En este continente latinoamericano de tantas ignominias y violencia institucionalizada, no hay un país que merezca más una oportunidad para la paz como Colombia. No es que la guerra comenzó con el asesinato de Gaitán que generó la indignación del Bogotazo con su devastación y tres mil muertos en 1948, como se pretende. No, la guerra data del origen mismo de la gran nación y se extendió como un fantasma inextinguible a lo largo del millón 142 mil kilómetros cuadrados de montañas, selvas, llanos y acuíferos donde cabe 24 veces la República Dominicana, a través de los dos últimos siglos, como cuenta Gabriel García Márquez en sus memorias Vivir para Contarla.
No fueron los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) ni los del Ejército Revolucionario del Pueblo, ni el Ejército Popular de Liberación los que iniciaron la guerra. Tampoco el Ejército de Liberación Nacional, el Frente Unido de Acción Revolucionaria ni el Movimiento 19 de Abril (M-19). Todas esas y otras nomenclaturas de tendencias soviéticas, chinas, cubanas o de orientación nacionalista fueron reacciones a dos siglos de violencia institucionalizada, a la guerra de los mil días, a la masacre de las bananeras de 1928, al asesinato de Eliezer Gaitán en 1948, al exterminio y el despojo oligárquico, del ejército, de grupos paramilitares, de la dominación bipartidista de liberales y conservadores, de la corrupción sin tregua ni límites y del asesinato selectivo que se llevó a una decena de candidatos presidenciales, a cientos de dirigentes políticos y a miles de militantes de partidos y grupos que se aferraron al juego de la legalidad.
No se puede hablar superficialmente de devolver la paz a una nación que nunca la ha tenido, donde la violencia es endémica. De lo que debería escribirse es de construir la paz para los 48 millones de colombianos que viven en su país y otros dos millones dispersos por el mundo, especialmente para los millones de desplazados, exiliados internos, para los despojados de la tierra y los herederos de la violencia.
Si larga ha sido esta ignominiosa cadena de genocidios, persistente también ha sido la búsqueda de la paz, una y otra vez fallida en las últimas cuatro décadas. Ningún observador honrado puede ignorar lo ocurrido con el M-19 que, tras el acuerdo de paz y desmovilización al caer los ochenta, se constituyó en Unión Patriótica, recibió el asesinato con su candidato presidencial Carlos Pizarro en 1990, cuando era un fuerte candidato a la presidencia. La misma suerte corrieron más de cinco mil exguerrilleros y militantes que se acogieron a la ley, exterminados selectivamente por los organismos de seguridad del Estado, los paramilitares y los sicarios de toda laya.
No hay dudas que la terrible suerte corrida por el desmovilizado M-19, el mismo que ocupó la embajada dominicana el 27 de febrero de 1980, con siete de sus diez miembros de su directorio nacional asesinados, ha dificultado en extremo todos los intentos de paz posteriores, especialmente con las FARC, la mayor organización guerrillera latinoamericana de todos los tiempos, que llegó a integrar entre 12 y 15 mil combatientes y dominó territorios más grandes que el dominicano. Manuel Marulanda Vélez, el legendario Tirofijo, prefirió extinguirse en su territorio liberado a dejarse matar en campaña electoral con un tiro en la frente como Carlos Pizarro, Jaime Pardo o Bernardo Jaramillo.
Tampoco hay dudas que la FARC se institucionalizó en la violencia de todo género, llegando al paroxismo del secuestro indiscriminado (se le cuentan hasta 27 mil), del asesinato atroz y la crueldad de las ergástulas, que no perdonó ni siquiera a mujeres que enarbolaban la paz y denunciaban la corrupción y la violencia institucionalizada como Ingrid Betancurt y Piedad Córdova, humilladas hasta lo inverosímil. Perdieron hasta la capacidad para interpretar el clamor internacional por la liberación de sus rehenes.
Ahora que llevan dos años de esfuerzos constructivos de paz, que han encontrado un interlocutor tan firme y decidido como el presidente Juan Santos, la sobreviviente jefatura de la FARC no puede encontrar el menor justificativo para el secuestro del general Rubén Darío Alzate y varios acompañantes que no estaban en combate. El tiempo ha demostrado que la guerrilla no tiene posibilidad alguna de ganar la guerra. Tampoco puede ya encontrar solidaridad ni apoyo internacional significativo. Pero por encima de todo, y ahora que hasta los familiares de las víctimas lo claman y se muestran dispuestos a perdonar, Colombia merece una nueva oportunidad para la paz.