El PRD tendrá que hilar fino para responder a sus retos

Por Juan Bolívar Díaz

            Con su retorno al poder después de catorce años de oposición, el Partido Revolucionario Dominicano (PRD) enfrenta el desafío de romper el maleficio de su incapacidad para mantenerse unido y responder coherentemente a un proyecto de gobierno privilegiando los intereses nacionales y del partido a los grupales e individuales.

            Aún en círculos de la dirección perredeista existe el temor de que las luchas grupales puedan sobreponerse el proyecto global del partido, desatando los enfrentamientos que le debilitaron en 1963 y que tanto daño le hicieron en la experiencia de 1978-86, culminando en la división.

            Con todo el poder del Estado bajo su control, y lograda una relativa estabilidad democrática, el PRD está más obligado que nunca a responder las expectativas de justicia y redención social sobre las cuales ha edificado su predominio político y profundo arraigo nacional a lo largo de cuatro décadas.

Discreto arranque

            La estructura partidaria ha arrancado con calculada discreción en esta oportunidad de gobierno. Nadie ha disputado, al menos públicamente, al presidente Hipólito Mejía la autonomía en la formación del gobierno y no han trascendido los más mínimos roces entre los altos niveles partidistas.

            Más aún, no todos los dirigentes se han dedicado a los festejos. Algunos incluso han reflexionado y advertido que el perredeismo no puede reeditar los afanes divisionistas registrados en sus tres gobiernos anteriores.

            El actual presidente del PRD, Hatuey de Camps, su antecesor Enmanuel Esquea, el secretario general Rafael Subervía, y el diputado Rafael Fafa Taveras, se han adelantado, formulando que esta vez el desafío es tan grande que los perredeistas tienen que evadir toda tentación de adelantar activismos internos y grupales, en aras de la eficiencia.

            Por el lado del gobierno la consciencia no es menor. El presidente Mejía no sólo ha estructurado un gobierno de sello perredeista, sino que además ha rechazado referirse a cuestiones internas del partido, sosteniendo que mantendrá esa pauta a lo largo de su período.

            Se afirma que la colocación de tradicionales dirigentes perredeistas en puestos como la secretaría administrativa de la Presidencia y la dirección de Aduanas, obedece a la estrategia presidencial de evadir los conflictos con sus propios compañeros. Así Pedro Franco Badía y Vicente Sánchez Baret tendrán que lidiar con las presiones de las bases perredeistas en dos de las posiciones administrativas estatales que más empleos y favores manejan, después de la quiebra y el desmantelamiento del aparato empresarial.

            Estos, junto a Rafael Suberví, José Rodríguez Soldevilla, Tony Raful, Milagros Ortiz Bosch y otros “presidenciables” habrían sido expresamente encargados de secretarías de Estado y co-responsabilizados del gobierno como una forma de reducir su protagonismo al interior del partido.

            Quedó “libre” Hatuey de Camps, quien una vez más tiene la oportunidad -la desperdició lanzándose de precandidato en 1999- de poner en ejercicio sus habilidades políticas para apuntar a un gran liderazgo de partido, en vez de cabeza de un grupo.

            La presión de los perredeistas y aliados por empleos ha sido tan fuerte que llevó al propio presidente Mejía a pedir públicamente una tregua dos semanas antes de su juramentación. Un ministro de un área esencialmente técnica hubo de confesar un mes ante de la posesión que ya tenía casi dos mil curriculum de compañeros y amigos que deseaban ser tomados en cuenta.

               Como Mejía y otros dirigentes insistieron tanto en la campaña en que desmantelarían la estructura partidaria de vividores del Estado creada por gobiernos anteriores, denunciando hasta la exageración los cientos de secretarios sin cartera, ayudantes civiles y subsercretarios, ahora disponen de menos posiciones para satisfacer las demandas partidistas.

            Llegaron al poder con el compromiso de reducir el gasto corriente, el tráfico de influencia, el dispendio de recursos públicos y de imponer un régimen de austeridad que incluye la disminución de la nómina de casi 300 mil empleados estatales, entre un 5 y 10 por ciento.

            Tales compromisos no pueden ser obviados y la opinión pública contribuirá en la medida en que se mantenga alerta recordándolos y reclamando que hasta el último centavo se invierta para combatir la pobreza de las mayorías, no para satisfacer ambiciones individuales.

Historia del maleficio

            Las luchas internas han sacudido históricamente a todas las instituciones dominicanas, políticas, sindicales, profesionales, empresariales y hasta las puramente sociales, de todas las connotaciones ideológicas, con muy contadas excepciones.

