Por Juan Bolívar Díaz
Por sus orígenes como por sus características personales el agrónomo Hipólito Mejía tiene las condiciones necesarias para dar un jaque mate al presidencialismo y autoritarismo que ha caracterizado la acción gubernamental a lo largo de la historia nacional, anidando profundamente en el subconsciente colectivo.
Con el compromiso expreso de no pretender el continuismo, en cuatro años no podrá cambiar de arriba a abajo el curso de la pobreza dominicana, pero sí afianzar un proceso de descentralización, con consulta y participación y transparencia, en el que sea el pueblo quien determine en qué se gastan sus pocos recursos.
Al llegar al poder con el control del Congreso y de los municipios, el Presidente Mejía no encontrará muchos obstáculos para las reformas que la nación tiene pendiente en los ámbitos económico, social y político, por lo que está a su alcance pasar a la historia como el mandatario de las reformas.
La esperanza de la gente
Hipólito Mejía arraigó en el conjunto perredeista primero y luego en el electorado, encarnando en gran parte los programas y compromisos sociales “de redención” que no pudo concretar José Francisco Peña Gómez, con quien ha dicho reiteradas veces que tiene un compromiso ineludible, que se apresuró a ratificar ante su tumba tan pronto se conoció el resultado de la consulta electoral del 116 de mayo.
Compañero de boleta del gran líder perredeista en las elecciones de 1990, no se amarró a la posición y supo declinar en las de 1994 y 96 para ampliar las posibilidades de elección con la política de aliados, pero asumió el lema motor de “primero la gente” con el que Peña Gómez pretendió darle un vuelco a la inversión pública.
Por sus condiciones naturales de líder, por su espíritu aguerrido y tesonero, el nuevo presidente dominicano logró edificar una gran victoria electoral, con la mitad de los votos en comicios sin máculas. Le ayudó, sin duda, el haber sido introvertido en su propio partido, y más allá, como el preferido de Peña Gómez, aquel en quien el líder pensó cuando recibió el pre-aviso de la temprana muerte.
Otro de los factores que contribuyó relevantemente en su carrera a la presidencia de la República fue el haber sido percibido como un “político atípico”, que rompía los esquemas de la extrema formalidad aristocrática, y cuya franqueza le impedía medir la frase más conveniente para cada circunstancia u ocasión. Le generó muchos problemas y polémicas infructíferas, pero emergió, más allá de sus limitaciones teoréticas y académicas, como encarnación de la franqueza y el valor popular, como “un hombre de palabra”.
El político que se acercó tanto al pueblo, con sus virtudes y defectos, y que logró obtener el apoyo de la mayoría que muchos consideraron imposible, tiene ahora el desafío de no renunciar a sus características más notorias, especialmente a la sencillez, y a la humildad que le ha llevado a proclamar que no pretende saberlo todo y que necesita el concurso de los expertos en múltiples disciplinas para gobernar exitosamente la nación.
Este país necesita un mandatario de esas características, que se sienta en el compromiso de la consulta, de ampliar la participación, de descentralizar las decisiones, cuyas decisiones salgan mucho más frecuentemente de discusiones en equipo, con su gabinete, con sus asesores, con algún órgano partidario, con las instituciones sociales más diversas, que no pretenda la inefabilidad y que mida los riesgos de cada decisión, sin pretender que cual sumo pontífice se le perdonará cualquier cosa que haga.
Las clases medias y altas dominicanas tienen necesidad de revaluar su identidad y vivir con menos derroche de jepetas, celulares y espacios residenciales, con menos casimir y corbatas en un clima de 8 meses húmedo y caluroso. Por eso a Hipólito Mejía se le ha aplaudido hasta la exageración de presentarse en camisa manga corta a una ceremonia formal o a una reunión en la que todos están “enflusados”.
Administrar el silencio
Sin embargo, sin renunciar a sus características, el nuevo mandatario tendrá que hacer algunas concesiones al sistema, tanto en función del protocolo como en una más discreta administración de las palabras y del silencio.
Lo primero ya ha comenzado a hacerlo Mejía. Cuando ha tenido que vestir saco y corbata lo ha hecho. Pero conservando su devoción por la ropa frugal. La chacabana bien podría ser incorporada al protocolo, como en muchas naciones del Caribe y hasta en México. Al menos en los largos meses del verano caliente dominicano. Y si no al ceremonial, por lo menos al trabajo diario del primer mandatario y de los ministros. De paso se importaría menos telas de lujo y se incrementaría la industria nacional de la ropa liviana, o mejor dicho su uso nacional, puesto que las zonas francas la exportan a todo el mundo.
