expropiar la función, o atribuirla a gente manipulable, es preferible que sigan demostrando su temor al Estado de Derecho.

 

Del décimo al 75 aniversario

Por Juan Bolívar Díaz
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Camino de Santiago este viernes de febrero el aguacero que formaliza el final de la sequía nos ha acompañado en ida y vuelta, combinado con una persistente neblina que por momentos nos transporta a  climas nórdicos. Sorteando los hoyos y las imprudencias de los conductores nos debatíamos sobre el tema de este artículo.

Queríamos “celebrar” el décimo aniversario de la promulgación de la Ley 19-01 que instituye el Defensor del Pueblo, pero llegamos a la Iglesia Nuestra Señora de Altagracia en Santiago para disfrutar la solemne celebración del 75 aniversario de la llegada al país de los Misioneros del Sagrado Corazón (MSC) y parecía justo concentrarnos en este acontecimiento.

Pero se nos va distanciando el 1 de febrero, cuando se cumplió el décimo aniversario de la promulgación de la ley más olímpicamente ignorada en la historia de la nación, aunque fue fruto de un largo proceso de “consenso” entre los partidos políticos, poderes públicos y la sociedad civil. Su artículo primero precisa que “El Defensor del Pueblo es una autoridad independiente, un ejecutor que no se encuentra sujeto a ninguna limitante más que la del apego a la ley. Su característica es la neutralidad. El Defensor del Pueblo tendrá autonomía funcional, administrativa y presupuestal”.

El objetivo fundamental de la defensoría del pueblo es “salvaguardar las prerrogativas personales y colectivas de los ciudadanos, plasmadas en nuestra Constitución, en caso de que sean violadas por funcionarios de la Administración Pública”, según el artículo segundo.

Nadie ha podido explicar la razón por la que diez años después los congresistas han ignorado por completo esta  ley. Aunque, no es la única, pues la Ley General de Migración (285-04) cumplirá siete años el próximo 15 de agosto, y todavía no ha sido dotada de su correspondiente reglamento.

Caímos en la distracción recordando el largo el rosario de leyes y reglamentos que no se cumplen o sólo se observan parcialmente, incluyendo la 166-03 que se encamina a su octavo aniversario, que destina del diez por ciento de los ingresos fiscales para los municipios. Según la Federación de Municipios el Poder Ejecutivo les ha sustraído 25 mil millones de pesos.

No queríamos caer en la ley general de Educación 66-97, con casi catorce años de edad, que destina el 4 por ciento del producto bruto interno a la educación, pero resultó imposible al ver que este mismo viernes nuestro vicepresidente Rafael Alburquerque suscribió en El Salvador un pacto regional para darle el 5.5 por ciento, la misma proporción que pactó el presidente Leonel Fernández en la última cumbre Iberoamericana de Jefes de Estados en diciembre pasado.

No hay explicación para tanta irresponsabilidad e incuria. Por lo que resulta más grato concentrarnos en el 75 aniversario de la llegada al país de los MSC. Entraron por Sánchez y su misión religiosa y de promoción humana se ha concentrado en las comunidades más pobres.

La celebración ha resultado gratificante y el encuentro de los remanentes de la legión de misioneros canadienses como el padre Lucas y el hermano Jorge y de sus discípulos dominicanos como Darío Taveras y Juanito Rodríguez, religiosos integrales, seres humanos extraordinarios que honran el legado de Jesús.

Por encima de todos planea el recuerdo del padre Emiliano Tardif, con su sonrisa y abrazo siempre amplios, pleno de espiritualidad y de humanidad,  cuyo proceso para ser consagrado santo debe avanzar rápidamente para que alguna vez nos toque la santidad, aunque sea dominico-canadiense.