            Con el predominio de una cultura autoritaria, presidencialista y providencialista, las organizaciones se han mantenido unidas en la medida en que un caudillo o líder fuerte, con poca o ninguna disensión, ha ejercido el poder.

            Las luchas se desatan en mayor medida cuando se intenta romper esa cultura de dominación y subordinación para dar paso a la participación democrática que con frecuencia degenera en democratismo, grupismo a ultranza y divisiones.

            Desde su fundación en el exilio antritrujillista, a partir de 1939, el PRD surgió con ímpetus democráticos y múltiple liderazgo. Los fundadores Juan Bosch, Juan Isidro Jiménez Grullón, Cotubanamá Henríquez, Angel Miolán, Nicolás Silfa y otros prominentes luchadores democráticos, no pudieron mantener una unidad coherente ni siquiera enfrentados a una tiranía de la que no estaban libres aún viviendo en Cuba, Estados Unidos o México.

            Tan pronto llegaron al país en 1961 se dividieron y un año después llegaban a las urnas dispersos en tres o cuatro agrupaciones políticas, para poco después darse el absurdo de que algunos pactaron con los enemigos ideológicos para derrocar el primer ensayo de gobierno democrático nacional luego de las tres décadas de tiranía.

            Con Bosch en el poder no hubo coherencia entre gobierno y partido. El líder llegó a recomendar que pusieran en receso la maquinaria partidista y que los locales fueron dedicados a escuelas de alfabetización. El golpe de Estado de septiembre de 1963 separó para siempre a Bosch y Miolán.

            En vez de amainar las luchas intestinas perredeistas fueron más frenéticas a partir de su vuelta al gobierno en 1978, de uno y otro lado. El gobierno de don Antonio Guzmán se vio enfrentado al líder del partido, y quien lo había llevado al poder, José Francisco Peña Gómez, al mismo tiempo que a Salvador Jorge Blanco que había encarnado la opción alternativa al elegirse el candidato. Hasta el grado degenerativo de que Peña llegó escondido a las elecciones de 1982, con su partido en el poder, y denunciando planes para eliminarlo, aunque él ni siquiera intentó la candidatura.

            Con Jorge Blanco en el poder, los esfuerzos parecían empeñados fundamentalmente en cerrarle el paso a Jacobo Majluta, y éste a su vez no tuvo el mínimo rescato en convertir su fracción legislativa en oposición abierta, hasta de los proyectos de desarrollo energético o para el acueducto capitalino.

El final fue el enfrentamiento entre este y Peña Gómez, hasta aquel desorden mayúsculo del Hotel Concord que tanto los disminuyó y terminó dividiéndolos irremisiblemente. Fue el caldo de cultivo no solo para que perdieran el poder en 1986, sino para que Joaquín Balaguer los persiguiera hasta reducirlos al mínimo, con gran indiferencia de la sociedad dominicana, para entonces harta de las luchas grupales perredeistas.

Debilidades persistentes

            Aunque aparentemente más conscientes del peligro que los acecha, especialmente ahora que no tienen un líder unificador, como Bosch o Peña en el pasado, los poerredeistas mantienen una gran debilidad institucional. En más de una década no han podido renovar la dirección de sus organismos.

            Así uno de los partidos más democráticos de la historia nacional, no logra aferrarse al procedimiento democrático para escoger sus dirigentes. Y se ha instaurado un sistema de repartición y compensaciones, ejemplo de lo cual es la división del período de muchos legisladores y autoridades municipales en dos mitades, que no ha podido ser solucionado por completo ni ahora que se le adicionó la fuente de empleos del gobierno central.

            Tal circunstancia afectó algunos ayuntamientos, generó violencia en Haina y retrasó el inicio de la legislatura, para dar oportunidad a los perredeistas para que lograran acuerdos y evitaran el espectáculo de varias curules disputadas materialmente por los reclamantes.

            Desde que Peña Gómez cayó gravemente enfermo en 1994, en el PRD se debate la necesidad de una elección de dirigentes, desde los comités de base hasta el Comité Ejecutivo Nacional, peor no lo han logrado. Ningún momento ha sido oportuno. La última vez, cuando se escogió candidatura presidencial en mayo de 1999, se anunció que en julio del 2000, durante el período de transición, se convocaría a elección de dirigentes. Ahora nadie se ha atrevido a reclamarlo en serio, pues parece que sería abrir las compuertas a la lucha grupal y el divisionismo.

            Con una unidad y coherencia tan precaria es que el PRD enfrenta su nuevo desafío histórico.-