Víctima de la anomia social

Por Juan Bolívar Díaz
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Resultó traumática y lacerante esa fotografía de la joven cantante Martha Heredia, esposada como una fiera peligrosa, rodeada de agentes contra-narcóticos que la conducían ante un juez, después que le encontraran más de un kilo de heroína cuando intentaba viajar a Estados Unidos. A reservas de lo que determine la justicia, estamos ante la caída estrepitosa de una de las últimas figuras que han encarnado la reafirmación de los dominicanos y dominicanas.

Martha Heredia fue hace tres años un parto prodigioso de la cultura o la civilización  del espectáculo, tan bien configurada por Mario Vargas Llosa en su última obra. Tenía apenas 18 años cuando fue investida como representación del éxito nacional, gracias a que media población se dedicó a gastar dinero para llamar a un concurso-negocio internacional de poco arraigo. El 20 de diciembre del 2009 en este mismo espacio con el título “El fenómeno Martha Heredia”, sin negarle méritos a su arrojo,  estimamos que se debía a la necesidad de reafirmación en los ámbitos en que somos competitivos internacionalmente, la farándula y los deportes.

Ya se había iniciado el declive de nuestros beisbolistas y desde entonces se nos han caído tantos astros que el consumo ilegal de esteroides para aumentar el rendimiento se asocia demasiado en las Grandes Ligas de Béisbol con los peloteros dominicanos, víctimas de una cultura que exalta y hasta premia la vulneración de las normas sociales, de las leyes y hasta de la Constitución de la República.

Aquí cada vez más el éxito a cualquier precio y por encima de todo  es el supremo mandamiento nacional, ya sea en amplios ámbitos estatales, como empresariales, en los artísticos o deportivos. Ahí andan sueltos todos esos políticos-empresarios que han hecho inmensas fortunas con todo género de tráfico. Sabemos que los sueldos de los cientos de generales que tenemos apenas alcanzan para sostener una familia, pero celebramos que casi todos son millonarios.

Todos sabemos, sobran las pruebas y evidencias, que el narcotráfico ha penetrado a lo más profundo de las instituciones encargadas de combatirlo, y que sus  fortunas han financiado gobernantes y aspirantes a serlo. Pero nos hemos conformado con encarcelar y condenar a los agentes del menudeo y a los beneficiarios de pequeñas lavanderías. Como los fariseos, colamos los mosquitos y nos tragamos los camellos.

Esta es la sociedad donde se proclama que 16 años no han sido suficientes y que tomaría otros 40 o 50 más para que los jueces puedan anular la mayor estafa inmobiliaria de la historia republicana, aunque las pruebas están en manos del Ministerio Público y a vista de todo el que quiera ver. Pero podemos anular por simple disposición administrativa las actas de nacimiento otorgadas durante décadas a miles de ciudadanos y ciudadanas porque son de ascendencia haitiana. Y somos indiferentes.

El fenómeno Martha Heredia se ha trocado en trágica farsa, en espejo de una sociedad que lo está corrompiendo todo, donde hay que hacer fortuna rápida a cualquier precio y donde el cumplimiento de las normas, hasta las de tránsito, va quedando relegado a los pendejos o a los “idealistas”, que si protestan es “por envidia”, o “porque no son capaces de ser exitosos”, como proclamó un embajador de 40 mil dólares mensuales.

Martha Heredia subió a la cima por el ascensor del espectáculo y la chercha nacional, sin mayores esfuerzos, gracias a las condiciones naturales que la vida le dio. Pero era una adolescente y parece que tres años y dos meses después no había desarrollado la fortaleza necesaria para sobrevivir a las tentaciones del éxito.

Ella será ahora una víctima propiciatoria, para ejemplificar con una pobre muchacha de 22 años, probablemente más necesitada de asistencia sicosomática que de represión. Ya se ha advertido que podría ser condenada a una pena de entre diez y veinte años de cárcel, por solo un kilo de heroína. Habría tenido más probabilidad de éxito de haberse involucrado con cien o mil kilogramos.

