Las pobres cuentas municipales

Por Juan Bolívar Díaz

Ningún impacto en la opinión pública tuvo la revelación esta semana de un estudio de la Cámara de Cuentas de la República sobre la administración de los recursos nacionales en los 155 municipios y 230 distritos municipales en los que se ha mini fragmentado el territorio nacional para que el reparto de lo público alcance a un mayor número de clientes, aunque sea con un pedacito del pastel.

Las violaciones a la ley 176-07 que debe regir las entidades municipales, y a las más elementales normas de administración y control de ingresos y gastos son como para que se dispusiera la intervención de una alta proporción de los cabildos. Pero aparentemente no hay autoridad preocupada por sancionar la malversación de los fondos públicos. Al fin y al cabo a los ayuntamientos y distritos municipales sólo llegó el 4.7 por ciento del total del gasto gubernamental en el esplendoroso año 2012, aunque la ley establece que deberían recibir el 10 por ciento.

No faltarán algunos cínicos que pretendan justificar el arrebato de la mitad de lo que corresponde a los municipios, bajo el argumento de que ellos no llevan cuentas claras de ingresos y mucho menos de los gastos. Pero entonces la ciudadanía debería negarse a pagar impuestos, habida cuenta que el país encabeza las 144 naciones incluidas en el índice de competitividad del Foro Económico Mundial en malversación de los fondos y en favoritismo de los funcionarios públicos, lo que se expresa en gran medida en el gobierno central y la mayoría de las entidades autónomas y descentralizadas del Estado.

Ante todo hay que resaltar la fragmentación territorial y poblacional patente en el estudio. Menos de la tercera parte de los municipios, cuarentiocho, cumplen el requisito legal de tener más de 15 mil habitantes y de generar ingresos propios de al menos el 10 por ciento de su asignación del presupuesto nacional. De los distritos municipales apenas 11cumplen con el requisito de más de 10 mil habitantes y generar ingresos propios del 10 por ciento, y de los 230 sólo 47, el 20 por ciento, alcanzan la población mínima legal.

Los ayuntamientos administraron el año pasado 19 mil 165 millones de pesos y los distritos 16 mil 174 millones, la mayoría sin cumplir las normas de los registros contables y financieros y los procedimientos de control de gastos, compras y pagos, lo que, según el informe de la Cámara de Cuentas, imposibilita el debido monitoreo. Desde luego, como se trata de parcelas del Estado que se utilizan para mantener maquinarias políticas clientelistas y familiares, se detectan serias discrepancias en sus nóminas de empleados y las registradas por la Contraloría General de la República. Hasta en distritos municipales con ínfimos presupuestos se pueden encontrar nominillas paralelas. Y la cantidad de empleados no guarda relación con los servicios municipales.

Según el estudio, el 85 por ciento de las entidades municipales no cumplen el mandato legal que limita el gasto de personal al 25 por ciento de los ingresos y en el 98 por ciento se gasta menos del 40 por ciento que según la ley deberían destinar a obras de infraestructura.

El presupuesto participativo que hace unos años creó tantas ilusiones ha venido en retroceso y sólo 53 municipios y 36 distritos municipales lo mantienen, sin que la investigación arrojara evidencias de que se le da seguimiento a los compromisos contraídos con la comunidad.

Lo que refleja el estudio de la Cámara de Cuentas es que las entidades municipales se administran a la conveniencia de sus autoridades, que se han afiliado al pragmatismo político de las nominillas, del nepotismo, y de la malversación sin escrúpulos de los fondos públicos. Todo ello al amparo de la impunidad prevaleciente en el país, donde no se sancionan ni los peores escándalos.

Lo peor es que la conciencia nacional parece anestesiada con tantas irregularidades y violaciones de las leyes fundamentales. Por eso llamó poco la atención el informe de la Cámara de Cuentas. No se ve razón alguna para que no prosiga la fiesta nacional de la malversación.-

Una gran oportunidad perdida

Por Juan Bolívar Díaz
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 Cuando la Suprema Corte de Justicia (SCJ) se inclinó reverente ante el presidente Leonel Fernández, entonces en verdadero aprieto por el nunca esclarecido escándalo de los bonos por 130 millones de dólares entregados a la empresa Sun Land, se frustró y empezó a revertirse el más significativo esfuerzo de la sociedad dominicana por institucionalizar la justicia y dar plena vigencia al Poder Judicial.

