Ruidos en las relaciones dominícano-haitianas

Por Juan Bolívar Díaz

      La nueva oleada de deportaciones masivas de inmigrantes ilegales haitianos logró desplazar del primer plano en la atención nacional el debate sobre el proyecto de presupuesto para este año y del paquete de reformas fiscales que el Senado decidió separar la semana pasada, pero a costa de tensiones en las relaciones domínico-haitianas que venían mejorando notablemente desde la instauración del gobierno del presidente Leonel Fernández.

      Un nuevo estallido de nacionalismo hipócrita, originado en la contratación de unos 10 mil braceros para la zafra del Consejo Estatal del Azúcar, condujo al gobierno a reeditar las deportaciones masivas del régimen del doctor Balaguer, sin enfrentar el problema en su globalidad, y en momentos en que la opinión pública haitiana era más sensible a consecuencia del agravamiento de los problemas económicos y políticos de la hermana nación.

      La situación creada, llevó a los cancilleres de ambas naciones, por iniciativa haitiana, a reunirse el lunes 3 en Jimaní para buscar un acuerdo lógico: agilizar las negociaciones para establecer un convenio sobre inmigración, supervisado por organismos internacionales, imprescindible para el país por su dependencia de la mano de obra haitiana, ya no sólo para el corte y tiro de la caña, sino también para las labores agrícolas en general, como para la industria de la construcción y hasta para el trabajo doméstico.

Tensiones bilaterales

      Las deportaciones masivas de inmigrantes haitianos de las últimas semanas crearon tensiones en ambos lados de la frontera. Aquí por la prédica de los ultranacionalistas, incluyendo a sectores de la jerarquía católica, con las consiguientes reacciones de la opinión pública y las autoridades de Haití, acosadas por protestas contra el gobierno del presidente René Preval y su primer ministro Rony Smarth, originadas en gran medida por las divisiones que afectan al movimiento Lavlás, con el ex-presidente Jean Bertand Aristide y su mesianismo, como telón de fondo.

      La situación llegó la semana pasada al grado de que el embajador haitiano, el excelente diplomático Guy Alexandre tuviera que advertir por televisión que se estaban arriesgando los avances logrados en el marco de las negociaciones bilaterales, incrementadas en los últimos meses, y pendientes de una reunión en Puerto Príncipe, como de una visita oficial del Presidente dominicano, en reciprocidad a la girada al país en marzo del año pasado por el presidente René Preval.

      A mediados de la semana pasada, la prensa internacional se hizo eco de los disgustos de la cancillería haitiana, llegándose a informar sobre una nota de protesta oficial, cosa que negó la cancillería dominicana, afirmando que no se cursó y que el embajador dominicano en Puerto Príncipe, Kniping Victoria, había recibido un desmentido al respecto del canciller vecino Fritz Lomchamps .

      Que la nota de protesta quedara en un propósito no desmiente el disgusto, expresado por el embajador haitiano, sin negar el derecho dominicano a la deportación de inmigrantes ilegales, pero reclamando información formal y trato humanitario. La tensión se manifestó en la petición de que regresara a Haití una misión de legisladores, síndicos, oficiales policiales y ecologistas que había invitado del 27 de enero al 1 de febrero la Unión Dominicana de Voluntarios (UNIDOS), según informó su presidente Domingo Marte y recogió el diario Hoy del 3 de febrero.

      Mientras tanto, los sacerdotes Regino Martínez y Pedro Riquoy, defensores de los derechos de los haitianos en el país, denunciaban excesos en las deportaciones de nacionales del vecino país, hasta el punto de que se habían expatriado dominicaos negros y que niños habían quedado abandonados en poblaciones fronterizas.

Grave contradicción

      El brote antihaitiano se produce contradictoriamente en momentos en que los dominicanos nos evidenciamos cruda y trágicamente como lo que somos: una nación de emigrantes, saturando el mercado puertoriqueño, además del de Estados Unidos, España y otras naciones europeas.