Sin adoptar la simulación y el engaño como esencia del buen gobernar, Hipólito Mejía tiene, empero, el gran desafío de administrar mejor la palabra y saber guardar silencio. Las respuestas rápidas, que en la campaña produjeron algunos tropiezos, pueden ser muy dañinas en el ejercicio de gobierno, cuando se requiere más prudencia, espíritu de conciliación y de consenso para avanzar más rápidamente hacia los grandes objetivos.
Por supuesto, entre un simulador y embaucador más, que tire la piedra y esconda la mano, y el hombre franco y transparente, muchos preferirán al segundo, pese a la tradición dominicana. Pero en esa como en muchas otras materias Hipólito Mejía tendrá que tirar y aflojar, hacer concesiones y asimilar la vieja máxima de “ni tanto que queme al santo, ni tampoco que no lo alumbre”.
Ahora, cuando se discute en los círculos políticos e intelectuales lo que se puede esperar de Hipólito Mejía, muchos advierte del peligro en que sucumbió su antecesor, de aprender demasiado de las malas artes políticas de Joaquín Balaguer. Ya el presidente electo dijo al salir de su última visita al líder reformista a fines de julio, que había aprendido mucho de él. Y si se lo cree puede caer por la pendiente resbalosa que llevó a Leonel Fernández a no comprometerse en muchas reformas que se esperaban de él y con las que estaba comprometido.
La política balaguerista de hablar de paz y conciliación mientras se practica la guerra, de consenso mientras se trama la imposición, de unidad mientras se busca destruir al contrario, la de confundir el sí con el no, está llamada a la desaparición. Lo mismo la política de la concentración del gasto, en la que el presidente solito determinaba en qué se invertía la tercera parte del presupuesto y la mitad del gasto de capital. La nación requiere de un grado cierto de descentralización.
El galopante realismo político ha reducido las expectativas, pero Hipólito Mejía saldría adelante si reduce considerablemente la política clientelista y de repartición, de la corrupción del entorno para reinar solo, si impone la austeridad en el uso de los magros recursos nacionales, sin controla y persigue la corrupción, al tono de los tiempos.
Muchos entienden que para triunfar en la política hay que mantener todos esos contra-valores en que se cifró el reinado de Balaguer, ignorando que la nación y el mundo son muy diferentes de la época en que el gran caudillo comenzó su acumulación política originaria. Y que ya esta sociedad no le tolerará a nadie muchas de las cosas que aguantó en el pasado reciente, y que sólo Balaguer podía hacer.
Para muchos estas consideraciones son alaridos, estertores de un idealismo abatido. Pero Hipólito Mejía demostró hasta ahora que sin esas prácticas se puede erigir un nuevo liderazgo y lograr un gran consenso nacional.
Mandato de cambios
Para muchos no caben las expectativas, puesto que la política se ha convertido en un realismo brutal, en una manipulación permanente y en un vivero de corrupción y dominación. Pero es que Hipólito Mejía llega la próxima semana al poder con un claro mandato de cambios.
Tres cuartas partes de los electores dieron la espalda al gobierno del Partido de la Liberación Dominicana, al que apenas otorgaron una oportunidad, amarrados como nació al pasado balaguerista, aunque en ciertos aspectos implicaba ciertamente un nuevo camino. Y lo hicieron porque el régimen de Fernández no hizo los cambios con los cuales él y su partido estaban comprometidos.
Y no los hizo porque su aliado, su dador de poder no le interesaba. No se debe olvidar que juntos controlaban las cámaras legislativas en la primera mitad del período. Y porque los perredeistas no estuvieron solícitos ni colaboradores. Pero los gobernantes no tuvieron audacia más que para la confrontación, nunca para lograr acuerdos.
El gobierno de Mejía tiene mayores auspicios. Su partido tiene mayoría en el Congreso Nacional, recuperando sólo tres o cuatro de los eslabones conquistados por el PLD en la Cámara de Diputados, y es aplastante su proporción de síndicos y hasta de ayuntamientos.
Pero es que Hipólito Mejía llega con un claro mandato popular, ganado por él, y ratificado en dos comicios consecutivos, para cambiar el curso de la nación, para establecer políticas sociales de combate firme a la pobreza, para la seguridad social, para gobernar con planificación y prioridades, para la descentralización del Estado. Con un compromiso de austeridad y honradez en la administración pública y de sancionar la corrupción, no sólo la previa, sino la que seguramente resurgirá.
Algunos de los funcionarios anunciados no avalan este camino. Hay acompañantes que matan. Pero también muchos otros que prometen. Para estos días y hasta prueba en contrario, hay que confiar en que Hipólito es un hombre de palabra.-