Juan Bolívar Díaz
El limbo que ha vivido la nación, los escándalos gubernamentales y la incertidumbre han vuelto a mostrar la urgencia de reducir el período de la transición política nacional, lo que a su vez se vincula con reformas relativas a la mayoría necesaria para elegir el presidente de la República y la votación de segunda vuelta.
Esas y otras reformas políticas son necesarias para el fortalecimiento institucional de la República, pero ninguna es más imperativa que la eliminación de ese adefesio histórico que es el “colegio electoral cerrado”, penalizador en extremo de la ciudadanía y promotor de la abstención.
Por fortuna, esta vez el presidente electo, Hipólito Mejía, tuvo la innovación de comenzar a designar su gabinete tan pronto ganó los comicios, con lo cual se emplea mejor el tiempo perdido y se entretiene a las tribunas expectantes.
Sólo tres veces
Esta es apenas la tercera vez que se da la transición democrática de 90 días de un partido a otro en este país donde el continuismo y el arrebato han dejado poco espacio a las alternativas en el poder.
En la primera ocasión, tras el triunfo del Partido Revolucionario Dominicano en 1978, el proceso fue de total incertidumbre, al punto de que el país llegó a la víspera del 16 de agosto sin seguridades de que don Antonio Guzmán se terciaría la banda tricolar.
El gobierno perredeista pudo arrancar a duras penas, dejando atrás extensa cadena de marrullerías que culminaron con el inolvidable “fallo histórico”, mediante el cual la Junta Central Electoral (JCE) repartió votos al partido del segundo lugar para ponerlo victorioso en cuatro provincias y alterar así la composición del Congreso, especialmente por vía del Senado, lo que entonces equivalía a capacidad para controlar la justicia, la cámara de cuentas y el tribunal electoral.
En mayo de 1986 el electorado decidió una nueva alternabilidad política, cuando Joaquín Balaguer fue proclamado presidente electo. No faltaron asomos de crisis postelectoral, contenidos por una beligerante como poco institucional participación de una supra junta electoral integrada por eclesiásticos y empresarios. Con todo volvió a sentirse lo prolongado del período.
La alternabilidad presidencial de 1982 tuvo efecto dentro del mismo partido, pero aún así estuvo revestida de graves acontecimientos y hasta intentos desestabilizadores que culminarían con la explosión de una granada en el local de la JCE, que dejó varios muertos y heridos.
Esa vez la pregonada “soledad” en que quedan por 3 largos meses los presidentes salientes y el limbo político generaron un estado de desconcierto y depresión tal que llevaría al presidente Guzmán al supremo acto del suicidio.
En 1996 no se sintió el largo período, al extenderse el proceso comicial a una segunda vuelta el 30 de junio. En realidad la transición fue de sólo 45 días, amortiguada también por haberse producido entre aliados electorales. Y el mandatario saliente fue el gran triunfador del proceso, hasta el punto que casi escogió sucesor, aún a costa de traicionar a su propio partido.
Proceso desestabilizador
Ahora con más afianzamiento democrático y sin posibilidades de arrebatos, el período de transición ha vuelto a resultar cuesta arriba y con alto precio de incertidumbres, especialmente en el ámbito de la economía.
Ni el conocimiento de que en México la transición es de cinco largos meses ha logrado amortiguar el costo de la misma en el país. En la tierra azteca también tendrá su costo y será replanteado ahora que inician un proceso de alternabilidad después de casi un siglo. En uno que otro país sudamericano el interregno es también de 3 meses o período parecido, pero el promedio anda entre los 45 y los 60 días.
Más allá de las “indelicadezas” denunciadas, como la repartición de parcelas, viviendas, vehículos y otros favores del Estado, se ha vuelto a hablar de la soledad del presidente saliente, al que se atribuye además depresión, amargura y frustración, se discute continuamente hasta donde llegan sus funciones “cuando se están echando las palomas”, si está tratando de amarrar el siempre ansiado retorno, o poniendo piedrecitas en el camino del sucesor.
Esta vez las consecuencias del largo período no han afectado tanto lo político como la economía. Comenzando porque el gobierno debió reajustar el precio de los combustibles desde febrero o marzo, al impulso del alza del valor del petróleo, lo que aplazó primero para no perjudicar la candidatura del partido gobernante, y luego, para que sean los nuevos quienes carguen con el costo.