      En efecto durante la última semana llegó a su climax el problema de los odontólogos dominicanos en España, hostilizados hasta el nivel judicial, cuando el naufragio de una yola rumbo a Puerto Rico arrojaba 19 cadáveres en las playas de Oviedo, sin que la opinión pública nacional se diera ni siquiera por aludida, y cuando decenas de criollos eran detectados en el intento de escapar del país en los furgones en que se re-exportaban los equipos de la Ciudad Mecánica que operó aquí en los últimos dos meses.

      Es dramáticamente contradictorio que una nación que ha saturado a Puerto Rico de emigrantes ilegales, en yolas que desafían la bravura del Canal de la Mona, no asuma con mayor racionalidad la inmigración haitiana a través de una frontera abierta, cuyo cruce no implica el riesgo de la vida y que no tiene otra motivación que la misma que mueve a los dominicanos: la búsqueda de trabajo para la supervivencia. Con el agravante de que a los dominicanos no se les necesita en otros países, al menos ahora, como la economía nacional precisa de la mano de obra haitiana.

Orígen del brote 

      El último brote nacionalista no tuvo orígen en una oleada de inmigración ilegal, sino en la contratación formal de unos diez mil braceros haitianos por parte del Consejo Estatal del Azúcar, anunciado en Miami por el presidente Leonel Fernández a principios de diciembre, tras un par de abrazos públicos con su colega René Preval, en el marco de la conferencia anual sobre comercio e integración caribeña.

      La contratación tuvo efecto en el marco de los mayores controles y términos humanos que se recuerde en los 44 años que datan las negociaciones formales de braceros haitianos, iniciadas informalmente desde principios de siglo. Los pronunciamientos nacionalistas pretendían que el CEA, casi en ruinas, lograra realizar una zafra sin braceros haitianos, lo que no pudo conseguir ni siquiera cuando las danzas de los millones de la industria azucarera.

      El padre Milton Ruiz, que por ser nativo de San Pedro de Macorís debía conocer las raíces de la inmigración haitiana, puso la tapa al pomo cuando diez días atrás concluyó una misa ante el ex-presidente Joaquín Balaguer pidiendo a los asistentes que en vez de irse en paz, como se aconseja en el ritual, salieran “preocupados porque la frontera domínico-haitiana está en proceso de disolución”.

      Tal admonición, ante un teórico contradictorio del antihaitianismo como Balaguer, parece haber desatado preocupaciones en áreas gobuernamentales, donde se habría decidido incrementar las deportaciones, además de pronunciamientos superficiales que adoptaban el tono de los ultranacionalistas. Fue el caso del secretario de Interior y Policía Norge Botello, no se sabe si por iniciativa propia o buscando curar en salud al gobierno.

      El desparpajo de ese y otros funcionarios, seguidos de pronunciamientos militares, contrastaron con la serenidad del canciller Eduardo Latorre, consciente como pocos, por haber trabajado en el CEA, de la dependencia de la economía dominicana de la mano de obra haitiana y de que el problema no tiene otro camino de amortiguamiento que la búsqueda de acuerdos migratorios con el gobierno de la vecina nación.

Creciente dependencia

      Las labores agrícolas y la economía de Puerto Rico y Estados Unidos se han nutrido de la mano de obra dominicana, en décadas atrás aceptada complacientemente por fuerza de la necesidad, pero nunca han tenido que contratar miles de obreros dominicanos. No han venido a buscarlos formal ni informalmente. En cambio los dominicanos llevamos más demedio siglo dependiendo de los braceros haitianos para las duras labores de la caña.

      La contratación de braceros haitianos no es asunto del actual gobierno, sino que alcanzó sus mayores niveles en el régimen del campeón del anti-haitianismo, Joaquín Balaguer, quien la incentivó directamente mediante un tráfico que alcanzó dimensiones de tráfico semi-esclavista, cuando se reclutaban a la fuerza y en condiciones que la misma Iglesia Católica hubo de denunciar reiteradas veces, cuando escandalizaba la sensibilidad humana, antes del reinado del Cardenal Nicolás López Rodríguez.

      Indirectamente Balaguer incentivó tal inmigración con su política de embellecimiento urbano y abandono de la inversión agrícola que tanto contribuyó a la migración campo-ciudad y posteriormente a la emigración hacia el exterior. Los ocho años de gobiernos perredeístas tampoco produjeron un cambio significativo en esa tendencia, aunque debe reconocerse que dieron mayor atención al campo dominicano.

