La suerte de Miguel Olivero

Por Juan Bolívar Díaz

A las 8 de la noche del domingo 4 de enero del 2009 Miguel Abraham Olivero Jiménez, 22 años, fue sacado de la fiesta navideña que junto a su novia y otros muchachos celebraban en el parqueo de su residencia en el barrio Invi de Santo Domingo Este por dos agentes policiales que rondaban “en busca de delincuentes”. Lo subieron al motor en que patrullaban y tras llevarlo a un descampado le metieron un solo balazo en la pierna y lo condujeron luego al cuartel policial, donde la patrulla fue recriminada por crear problemas al llevarlo vivo. Porque debieron matarlo.

Realmente Miguel Abraham fue un muchacho dichoso. Está vivo porque algo le remordió al raso Carlos Manuel Cuevas Pérez, que misericordiosamente sólo le disparó a una pierna y desobedeció la orden de que lo rematara del cabo Julio Soto Reyes. Lo demás es que era hijo de un funcionario y profesor de la Universidad Autónoma y ex dirigente peledeísta, de los fundadores, Juan Tomás Olivero, quien movió todo lo que pudo para salvar a su hijo, incluso llamando al programa Jornada Extra, que estábamos realizando a esa hora por Teleantillas para denunciar la situación. El Rector de la UASD gestionó rápidamente ante la PN.

Miguel pudo ser trasladado a un hospital, bajo custodia policial, donde recibió atención y unos meses después logró su plena rehabilitación. Su dicha fue mayor porque además del coraje de su padre, tenía un pariente abogado, Praede Olivero Féliz, que aunque ejerce en Barahona, dedicaría más de tres años al caso en Santo Domingo, moviendo cielo y tierra hasta lograr una condena definitiva de la Suprema Corte contra los dos criminales

No fue nada fácil. Sufrieron un intento de agresión cuando iniciaron la querella en la fiscalía de Los Mameyes. En la audiencia preliminar refuerzos policiales procuraban intimidarlos. Abraham era amenazado. Tuvieron que mudarse del barrio, de su casa propia a una alquilada en el Distrito. La UASD les puso un equipo de seguridad para protegerlos. Participaron en una docena de emisiones del telediario Uno+Uno y de Jornada Extra.

El calvario judicial se resume como sigue: el 8 de enero del 2009 el Quinto Juzgado de Instrucción de la Prov. Santo Domingo dispone medida de coerción, remitiendo a los policías a La Victoria, donde nunca serían conducidos. Pese a ello el raso Cuevas es ascendido a cabo. El 6 de Julio del mismo 2009 el Cuarto Juzgado de Instrucción acoge la petición de juicio, y al comenzar marzo del 2010, el primer Tribunal Colegiado del Juzgado de Primera Instancia los condena a diez años de cárcel y una indemnización de un millón de pesos.

Los abogados de los policías apelan el 8 de marzo y la Corte dispone un nuevo juicio por parte del Segundo Tribunal Colegiado del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Judicial de Santo Domingo, el cual el 5 de Octubre ratifica la condena de diez años de prisión por asociación de malhechores, abuso de autoridad y por los golpes y la herida sufrida por Miguel Abraham. Una nueva apelación fue rechazada por la Corte de  Apelación el 11 de abril del 2011, y como los acusados recurren en casación, la Suprema Corte la declara inadmisible el 10 de agosto del 2011, por lo que la condena queda como definitiva.

Un año después los policías no han llegado a la cárcel de La Victoria y siguen cobrando sus sueldos, según testimonió por televisión esta semana el abogado Olivero Féliz, quien además logró demostrar ante los tribunales que la pistola que atribuían al joven estudiante y empleado de la UASD era portada por uno de los policías, aunque había sido robada en un asalto a un establecimiento comercial.

Cuando le preguntamos a Olivero cuánto habría costado llevar ese juicio, dijo que por lo menos 500 mil pesos. La suerte de Miguel Abraham es tan grande que le salió gratis. Cualquiera tiene la tentación de considerar la justicia muy cara, prohibitiva y riesgosa para cualquier otro muchacho de barrio. Es duro nuestro estado de derechos.

 

Consecuencias de la impunidad

Por Juan Bolívar Díaz

El reciente asalto policial para rescatar de manos de la justicia a un agente del orden público procesado por el asesinato de un joven en San Francisco de Macorís fue una nueva escalada en la descomposición que se registra en el país y que pone en jaque el Estado de derechos, la cual ya vemos como natural.