Con Martha se nos caen múltiples estrellas y nos quedamos desolados, obligados a revisar nuestros paradigmas y nuestros parámetros del éxito. Mientras tanto elevemos una plegaria por esa jovencita que es de todos nosotros. Como escribió Ernesto Cardenal, en su Oración por Marilyn Monroe”, ella no hizo sino actuar según el script que le dimos, el de nuestras propias vidas, y era un script absurdo”.

 

Nostalgias de Leonardo Favio

Por Juan Bolívar Díaz

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La partida de ese sublime cantor del amor y las cosas sencillas que fue Leonardo Favio en este noviembre otoñal cuando el calor empieza a dar paso al suave invierno caribeño, nos ha remitido directo, en vivo y sin escala a los gloriosos años sesenta cuando él y cientos de millones pretendíamos cambiar el fusil por la flor, el odio por la fraternidad, y el amor se imponía por encima de todos los prejuicios.

He tenido que darme un baño de Favio evocando los amores que fueron y los que se quedaron en la pibe o la chava o la compañera cuyas expectativas eran inalcanzables y hubimos de resignarnos simplemente a regalarle una rosa. Ay y cómo jugaba el viento con su pelo de niña…

Argentina ha llorado en estos días la partida de Favio más por actor y productor cinematográfico que por cantautor, ya que dos de sus películas son consideradas entre las mejores de la historia cinematográfica de ese país. Pero sin duda que se ha evocado también al poeta cantor, que fue como trascendió en el resto del mundo en la época en que todos queríamos aprender de memoria con la boca tu cuerpo muchacha de abril.

Pero Leonardo también ganó respeto por haber sido un combatiente por la vida, un ser humano de firmes convicciones, un artista que no concebía la felicidad como un arrebato individual. En una de sus últimas canciones dijo adiós, seguro de que volverá en los sueños de los niños y en la lucha de los trabajadores.

El cantor despierta las nostalgias de los finales de los sesenta cuando llegó su primer disco de larga duración a Radio Cristal. Allí lo impusimos lo mismo que a Joan Manuel Serrat. Porque en aquel templo de la 19 de Marzo se verificaba la mayor concentración de talento y sensibilidad radiofónica de la época.

En el departamento de producción estaban los poetas filósofos Miguel Alfonseca y Rafael Añes Bergés, además de Nobel Alfonso, Milton Peláez y Armando Almánzar. Se le sumaban Freddy Beras Goico y Cuquín Victoria. Casi todos idos a destiempo, lo mismo que Miguel Núñez y Felipe Gil, quienes junto a René Alfonso, José Enrique Trinidad, William Tavárez y Miguel Angel Herrera se encargaron de ponernos un Serrat o un Favio hasta que todos los radioescuchas los entendieron. Para saber cómo es la soledad, la soledad es un amigo que no está. O caminante son tus huellas el camino y nada más, porque caminante no hay caminos, se hace camino al andar.

Entre noticias vivas desde el lugar del hecho, palos y asesinatos políticos, desde el departamento de prensa, los prensúes  según Milton, se enviaban papelitos a la cabina para vibrar con los poemas de Machado que Serrat universalizó y recomponernos quedándonos con el clavel y la rosa de Favio. Es que el equipo de prensa también irradiaba versos. Allí estaba Elsa Expósito, a quien ya entonces llamábamos viejita, aunque transitábamos la segunda década. También Diógenes Céspedes, Aníbal de Castro, Roberto Nivar, Luis Minier, Julio César Espaillat y otros. Me tocó dirigir una verdadera pléyade periodística.

¿Cómo se juntó en Radio Cristal un paquetazo de talentos como ese? Fue gracias a la sensibilidad y la valentía del empresario Elizardo Dickson, ejecutivo de la Casa Vicini, quien compró a Radio Cristal y la puso en manos de “izquierdistas y comunistas”, relegados en otros medios. Eran años de un asesinato político  cada 28 horas y los 24 de diciembre nos íbamos para La Victoria anticipando al mediodía la cena de Nochebuena con un paquete de presos políticos.

Ya ven cómo nos ha llegado la nostalgia y las gratitudes por los compañeros y compañeras, los que siguen y los que emigraron definitivamente, especialmente por la viejita Expósito, que lleva años reducida por las enfermedades que anticiparon la partida del gran Leonardo Favio.

