Por Juan Bolívar Díaz
Resulta verdaderamente frustratoria la recurrencia en los delitos de estafas al consumidor que se registra en el país y ver pasar los años y las décadas sin que las autoridades hagan efectivos esfuerzos por sancionarlos, como si el interés colectivo fuera cuestión secundaria que se puede obviar.
Esta semana el Instituto Nacional de Protección al Consumidor (Proconsumidor) denunció una vez más la estafa en el expendio del gas propano, tras haber comprobado que en una estación Credigas de la Padre Castellanos con Josefa Brea los medidores estaban alterados para sólo entregar siete galones del gas propano por cada diez que se pagaba. Es decir que se estaba engañando a los consumidores con un 33 por ciento.
En este caso fue sometido a la justicia el supervisor de la planta distribuidora, John Marte Valenzuela, pero al mismo tiempo la diligente directora de Proconsumidor, Altagracia Paulino, informó que la mayoría de las empresas detallistas del combustible mantienen alterados los medidores, pero precisó que esa institución creada para defensa de los consumidores no tiene los recursos presupuestarios, técnicos y humanos para combatir efectivamente ese delito.
Lo mismo ocurre sistemáticamente con la Dirección de Normas y Sistemas de Calidad (Digenor) cuyo presupuesto apenas alcanza para pagar sus empleados, y cuyo titular se ha cansado de recorrer los medios informativos clamando por un presupuesto que le permita mínimamente cumplir su misión, que es fundamental para Proconsumidor.
La indolencia es de tal magnitud que a Digenor le han faltado 5 millones de pesos para adquirir equipos que le permitirían una efectiva vigilancia de los expendedores de gas. A ese monto equivale al año la pensión con que se jubiló Leonardo Matos Berrido del estatal Banco Nacional de la Vivienda. El doble del barrilito anual de varios senadores y más de 200 veces lo que repartió el gobierno en cajitas navideñas en diciembre pasado.
La estafa en el expendio del gas propano, que también se extiende a otros combustibles es tan vieja como la venta de productos alimenticias y medicinales vencidos, y de medicinas falsificadas, que se promete extirpar cada vez que se denuncia, pero florecen de nuevo tan pronto salen de la atención pública.
A ello contribuye la benignidad de las sanciones que se han establecido para los delitos contra el interés colectivo, a menudo simples multas que se recuperan rápidamente con la continuación de la misma estafa. Eso cuando los casos llegan ante jueces responsables. Porque la inmensa mayoría se saldan con el soborno y la protección de inspectores, de autoridades policiales, militares, del ministerio público y hasta de dirigentes políticos.
Esas prácticas son también reflejo del inmenso deterioro moral de la sociedad dominicana, que no ha podido impedir siquiera que se roben los alambres del tendido eléctrico y telefónico, los cables de los puentes y los metales de las alcantarillas y hasta de los monumentos.
Que no han impedido que metales que no se producen en el país sean exportados.
Tampoco hemos podido vigilar los cementerios para evitar que los recién sepultados sean desenterrados para robarse los sarcófagos y reciclarlos con la complicidad de empresarios y autoridades. Para evitar esa profanación ahora los dolientes rompen los féretros al momento de la sepultura y a la vista de los que merodean.
La vieja pregunta de quién le pone el cascabel al gato ha quedado en el descrédito y la obsolescencia. Es que hacen falta demasiados cascabeles para tantos gatos, para tantos logradores de fortunas rápidas a costa de la colectividad. Pero sobre todo porque en la gestión pública faltan muchos, pero muchos servidores y legisladores que quieran poner cascabeles a la inmensa manada de gatos que padecemos.