Más allá del despido de cuatro decenas de policías, incluyendo varios oficiales y su comandante, el acontecimiento obliga a una mirada profunda sobre la actuación del cuerpo encargado de mantener el orden público y sobre todo el tinglado montado para combatir la creciente criminalidad que agobia a la sociedad dominicana creando un estado de inseguridad.

No deja de ser un acto de hipocresía que quienes han autorizado a la Policía Nacional a matar cientos de presuntos y reales delincuentes, llevándose de paso a decenas de inocentes, a realizar su propia justicia, sumaria y con la extrema privación de la irrevocable vida, se alarmen ahora porque todo un destacamento policial se atreviera a desafiar la orden de un juez, previo desfile callejero con armas en ristre. En una ciudad donde decenas de jóvenes han sido lisiados por la política de los “cirujanos” de la PN que disparan a las rótulas de los muchachos pobres, solo de los que no pagan sobornos, sospechosos de delinquir.

Ese barbarismo y primitivismo policial ha sido justificado, explicado o por lo menos silenciado por personajes nacionales de todas las categorías, desde presidentes y arzobispos hasta procuradores generales y fiscales, editorialistas y comentaristas de los medios de comunicación, juristas y civilistas, líderes políticos y sociales.

¿Qué es lo que se ha encargado a esos policías? Los hemos armado y animado para que nos libren de delincuentes, para que “resuelvan” y nos protejan a cualquier precio. Por eso les debe resultar inconcebible que un pretencioso juez se atreviera a ordenar prisión contra un “heroico” compañero de armas, por el “simple hecho” de haber matado un joven que ellos consideraban delincuente.

¿Hubo alguna alarma o se tomó alguna acción preventiva o rectificatoria cuando en noviembre pasado Amnistía Internacional puso a circular un libro con el sugestivo título de “Cállate si no quieres que te Matemos”, donde denunciaba cientos de muertes a manos de la PN y demandaba una rectificación y reestructuración a fondo de esa institución? Dicho informe da cuenta de 268 muertos a manos de la Policía en el 2010 y nada menos que 443 en el 2009. La reacción de las autoridades fue alegar que la prestigiosa organización internacional formaba parte de una campaña de descrédito contra el país.

De forma distinta reaccionaron las autoridades de Puerto Rico cuando en junio último la misma Amnistía denunció que su policía practica una política pública de tirar a matar, de brutalidad y abusos no solo contra los presuntos delincuentes (sí, presuntos hasta que un juez los condene), sino también contra inmigrantes dominicanos. Lean bien: se le criticó a la policía de Puerto Rico que entre 2010 y 2011 dio muerte a 21 (si, veintiuna) personas.

 Es la impunidad, la cotidianidad del abuso, el imperio de la conveniencia, lo que genera acontecimientos como el de San Francisco de Macorís. Y si no hubiésemos relativizado el Estado de derecho, el caso llegaría a las últimas consecuencias y la sanción no fuera solo el despido, sino también el procesamiento judicial de todos los responsables, empezando por los oficiales de mayor jerarquía.

 Este desafío al Poder Judicial debería sacudir la conciencia de tantas y tantos dominicanos que se han acostumbrado a las ejecuciones sumarias que practican los que según la Constitución y las leyes deben ser los primeros defensores de la vida, del orden y del Estado de derecho.

 

El dramático informe de Amnistía Internacional

Por Juan Bolívar Díaz
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El reciente informe de Amnistía Internacional (AI) es una dramática documentación de graves violaciones a los derechos humanos en la política de seguridad pública del Estado dominicano que deja al país muy mal parado ante el concierto mundial.

El amplio documento aborda la descomposición de la Policía Nacional desde múltiples visiones y contiene serias recomendaciones de reformas que deberían ser ponderadas por las autoridades y la opinión pública, en vez de responder con chovinismo patriotero divorciado de la globalización.

Cállate o te matamos.  Recogido en un libro de 69 páginas, de impecable edición, y sintetizado en un video testimonial de cinco minutos, el informe de AI lleva un título dramático: “Cállate si no quieres que te matemos” y el subtítulo “Violaciones de derechos humanos cometidas por la Policía en República Dominicana”. Su capítulo cuarto, referido a los abusos policiales, está subtitulado con el lema “¡Policía, no me mate, que yo me paro!”, difundido el año pasado en las redes sociales después de varios asesinatos de personas que no se detuvieron cuando agentes del orden se lo ordenaron en lugares inapropiados.