 

Un cantor de la alegría y la libertad

Por Juan Bolívar Díaz

Cuando me dijeron que Facundo Cabral había sido asesinado en Guatemala quedé preso del estupor y la vergüenza. No podíamos esperar que un cantautor, un poeta, un filósofo de la canción popular que celebraba la emergencia de cada cantor, porque era un soldado menos, pudiera morir acribillado, y menos aún de forma tan vulgar, por equivocación, a manos de sicarios pagados por el narcotráfico.

Me saltó a la memoria el poema con que Mario Benedetti celebró la vida de su colega salvadoreño Roque Dalton, asesinado por sus propios compañeros en 1975 durante una absurda pulga ideológica: “…el hecho es que llegaste temprano al buen humor, al amor cantado, al amor decantado, al ron fraterno, a las revoluciones, pero sobre todo llegaste temprano a una muerte que no era la tuya y que a esta altura no sabrá que hacer con tanta vida”.

Tremenda ironía que Facundo haya ido a morir a Guatemala, porque en el 2007 durante una entrevista para BBC Mundo citó una comunidad indígena Guatemalteca, heredera de la cultura Maya “que cuando se retiran de una reunión en la noche no dicen voy a dormir, sino que dicen voy a ensayar la muerte. Tal vez la vida es lo que va de la mañana a la noche. Vivimos 365 vidas por año”.

Toda la vida de Cabral es un inmenso canto de superación. Hijo de una madre abandonada vio morir de hambre y frío a cuatro hermanos, fue alfabetizado a los 14 años, vagabundeó hasta los 17 años hasta parar en un reformatorio. Y se levanta para andar por 159 países cantando a la vida, a la esperanza, al amor fraterno, a la revolución interior de los seres humanos.

Crítico, a menudo mordaz, filósofo de los escenarios artísticos, mezclaba la libertad y el disfrute de la vida con los valores religiosos y la trascendencia de la condición humana. “Un nuevo día para cantar, para reír, para volver a ser feliz. La vida es aquí y ahora mismo”. El mismo se decía discípulo de Jesús y de Gandhi, mezcla de Borges y de Whitman, heredero del canto hondo de Yupanqui. En sus poemas musicalizados evocaba su hermandad con la Madre Teresa de Calcuta, pero sabía mantenerse lejos de los traficantes de los templos y los sentimientos religiosos. “Soy el Sancho de Jesús, que es mi Quijote, Traigo un poco de Borges y un mucho de San Agustín”.

La universalidad, la denuncia de los dogmas, el abrazo amplio de todas las creencias están presentes en los monólogos que caracterizaron sus recitales: “En mi corazón cristiano, suenan voces musulmanas. Hay budistas y judíos en mi sangre y en mi alma”.

En la obra de Facundo hay mucho aliento para el disfrute de la vida en plenitud de hermandad: “nacemos para vivir, por eso el capital más importante que tenemos es el tiempo. Es tan corto nuestro paso por este planeta que es una pésima idea no gozar cada paso y cada instante, con el favor de una mente que no tiene límites y un corazón que puede amar mucho más de lo que suponemos”.

Nómada por definición, vivió también en nuestro país, haciendo honor a su canción emblemática donde proclamó: no soy de aquí ni soy de allá, no tenga edad ni porvenir y ser feliz es mi color de identidad, Y una vez que le preguntaron sobre sus orígenes, cantó “yo vengo de todo el mundo, vengo de toda la gente, yo vengo de la alegría, vengo de la libertad”.

Fue muy triste el final de don Facundo Cabral, pero inmensamente alegre y productiva su vida, la cual debemos celebrar con la resignación que él mismo adelantó en la citada entrevista con BBC Mundo: “La muerte trabaja para recrear la vida. Es un reordenamiento. La que llamamos muerte es en realidad una mudanza. Uno deja el cuerpo que le fue tan útil para caminar en esta etapa terrena y vuela con su espíritu, que es lo que pasa con el sueño cada noche. Estamos para siempre, por eso tenemos que empezar a llevarnos bien con la vida. Porque la muerte es una recreadora de vida”.