Por Juan Bolívar Díaz
El pregonado proyecto de ley para prolongar el actual período de los legisladores y las autoridades municipales, con el pretexto de celebrar elecciones generales en el 2004, es una contundente expresión de la falta de respeto a la institucionalidad democrática predominante todavía en amplios sectores políticos.
Que diputados y senadores pretendan retrotraer la nación a los principios del siglo pasado y que es posible auto-conferirse dos años de “representación” sin que medie la mínima expresión de la voluntad de los electores, y sin romper el orden constitucional es también una muestra del descaro que rige aún el quehacer político nacional.
Proyectos como el de la prolongación, y la incapacidad para organizar una real transición de gobierno, siembran desconcierto y cuestionan si el sistema partidista está a la altura de los avances institucionales que a duras penas registra la nación en las últimas décadas.
Proyecto descabellado
Al principio pocos le confirieron importancia. Parecía tratarse de uno de esos absurdos recurrentes de la política nacional. Ya en varias ocasiones anteriores se había hablado de auto-prolongación del período constitucional de los legisladores y autoridades municipales para volver a juntar, en un mismo año, las elecciones presidenciales con las congresionales y edilicias.
Desde hace meses se venía susurrando que algunos diputados alentaban esa esperanza de prolongar su mandato en dos años. Muchos con la simple esperanza de seguir cobrando salarios sobre 70 mil pesos sólo superados en el sector público por los del presidente y el vicepresidente de la República y el del gobernador y el vicegobernador del Banco Central. No faltarían quienes consideraran que con dos años más de “sacrificio representando a sus comunidades” les correspondería una tercera exoneración de impuestos para automóvil de lujo, ya que reciben una por cada dos años.
La última vez que se intentó tal desaguisado fue a finales del período legislativo 1994-98, cuando ya algunos pretextaban que era un absurdo celebrar elecciones cada dos años. El propósito ha tomado nuevamente impulso a la luz de las quejas porque la nación vive en continua campaña electoral, lo que ahora se atribuye a la separación de los comicios.
Como el proyecto es tan absurdo, dirigentes de todos los sectores y voceros de opinión la opinión pública le restaron importancia, lo que al parecer fue interpretado por algunos de los promotores, como sinónimo de viento favorable. La cosa comenzó a cambiar la semana pasada, cuando se decía abiertamente que 95 de los 149 diputados, entre ellos de todos los partidos, ya respaldaban la prolongación.
Entre quienes salieron a rechazar el proyecto estuvieron el presidente y el secretario general del Partido Revolucionario Dominicano, Hatuey de Camps y Rafael Suberví Bonilla; el secretario general del Partido de la Liberación Dominicana, José Tomás Pérez; y el presidente en funciones y el secretario político del Partido Reformista Social Cristiano, Donald Reid Cabral y Federico Antún Batlle.
Aparentemente esas jerarquías no han sido suficiente disuasiva, por lo que probablemente sea necesaria la palabra contundente del presidente Leonel Fernández, del presidente electo Hipólito Mejía y del caudillo reformista Joaquín Balaguer, además de algunas filípicas cardenalicias y el rechazo activo de la sociedad civil.
La prolongación de un período constitucional sólo tiene un antecedente en la historia de la nación. Fue el de Horacio Vásquez, cuyo mandato fue extendido en dos años, de 1928 al 1930. Había sido electo en 1924 por cuatro años, pero luego se pretextó que era en base a un texto constitucional que indicaba un período de 6 años. Tuvieron que comprar legisladores para completar los votos necesarios para concretar la usurpación, que abrió una ruptura institucional por donde se colaría dos años más tarde el golpe de estado con que Trujillo inició su tiranía de tres décadas.
Un fraude descarado
La auto-prolongación constituiría un fraude descarado a la voluntad popular. El mandato recibido por los actuales congresistas y dirigentes municipales fue por 4 años y nada, que no fuera un acto de violencia o catástrofe, justificaría extenderlo ni por una semana.
Si el objetivo fuera en realidad renovar estos representantes el mismo año que el presidente de la nación, todo lo que habría que hacer es buscar un mandato popular en el 2002 para diputados, senadores y autoridades edilicias por dos o por seis años.
