Por Juan Bolívar Díaz
A Alan García lo traté recién llegado a Lima en 1984 como embajador dominicano, cuando empezaba a deslumbrar como candidato presidencial de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) que Víctor Raúl Haya de la Torre fundó en 1930. A mediados de 1985, con tan solo 36 años, reivindicó a su padrino y líder a quien nunca se le permitió acceder a la presidencia del Perú, cuando su principal oponente fue el brillante alcalde de Lima Alfonso Barrantes, sustentado por un frente mezcla de marxismo y cristianismo.
Frente a la Izquierda Unida, el APRA se convirtió en mal menor, con la Alianza Popular de Belaúnde Terry en desbandada y los democristianos de Luis Bedoya degradados. El verbo se encarnó en aquellos comicios con los potentes discursos de Alan García y Barrantes que prometían redimir al Perú de sus males ancestrales. Al primero le faltaron pocos puntos para la mayoría absoluta, pero al segundo le sobraba nobleza y se negó a someter a su país a una segunda vuelta, consciente de que no tenía posibilidad de conseguir los votos de la derecha.
En la transición tuve el privilegio de estar par de veces con Alan, que tuvo empatía conmigo y con Mauricio Cuadra, embajador del triunfante sandinismo, por visiones políticas y porque ninguno de los tres acabábamos de anclar en los cuarenta. También porque él había sido compañero de apartamento de Hatuey de Camps en Francia, y era un fervoroso admirador de José Francisco Peña Gómez, por cuya suerte siempre indagaba.
Orador impetuoso como Peña Gómez, Alan sacudió la región desde su discurso inaugural, desafiando las políticas fondomonetaristas que en aquella “década perdida latinoamericana” imponía condiciones asfixiantes a los intentos democráticos y populares. Sus primeros dos años del quinquenio 85-90 fueron bastante buenos en términos generales, incluyendo una cierta recuperación de la crisis económica que había heredado de Belaúnde. Pero se derrumbó al tercero para terminar pagando el desafío al FMI con el desastre de la insostenibilidad, por caída de los precios de las materias primas, tasas de intereses hasta el 18 por ciento, altísima inflación y devaluación. Le cobró también la barbarie de Sendero Luminoso que trasladó el terrorismo más irracional desde la sierra andina hasta la Lima imperial.
Su legado no pudo ser peor, permitiendo que el autoritarismo de Ernesto Fujimori restaurara una vez más la dictadura, pero lo peor fue que junto a los suyos transitara el viejo camino de la corrupción y la descomposición en el poder. La inconclusa primera línea del tren aéreo, mostraba las huellas y Alan voló a Europa para evadir la justicia. Volvería para una segunda oportunidad (2006-11) cuando Perú registró alto crecimiento económico, favorecido por muy buenos precios de sus metales.
Esta vez su gestión fue aceptable, pero manchada por la corrupción. Convertido en caudillo, fracasó en fraguar sucesión y al terminar su gobierno el APRA ni siquiera pudo presentar candidatura presidencial. Tras la caída del fujimorismo los fiscales y los jueces se habían empoderado en Perú, con miles de sentencias por corrupción, de la que no pudieron escapar Fujimori, ministros de las fuerzas armadas, jueces de altas cortes, legisladores, periodistas y grandes empresarios, incluyendo magnates de periódicos y la televisión dominante.
La justicia peruana ha operado como ninguna en la región, y el escándalo Odebrecht la encontró en todo su esplendor. De ahí las prisiones de los expresidentes Ollanta y Kuczynski, de Keiko Fujimori, la orden de arresto contra el huidizo Toledo y la que disparó la semana pasada el dramático suicidio de Alan García, quien no se redime con una pretensiosa carta de inocencia.
Tremenda pena que Alan García no haya tenido el valor de defenderse, pretendiendo que una “cárcel política” fuera humillante, cuando sus antecesores del APRA conocieron hasta la saciedad de prisiones, asesinatos, exilios y clandestinidades. La realidad es que, como tantos que alcanzan el arrogante solio presidencial latinoamericano, se creyó por encima de las instituciones. La corrupción lo ha podrido casi todo en nuestra región, alentada por la impunidad, que por fortuna no está prevaleciendo en Perú.
Alan García se suma a las profundas penas que ha dejado la descomposición de Lula, de los Ortega, los Maduro, de Leonel y los Danilo. Llegaron abominando del pasado y prometiendo regenerar nuestra sociedad, y se han hundido en el pantano de lo indefendible. Y Alan pagó su vergüenza de manera dramática. ¡Qué Pena Alan, qué pena!