Por Juan Bolívar Díaz
Para todos los que creemos con certeza en los valores espirituales del cristianismo, la Navidad ha sido siempre un período de recogimiento e introspección, aún sin separarnos de las fiestas y comilonas a que algunos limitan la celebración. Debemos estar en nuestra realidad social, insuflándole algún grado de solidaridad, atendiendo precariedades circundantes, pero sobre todo proyectando remediar el desorden social, político y económico.
El mandato fundamental del cristianismo no es el abrazo circunstancial, ni la agarradera de manos dejando fuera los espíritus, sino tratar de amarnos los unos a los otros, lo que implica sensibilidad para comprender que el mundo que hemos construido es profundamente injusto y excluyente, por lo que estamos compelidos a trabajar por su transformación, para que quepan los sueños y necesidades de todos.
En esta víspera de la Navidad quiero respaldar el llamado del compañero Rafael Toribio, en su tradicional reflexión navideña, quien tras retratar parte de la descomposición en que se debate nuestra sociedad formula una apelación a “mantener la esperanza cuando la realidad presiona para perderla, mantener las dignidad en los fracasos y las adversidades”.
Es obvio que nuestro querido amigo está desafiando a los que tienen consciencia de que esta tierra precisa de sembradores y constructores, pero no del simple cemento y el asfalto, sino de las rutas que conducen a la liberación de los seres humanos, rompiendo las cadenas de la ignorancia, de la exclusión, de la discriminación y la postergación. Nos convoca a no dejarnos amilanar por el diagnóstico que nos sitúa en ruta de la desintegración social, por el desguañangue de nuestras instituciones, la proliferación de la violencia y la delincuencia, por la corrupción y su correlativo imperio de la impunidad y la complicidad, por el progresivo abandono del imperio de la ley y la imposición del más fuerte o audaz.
Como actor importante de la generación de los sesenta, Rafael conoce de todas las luchas y agonías por transformar la sociedad que recibimos de la más larga tiranía, de los avances y de los dolorosos retrocesos, por eso rechaza las deserciones y reclama mantener la dignidad, es decir no morder silencios y complicidades ni dejarnos vencer por las ofertas de quienes pretenden mercantilizarlo todo. “Y qué ha de ser de la vida si los que cantan no levantan su voz en las tribunas”…
Esta sociedad necesita con urgencia reducir la proliferación y el uso de las armas de fuego, pero también reordenar el tránsito terrestre que cobra más vidas, restablecer el imperio de la ley, frenar la impunidad, revalorizar la política rescatándola del pragmatismo salvaje en que ha caído, convertida en mercantilismo desenfrenado.
Necesitamos una verdadera y profunda transformación de la educación, que comience por exorcizar las manipulaciones históricas que han enraizado el despojo, la violencia y el crimen, la imposición, el abuso de lo colectivo, la burla de la ley y hasta el racismo en el alma de los dominicanos y dominicanas, que en gran proporción no se aceptan orgullosos de sus herencias culturales provenientes de la negritud y la mezcla de razas. Estamos invitados a hacer un alto en estos días para recuperar el espíritu de la Navidad y prometernos rechazar no sólo la violencia física, la corrupción y el despojo, sino también la violencia verbal, el discurso del odio, de la discriminación y la exclusión que lamentablemente se vierte hasta en los medios de comunicación y las redes sociales electrónicas.
La Navidad es para construir solidaridad y sembrar esperanzas.