Son muchos los que no han entendido mi renuncia a la dirección de Informaciones de Teleantillas, y no han faltado quienes piensen que estoy muy enfermo, que le estoy huyendo a la persistente campaña de estigmatización y odio de los últimos tiempos o que ha sido una fórmula elegante de evadir un despido. Nada de eso es cierto.
Desde que cumplí un cuarto de siglo en ese cargo, hace tres años, presenté mi renuncia, fundamentada en que yo necesitaba emprender nuevos proyectos que me renovaran, que incluyen unas memorias de ya casi medio siglo de ejercicio periodístico. Y al mismo tiempo expresaba mi convicción de que a la empresa misma le convenía una renovación, pues sentía que yo estaba cayendo víctima de la rutina, la terrible pátina del tiempo.
No puedo ocultar que también me mueve la necesidad de reducir mis horas de compromiso laboral, después de 56 años de trabajo, la mitad de ellos en Teleantillas, porque tengo derecho a viajar un poco más por el mundo, lo que ha sido mi único lujo, antes de que se me acabe de hacer tarde.
También me ha movido la convicción de que todos estamos llamados a abrir espacio a otros, a no pretender eternizarnos en un cargo. El hecho de que no ha habido garantía de una pensión digna para la inmensa mayoría de los trabajadores, públicos y privados, ha contribuido a la generalización del criterio de que hay que trabajar hasta la muerte.
La cuestión es más complicada cuando se trata del liderazgo, de cargos y posiciones que dan distinción o poder económico o social. Ahí, generalmente, hay garantías de recursos para solventar los gastos de la vejez. Pero no queremos desprendernos de las posiciones, no damos paso a las nuevas generaciones, nos hacemos los eternos e imprescindibles. De eso no se libra el liderazgo político, el sindical, religioso, empresarial, deportivo o social. Baste observar el liderazgo sindical, o cómo nuestras mayores glorias del béisbol -Juan Marichal, Pedro Martínez, Sammy Sosa o Manny Ramírez- a diferencia de Mariano Rivera o Derek Jeter, no se retiraron, hasta que nadie quiso contratarlos.
Hace pocas semanas cuando le pregunté por televisión a Hipólito Mejía por qué persistía en buscar una nueva candidatura presidencial, con tan alta tasa de rechazo en las encuestas, tras haber sido presidente hace 15 años, y perder dos elecciones consecutivas. Su respuesta fue que Balaguer y Bosch se postularon hasta la muerte. Le dije que también Santana, Báez, Lilís, Horacio Vásquez y Trujillo, y que Leonel iba por el mismo camino. Ya en otra ocasión el mismo personaje me había dicho que yo también me mantenía indefinidamente en un cargo. Le di la razón, aunque le advertí que ya lo estaba dejando.
Aquí se ha hecho un principio fundamental el predicamento de que el poder no se cede, y hay quienes lo profesan como mandato constitucional. Peor aún, está arraigado en la cultura del dominicano, aún de los que nunca han tenido poder alguno, que cultivan el presidencialismo, del que reciben migajas clientelares. Los liderazgos insustituibles son fruto del atraso social, del analfabetismo integral que afecta a la mitad de la población, de la hipoteca de la dignidad y la autoestima.
Busquemos por todo el mundo a ver si encontramos otro Leonel que con tres períodos de gobierno anda sin rumbo buscando un cuarto. O si aparece un Hipólito pretendiendo una tercera postulación tras dos fracasos consecutivos.
Este país necesita urgentemente una renovación de su liderazgo. Yo empecé a dar el ejemplo, y espero no detenerme. Ya lo he advertido, tampoco envejeceré ante las cámaras de televisión. Confío en que otros me relevarán hasta con mayor éxito. Como nos legó Machado: “Y cuando llegue el día del último viaje y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”.