En realidad el informe no es novedoso para los dominicanos bien informados, porque está integrado por denuncias que han sido recogidas por los medios de comunicación en las últimas décadas, aunque al ser avaladas por una prestigiosa institución internacional se constituyen en un dramático documento llamado a causar alarma y estupor en los ámbitos transnacionales preocupados por los derechos humanos y el estado de derecho.

Para mostrar la barbarie policial hubiesen bastado las estadísticas de  los muertos y heridos por la Policía Nacional en los últimos años, pero el informe se extiende en redadas masivas para extorsión, torturas y otros abusos. Consigna 2,367 homicidios policiales en los últimos seis años, para un promedio anual de 395, más de uno por día, según las propias cuentas de la PN, y 2,138, de acuerdo al conteo de la Procuraduría General de la República. Los heridos por los agentes policiales en los últimos cuatro años ascienden a 4,354, promediando 1,088 por año y tres por día.

AI denuncia los alegados intercambios de disparos como frecuentes ejecuciones, llamándolos “homicidios ilegítimos”, indicando que las muertes a manos de la PN representan un promedio del 15 por ciento de los homicidios ocurridos en el país entre el 2005 y el 2010. Esa cantidad de muertos representa anualmente entre 3 y 5 puntos de  la tasa nacional de homicidios, que ha girado en la última década entre 22 y 26 por cien mil habitantes.

Dramáticos testimonios.  El libro de AI contiene numerosos testimonios de víctimas y de testigos presenciales de abusos policiales, recogidos por delegaciones de esa institución en los meses de octubre del 2009 y 2010 y en marzo del 2011. Documenta asesinatos múltiples ejecutados por policías, como el de cinco choferes acribillados en el parque Mirador Sur el 30 de diciembre del 2008, en lo que inicialmente se informó como “intercambio de disparos”, para luego tener que admitirse que se trató de una ejecución múltiple. Lo mismo documenta la ejecución de un hombre y dos mujeres en Pueblo Nuevo, Santiago, el 20 de marzo del 2006. En ambos casos se llegó a condenas judiciales, pero se sostiene que la mayoría de los homicidios policiales quedan en la impunidad.

El párrafo que inicia las conclusiones del informe indica que la  PN  “comete violaciones graves de derechos humanos y los responsables casi nunca comparecen ante la justicia. El control es inadecuado y las reformas han estado viciadas, por lo que no han puesto fin a estos abusos. Así mismo, los indicios señalan que, en vez de contribuir a combatir la delincuencia, los métodos policiales de mano dura propician el aumento de la violencia y la criminalidad”.

A continuación se señala que “Debido principalmente a la falta de voluntad política, no se emprenden reformas eficaces y no se garantiza la función policial efectiva que precisa la población dominicana. Quienes están en el poder no se han enfrentado a las personas interesadas en mantener el sistema actual en el que la corrupción está profundamente arraigada y los abusos policiales contra los derechos humanos son omnipresentes”.

Amnistía denuncia la tortura como método investigativo y sostiene que “la conducta ilegítima y poco profesional de muchos agentes de policía contribuye a aumentar la delincuencia y la violencia en República Dominicana. La corrupción generalizada de la Policía, las actuaciones policiales agresivas y la participación de agentes del orden público en actividades delictivas socavan la capacidad del Estado de proteger los derechos humanos y garantizar la seguridad pública”.

Un documento abarcador.  Contrario a lo que algunos argumentaron para descalificarlo, el informe es abarcador, enfocando los desafíos de la creciente delincuencia, el costo en muertes de agentes policiales y sus pésimas condiciones salariales y de vida. Recoge la cifra oficial de 354 policías muertos en los últimos 6 años, promediando 59 por año. No lo señala, pero esa estadística de la PN no se refiere sólo a las víctimas de los delincuentes, sino que incluye los que perecen en riñas personales.

El documento señala que la PN “opera en un entorno difícil y peligroso. En el último decenio, los índices de delitos violentos han aumentado vertiginosamente, en gran parte debido al aumento del tráfico de drogas, la proliferación de armas de fuego y la creciente desigualdad social”. Indica cómo la tasa de homicidios pasó del 13 por 100 mil en 1991 al 26.41 en el 2005 y el 25 por cien mil en el 2010.