Algunos han pretendido justificar el proyecto de prolongación en base a que la reforma constitucional de 1994 tuvo efecto retroactivo al recortar en dos años el período presidencial. Se trata de una falacia, pues la renuncia del presidente y el vicepresidente de la República y su sustitución sí están previstas en el ordenamiento constitucional. Cuando los señores Joaquín Balaguer y Jacinto Peynado se comprometieron con aquella reforma en la práctica estaban firmando su renuncia a los dos años.
Por demás, aquella fue una tansacción para dar salida a una grave crisis política que envolvía la supervivencia de la paz y de las instituciones nacionales, y los renunciantes estaban cediendo la mitad de un período cuya legitimidad había sido suficientemente cuestionada a nivel nacional como internacional. Aún así ese es el tipo de solución coyuntural que la nación debe evadir, más aún cuando no hay ninguna crisis que la imponga.
Convocar una reforma constitucional para algo tan mezquino, de interés sólo para los potenciales beneficiarios sería un precedente terrible y un baldón para el proceso democrático que reclama predominio del interés colectivo, consenso y consulta permanente. Y darle carácter retroactivo prolongando inconsultamente un mandato popular sería claramente inconstitucional.
Ya el movimiento cívico Participación Ciudadana adelantó que apoderaría a la Suprema Corte de un recurso para buscar la declaratoria de inconstitucional de la ley de convocatoria de la Asamblea Constituyente en caso de que sea aprobada.
Adefesio nati-muerto
Por más optimismo y ambición que destilen los auspiciadores del proyecto, éste carece de viabilidad. Es un auténtico nati-muerto al margen de la aprobación de los organismos partidarios y se cree que los dirigentes nacionales no van a exponerse a un rechazo de la sociedad para complacer las ambiciones desaforadas de algunos legisladores.
El pretexto de la permanente campaña electoral podría ser enfrentado de manera efectiva y democrática por los partidos y por el Congreso. Bastaría legislar para prohibir toda campaña y promoción electoral en las vías públicas y en los medios de comunicación 60 días antes de una elección. Eso debería incluir las campañas internas para elección de candidatos que debería realizarse sólo entre los miembros de los partidos sin ensuciar las vías públicas ni invadir los espacios de radio, televisión y periódicos.
En la mayoría de las democracias del mundo hay elecciones cada dos años y consultas como referéndum o plebiscito con frecuencia. Lo que no se permite es una campaña en las calles y los medios de comunicación durante largos meses como aquí, donde a menudo se adelantan un año a los comicios.
Por cierto que hay quienes creen que una regulación de la duración de las campañas y una limitación de las elecciones internas son urgentes para reducir los costos de la acción política. No sólo por lo que puede significar de economía en millones de pesos, sino para reducir las posibilidades de que los que tienen abundante dinero, incluido los traficantes de todo género, puedan amarrar a sus intereses a los candidatos a dirigir la cosa pública.
El proyecto de prolongación no pasará, pero servirá para evidenciar hasta qué punto una parte considerable de los que viven de la política son capaces de llegar en aras de sus intereses particulares, para mostrar su desprecio por los principios, en unos casos, y su ignorancia del origen y fundamento de la autoridades y la representación democrática, en otros.
Debe esperarse que al retorno esta semana de su viaje por Estados Unidos y Europa, el presidente electo, Hipólito Mejía, corte de un solo tajo verbal el entusiasmo de quienes creen que este país vive todavía en los tiempos de Conchoprimo. De esa forma contribuirá a crear el ambiente de respeto institucional en que debe arrancar el próximo período de gobierno.
Como también debe esperarse que el retorno de Mejía marque el inicio definitivo de la transición al nuevo gobiernos, superándose los dimes y diretes en que están envueltos algunos miembros de las comisiones bilaterales que se supone coordinan el traspaso de mando.
Ese diferendo público de la última semana es otra evidencia de que el liderazgo político no está a la altura que demanda la sociedad dominicana del siglo veintiuno.-