Pero entre una y otra cosa se van contando meses y se crean dificultades operativas a causa de la disminución de los ingresos fiscales en cientos de millones de pesos, que hubiesen servido para pagar parte de las abultadas deudas internas, piedra principal de contradicción en este período de transición.
El gran apagón en que vive el país en las últimas semanas es una de las más dramáticas consecuencias de la irracionalidad. El gobierno lleva meses subsidiando el costo de la energía eléctrica, al no haber permitido -sólo por razones políticas- que fuera traspasado a los usuarios la elevación del precio del petróleo. Pero entonces no paga a los generadores y estos apagan sus plantas en un interminable y deprimente pulseo.
A su vez las autoridades han agudizado los controles monetarios como intento por evitar que la prolongada estabilidad macroeconómica se dispare por los suelos, lo que a su vez redunda en nueva escalada de las tasas de interés y tendencia a la recesión que ya teme el presidente electo y el presidente del Consejo Nacional de la Empresa Privada, Celso Marranzini, de acuerdo a El Siglo del lunes 31.
¿Quién puede cuantificar el costo de las tandas de apagones de esta transición? Costo de producción y productividad, económico y emocional para dominicanos y dominicanas. ¿Cómo lo pagan esos cientos de miles de pequeñas y medianas empresas, de colmados, tiendas, salones y talleres?
60 días bastan
Hay que proclamarlo ahora en medio del desconcierto para ver si se reforma el preríodo de transición: es muy largo, peligroso y agobiante. Sesenta días son más que suficientes, aún contando con la posibilidad de una segunda votación.
Las elecciones generales deben ser corridas para el 16 de junio, la segunda vuelta el 16 de julio y la juramentación presidencial el 16 de agosto. No se requiere mayor espaciamiento, a no ser para auspiciar tramperías y mezquindades, como esa de que se haya rescindido un contrato para la compra de asfalto por 25 millones de dólares o que no se paguen compromisos internacionales aunque se pongan en recesión importantes proyectos nacionales de desarrollo.
La misma posibilidad de segunda vuelta tiene que ser reducida, porque de haber habido otra campaña electoral por 45 días, las consecuencias hubiesen sido mucho más graves para la economía nacional.
El sistema de proporciones que parece más justo y racional es el argentino. La mayoría de los que han instituído la doble vuelta, requieren más de la mitad de los votos para legitimar la elección presidencial. Hay países que instituyen el 40 por ciento como mínimo. En Argentina es el 45, con el aditivo de que si alguien saca más de 10 puntos sobre el que queda en segundo lugar, también se le reconoce como electo.
Los argentinos tuvieron la mayoría absoluta hasta 1973, cuando Héctor Cámpora alcanzó el 49.50 por ciento del sufragio, con más de 20 puntos sobre su más cercano contrincante. Este, como Danilo Medina este año, optó por lo racional y renunció a la segunda votación, sin estar obligado a hacerlo.
Imagínese lo que hubiese implicado que Medina se empecinara en su derecho y condujera el país a una segunda vuelta, buscando vencer a un candidato al que le faltaban 26 centésimas de uno por ciento. Cuando él tenía que sumarse más de 25 por ciento, es decir cerca del cien por ciento de lo que necesitaba el ganador de la primera vuelta.
La otra reforma impostergable, que no resiste otra elección, es la del colegio electoral cerrado, que por demás no es cerrado nada y el sistema sólo sirve para penalizar a los electores, a quienes se les obliga a dedicar de 3 hasta 5 y 6 horas para ejercer su derecho al sufragio, en la época en que la electrónica permite, sin hacer fila, hasta disponer de enormes fortunas financieras.
El país no debe abocarse a una nueva elección congresional y municipal con ese sistema, sino quiere que la votación del 50 por ciento de 1998, se reduzca al 40 o menos. Sobre todo cuando se demostró que el padrón fotográfico dio sus resultados con muy pocas dificultades, que, evidentemente, pueden ser superadas.
Las incertidumbres, la inercia, el tiempo perdido de esta transición no deben olvidarse, y más bien hay que evitar que se repita en el futuro.-