Acredita a la PN “un enfoque de tolerancia cero” contra la corrupción interna, al cifrar en 12 mil los agentes policiales destituidos entre el 2007 y 2010. Se refiere también a las precariedades salariales que impiden a la mayoría de los policías y sus familiares el disfrute de una vida digna y que los obliga al pluriempleo, en detrimento de su vida familiar y personal, y de su efectividad y motivación laboral. Especifica que el 45 por ciento de los policías tienen salarios mensuales de unos 5 mil 300 pesos, unos 140 dólares, cifra que considera “extremadamente baja” y que contrasta con el salario mínimo de 8 mil 356 pesos en las empresas de seguridad privada. Entre las recomendaciones del informe se incluye el mejoramiento de las condiciones de trabajo y vida de todos los agentes del orden.

Esas campanas doblan por todos

Por Juan Bolívar Díaz

Es tan creciente la criminalidad de todo género en el país que corremos el riesgo de resultar insensibilizados y acostumbrarnos a los horrores, como los registrados el martes 2 de este caliente agosto, cuando los periódicos registraron 14 muertes violentas, incluyendo dos feminicidios y dos suicidios. Pero en la medida en que perdamos la capacidad de asombro perderemos la batalla por la seguridad y la civilidad.

En esa jornada terrible hubo tres asesinatos impactantes, dos de los cuales están en vías de esclarecimiento y sanción. El que más horror causó fue el de la profesora Lenny Féliz y Féliz, quien apareció muerta a martillazos tras dos semanas desaparecida. Tres compañeros de profesión están siendo procesados por el crimen. Que tres “educadores” se asocien para matar a una compañera indefensa es demostrativo de la pérdida de brújula que sufre esta sociedad.

Impactó también el asesinato del teniente de la Fuerza Aérea Robinson Suárez, escolta del diputado y precandidato presidencial Pelegrín Castillo, ocurrida  en el corazón de esta capital, agravada porque al menos en dos ocasiones anteriores guardaespaldas de su misma familia habían sido objeto de violencia similar. Se amortiguó el golpe porque rápidamente las autoridades capturaron a un herido en el enfrentamiento a tiros que cobró la vida del militar, y luego a otros implicados.

Pero el más complicado y trascendente fue sin duda el asesinato del periodista José Agustín Silvestre, tras su secuestro en La Romana, a plena luz del día y delante de testigos por cuatro hombres que lo transportaron en un vehículo para matarlo a balazos y tirarlo al borde de una carretera.

Hay múltiples agravantes en este espantoso crimen: el periodista había formulado graves denuncias de compra de autoridades civiles, militares y judiciales por parte del narcotráfico, y hasta había exhibido cheques en su programa de la televisión romanense, en emisoras capitalinas y en su periódico La Voz de la Verdad.

El secuestro y muerte de Silvestre se produjo cuando se trasladaba a San Pedro de Macorís donde se le conocería juicio sobre una demanda interpuesta por el Procurador Fiscal de La Romana, quien se consideraba difamado por las denuncias del comunicador. Puede ser que tuviera todo el derecho y hasta razón, pero quedó el agravante de que su recurso llevó ilegalmente a prisión a Silvestre hace dos meses y sólo fue liberado por denuncias y reclamos hasta internacionales.

El reciente abusivo encierro y que no le dieran protección cuando denunciaba intentos de matarlo, explican las repercusiones de su asesinato, aparentemente más alarmantes en el exterior que en nuestro adormecido país. El caso ha sido publicado por los más acreditados diarios del mundo, incluyendo al New York Times y El País de España, y las protestas y reclamos de justicia han llovido desde Amnistía Internacional, la Comisión de Libertad de Prensa de la Unesco, Reporteros sin Fronteras,  hasta la Sociedad Interamericana de Prensa y la Federación Latinoamericana de Periodistas.

Pero en el país las protestas y demandas han sido tímidas en la mayoría de los medios de comunicación, que apenas se han hecho eco de comunicados del Colegio de Periodistas y la Federación de Trabajadores de la Prensa. Algunos lo explican en que Silvestre “no era periodista”, que “apañaba narcotraficantes”, llegándose a sostener sin probarlo que había sido deportado de Estados Unidos, y otros pretextos.

No recuerdo si conocí a José Agustín Silvestre, pero tengo entendido que ejerció el periodismo durante más de 20 años. Cualquiera que fuera su récord no merecía la ejecución de que fue víctima. Tratándose de un denunciante en medios de comunicación, no tiene que “ser de los nuestros” para que exijamos firmemente que se busque y sancione a quienes lo mandaron a matar y a los asesinos.