      La situación ha llegado al grado de que los principales cultivos nacionales, además de la caña, como el arroz, el café, tomates y otros renglones agroindustriales, han dependido progresivamente de la inmigración haitiana, tanto en el sector público como en el privado, nutriendo a la economía nacional de una mano de obra más barata, con menos exigencia e incapacitada para el reclamo, sindicalizado o no. Por ello la principal información del   Listín Diario, el lunes 3 de febrero, reseñaba que “las repatriaciones masivas de haitianos dispuesta por el gobierno han provocado un conflicto de intereses en sectores que utilizan con frecuencia la mano de obra haitiana, especialmente en la producción agrícola de la línea Noroeste”.

      La mayor hipocresía se advierte cuando se habla de los haitianos en la caña, una ínfima parte de los que nutren otros sectores de la economía, como la industria de la construcción. Una simple observación en las construcciones capitalinas y en los polos turísticos arroja un balance de decenas de miles de trabajadores haitianos, en mayor proporción que los dominicanos. Es significativo que ni los ingenieros o capataces de la construcción ni los sindicatos o los obreros dominicanos se quejan de tan masiva presencia. En los años l989-90, los contratistas oficiales se fueron al otro lado de la frontera a reclutar mano de obra para construir el acueducto de la capital dominicana. Y más recientemente para el del Cibao.

      Otro factor estimulante de la inmigración haitiana ha sido la proliferación de zonas francas, que ha succionado mano de obra campesina y de las periferias urbanas. Haitianas y hatianos tienen presencia creciente en los trabajos domésticos de los hogares nacionales.

Soluciones adecuadas   

      La dependencia dominicana de la mano de obra haitiana será, mientras se mantenga, un incentivo a la inmigración, junto a la pobreza extrema que afecta al vecino país. Y restará fuerza moral a los dominicanos para denunciar la inmigración ilegal. La realidad parece indicar que esos factores estarán presentes durante mucho tiempo.

      Como Haití es una realidad de la que ni siquiera la masacre de 1937 y la tiranía de Trujillo pudo librarnos, el camino más racional es buscar el entendimiento, los convenios bilaterales que amparen hasta la deportación, bajo régimen de absoluta racionalidad y sentimiento humano, sin histerias colectivas que amparen excesos o auspicien tragedias.

      Ni siquiera la extrema dependencia de la mano de obra haitiana puede disminuir el legítimo derecho dominicano a limitar la inmigración. Pero los haitianos tienen también derecho a un trato adecuado, sino a sus necesidades de supervivencia, por lo menos a los requerimientos de su mano de obra barata. En el ámbito internacional no se podrá entender que el presidente dominicano pida miles de braceros en Miami para un mes después denunciar la inmigración haitiana e iniciar deportaciones masivas. El administrador de un ingenio del CEA se quejó en privado de que tuvo que mediar para evitar que le llevaran parte de los braceros en los que se había invertido.

      Lo que conviene a los dominicanos para controlar la inmigración excesiva es establecer mecanismos de control y de repatriaciones acordes con las mejores normas internacionales. Tanto como evitar que el legítimo interés nacional repercuta en acumulación de rencores y rencillas y en desestabilidad política del otro lado de la frontera. Ello es básico también para mantener calidad moral en la defensa de los dominicanos que han emigrado por cientos de miles a otros países, y de quienes depende también la economía nacional, a través de sus remesas, y la paz social, mediante la distensión del desempleo.

      El establecimiento de convenios bilaterales servirá también de contención a los ultranacionalistas y racistas que desearían que las fallas geológicas de la isla no estuvieran de este a oeste sino de norte a sur y a lo largo de la franja fronteriza, con la esperanza de que un sacudimiento sísmico separara para siempre la isla. Pero ni eso sería una garantía de término de la inmigración haitiana, a menos que el sacudimiento telúrico enviara la parte occidental de la isla hacia los confines centroamericanos. Como parece demostrarlo la experiencia puertoriqueña con los inmigrantes dominicanos.-