Lo es trascendente que mataron a un comunicador y eso reabre un expediente hace tiempo cerrado. Nos concierne a todos los que defendemos y ejercemos la libertad de expresión. Cuando mataron a Enrique Piera en 1970, muchos no nos alarmamos porque “no era de los nuestros”, y semanas después una bomba destruyó mi automóvil, y luego mataron a Goyito García Castro y a Orlando Martínez. Hace cuatro décadas aprendí a no preguntar por quién doblan las campanas. Están doblando por todos.

Que Dios meta su mano y pronto

Por Juan Bolívar Díaz

Durante mucho tiempo nos entretuvieron tratando de atribuir el incremento de la criminalidad a los deportados de Estados Unidos, hasta que algunos nos encargamos de demostrar la falsedad de esa consideración. Se ha establecido que no representan ni el uno por ciento de los procesados. No resultó difícil establecerlo, pues hace mucho que los deportados son fichados a su ingreso al país. Cuando pedimos información al Jefe de la Policía sólo 105 fueron involucrados en actos criminales, pero en cinco años.

 A veces parece que los culpables del auge delincuencial son los niños y adolescentes, especialmente después que se descubriera que tres o cuatro de ellos participaban en una banda que cometió la atrocidad de asesinar a numerosos choferes, caso que llevó a muchos a pedir cambiar la legislación que protege a la infancia.  En materia de la delincuencia parece que siempre estamos buscando chivos expiatorios como forma de evadir la realidad.

Mientras tanto, hace tiempo que venimos preguntando cuál es la incidencia de los expolicías y exmilitares dados de baja, la mayoría sin llevarlos a la justicia, por delitos de  todos los calibres, los cuales, a diferencia de los deportados desde Estados Unidos no están fichados ni son objeto de atención.

Sin embargo, se puede decir que casi todos los días aparece un antiguo militar o policía involucrado en asesinatos, o formando parte de bandas de narcotraficantes, de extorsionadores, de ladrones de toda laya y hasta de sicarios, sin que suene la alarma ni se generen políticas preventivas.

En estos días las autoridades descubrieron una banda que se dedicaba a extorsionar a pudientes que eran filmados en moteles y han sometido a la justicia a su tentativo cabecilla, Francisco Carela Castro, quien según reveló el fiscal del Distrito Nacional operaba con órdenes de allanamiento oficiales y se valía de información de la PN y los organismos de seguridad.

El mismo Carela reveló que se formó dentro de la Policía y que pasó por la mayoría de sus departamentos. “Sé como funciona eso y aproveché lo bueno de ella”, le cita el Diario Libre del jueves 11. “Salí de la Policía por cuestiones económicas, porque no podía mantener mi familia. Con el tiempo y gracias a las autoridades de este Gobierno, he avanzado mucho”, prosigue el testimonio recogido.

Ahora las autoridades judiciales han establecido que la “agencia de detectives” de  Carela Castro fue la responsable de contratar los sicarios que hirieron gravemente al joven abogado y comentarista de televisión Jordi Veras, quien la semana anterior salió del país con su esposa e hijos temiendo ser rematado. La banda de Carela siguió operando con colaboración oficial pese a varias denuncias de extorsión e incluso de un intento de secuestro, y a pesar de que su hermano Engels Carela Castro fue de los condenados por las graves lesiones sufridas por la dama de Santiago Miguelina Llaverías, por encargo de su ex esposo Adriano Román, también condenado.

Este hermano tenía en Santiago su propia agencia de detectives, una de las tres mil que, según publicó el diario El Día el 10 de noviembre, operan en el país sin la menor regulación. Banda y agencia habrían estado vinculadas al atentado contra Veras, quien “coincidencialmente” fue el abogado que llevó el proceso civil que condujo a la condena de los sicarios y el mandante del atentado contra la señora Llaverías.

El Listín Diario del viernes 12 cuantificó en 5 mil los militares, policías y agentes contra narcóticos que en los últimos cinco años han sido sancionados, expulsados o sometidos a la justicia por vinculaciones con actividades criminales apenas en los últimos cinco años. Pero la cifra es conservadora si se atiende a testimonios oficiales. El ex jefe del Ejército José Ricardo Estrella dice que botó 5,200, más de la quinta parte de ese cuerpo. El ex director de la DNCD Rafael Ramírez Ferreiras, aseguró que despidió 4 mil, equivalentes al  cien por ciento  en sólo dos años, y el ex jefe de la PN Guillermo Guzmán Fermín jura que botó a 1,200 en tres años.

Hay razones para preguntar qué hacen todos esos despedidos, en qué se ganan la vida, después de conocer por dentro el funcionamiento de las instituciones de seguridad, de haber recibido entrenamiento y haberse vinculado a actividades ilícitas, y hasta cuándo esas instituciones operarán como escuelas de delincuentes. Como somos incapaces de dar respuestas a esas preguntas, sólo nos queda implorar que Dios meta su mano y que lo haga pronto.

Por el simple imperio de la ley

Por Juan Bolívar Díaz

Por múltiples razones, la designación de un nuevo jefe de la Policía Nacional (PN) esta semana fue acogida con alivio por la opinión pública nacional, especialmente porque abre nuevas posibilidades de que al fin se cumpla el principio Constitucional y el Código Procesal Penal que responsabilizan al Ministerio Público de la dirección de las investigaciones criminales.

Es obvio que la jefatura del general Rafael Guillermo Guzmán Fermín se había desbordado tanto que generaba una sistemática confrontación con la Procuraduría General de la República y los procuradores fiscales de todas las jurisdicciones. La confrontación había trascendido repetidas veces a los medios de comunicación desde hace mucho más de un año, y en los últimos meses arrastró preponderantemente a la Dirección Nacional de Control de Drogas en un descontrolado protagonismo en relevantes casos de narcotráfico, convertidos en una espantosa serie de intrigas, filtración de versiones tendenciosas y hasta contaminación de pruebas.

Las actuaciones policiales al margen del Ministerio Público fueron causa de sospechas de complicidades y hasta de sustracciones de cuerpos del delito, expuestas a los medios de comunicación social tanto en Santo Domingo como en Samaná. Consecuencia inmediata fue la degradación de la institucionalidad, el menoscabo de la función judicial y el disgusto inocultable de sus responsables. Era un secreto a voces que un número alarmante de funcionarios del Ministerio Público deseaban ser relevados de sus funciones, y hasta hubo uno que procuró un exilio dorado para salirse del foco de confrontación.

La decisión del Presidente de la República, aunque demasiado dilatada, viene a enderezar entuertos, por lo que debe ser acogida por todos los responsables y respaldada activamente por los preocupados por la creciente inseguridad y la desbordada impunidad.

Nadie puede ignorar que desde septiembre del 2004, hace casi seis años, entró en vigencia en el país un nuevo Código Procesal Penal que, siguiendo las corrientes institucionales internacionales, derivó al Ministerio Público la responsabilidad de dirigir las investigaciones criminales, señalando a la PN como un auxiliar de la justicia.

La flamante Constitución de la República proclamada el pasado 26 de enero, no deja el menor resquicio de dudas, pues su artículo 169 proclama que “El Ministerio Público es el órgano del sistema de justicia responsable de la formulación a implementación de la política del Estado contra la criminalidad, dirige las investigaciones y ejerce la acción pública en representación de la sociedad”.

Si todavía alguien tiene dudas, debe remitirse al artículo 255 de la misma Constitución, donde se define la misión de la PN, afirmando que “es un cuerpo armado, técnico, profesional, de naturaleza policial, bajo la autoridad del Presidente de la República, obediente al poder civil, apartidista y sin facultad, en ningún caso, para deliberar”.

A continuación enumera sus funciones, especificando en el inciso 3: “Perseguir e investigar las infracciones penales, bajo la dirección legal de la autoridad competente”.

No hay dudas de que se trata de una institución subordinada al Ministerio Público, por lo que no caben interpretaciones de ningún jefe policial.

La etapa de una policía protagonista, en pugna con los poderes civiles, por encima de la ley, disponiendo a su antojo de bienes y vidas, debe quedar definitivamente superada.

No sólo por el imperativo de la Constitución  y de la ley, sino también por la plena vigencia de un Estado de Derecho, que implica el fiel cumplimiento de todas las prerrogativas a favor de la ciudadanía que proclaman esos textos y de los que la nación es compromisoria a nivel internacional.

Hay que celebrar el encuentro del nuevo jefe policial, general Juan José Polanco Gómez, con las autoridades del Ministerio Público, el reconocimiento de sus funciones y la promesa de acatamiento.

Pero también estar vigilantes para que nunca más se imponga el capricho por encima de los mandatos constitucionales y legales. Esta nación está demandando, pura y simplemente, el pleno respeto a la institucionalidad democrática, lo que en la autoritaria y medalaganaria tradición dominicana será en sí mismo una revolución prometedora de un nuevo paradigma de convivencia social y desarrollo humano.