 Fue obvio para todos que la mayoría de los integrantes de esa corte se rindió ante las presiones del Poder Ejecutivo en la persona del presidente Leonel Fernández, quien había violentado el orden constitucional al autorizar un endeudamiento internacional sin la aprobación del Congreso Nacional. Con la agravante de que el empréstito se hizo clandestinamente, que el dinero no ingresó al Banco Central y que nunca se ha podido documentar convincentemente el destino que se le dio.

 En cualquier país de mediana intensidad democrática, ese escándalo hubiese con- llevado el procesamiento judicial de los responsables y probablemente la pérdida de los cargos que ocupaban. Desde luego que en ninguna nación donde funcionen las instituciones de la democracia podría producirse un fraude tan obvio y de esa magnitud y grosería.

 Para exonerar de responsabilidad al presidente Fernández y a su subalterno Félix Bautista, esa SCJ tuvo que renegar de su propia jurisprudencia, restringiendo la concepción de “parte interesada” que había consagrado y mantenido desde su sentencia del 8 de agosto de 1998 que declaró inconstitucional una limitación legal de la inamovilidad de los jueces, acogiendo una instancia de un grupo de organizaciones de la sociedad civil.

En el caso Sun Land, la SCJ declaró inadmisible la instancia de inconstitucionalidad negando esa facultad a un grupo de ciudadanos y al Partido Revolucionario Dominicano que recurrieron en sendos documentos del 15 y 18 de octubre del 2007. Tras más de un año, el 18 de diciembre de 2008, la corte restringió el derecho a los presidentes de las cámaras legislativas en base a la consideración de que solo le correspondía a ellos “siendo una potestad exclusiva del Senado de la República y de la Cámara de Diputados aprobar o no el préstamo a que se contraen las acciones en inconstitucionalidad en cuestión”.

Siempre se había considerado que aquella sentencia constituyó una prevaricación de los jueces supremos de la nación. Pero esta semana el país recibió la confesión del doctor Jorge Subero Isa, quien presidía la SCJ, de que “fue un crespón negro en la toga de los jueces”, que  al expediente Sun Land “se le dio una solución política”.

Es indiscutible que esa Suprema Corte tuvo múltiples realizaciones que implicaron importantes avances al saneamiento e independencia del Poder Judicial. Pero aquella claudicación ante el poder fue un lastre y abrió las puertas al retroceso, auspiciando que tras la reforma constitucional de 2010 el presidente Fernández se considerara sobre el bien y el mal, y constituyera una nueva Suprema Corte a su imagen y conveniencia personal, lo mismo que el Tribunal Constitucional y el Tribunal Superior Electoral, a partir del absoluto control del Consejo Nacional de la Magistratura.

Si hubo una corte que debió ser plenamente independiente del poder político fue la que presidió Subero Isa, entre otras razones porque sus integrantes no le debían el cargo al presidente de turno. Porque su elección fue fruto de un amplio consenso de las fuerzas políticas impulsado por las organizaciones más relevantes de la sociedad civil. Fue una gran oportunidad perdida para afianzar definitivamente la independencia de la justicia y la fortaleza institucional del Poder Judicial y para que ese colectivo judicial se inscribiera en las páginas gloriosas de la historia nacional.

Como tantas veces en la historia de la nación, esos jueces fueron incapaces de jugársela, con tres honorables excepciones, las de las magistradas Ana Rosa Bergés y Eglys Margarita Esmurdoc y el magistrado Julio Aníbal Suárez, a quienes el presidente Fernández cobró su osadía separándolos de la Suprema Corte de Justicia, tras la claudicación colectiva que lo instituyó intocable.

Temor al Estado de Derecho

Por Juan Bolívar Díaz
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Este viernes primero de febrero se han cumplido 12 años de la promulgación de la Ley 19-01, que instituyó el Defensor del Pueblo atendiendo a los reclamos de las organizaciones sociales más activas en la promoción de la institucionalidad democrática. Y el sábado 26 de enero se cumplieron tres años de la promulgación de la actual Constitución de la República, que le otorga rango constitucional. Ambos tiempos serían excesivamente suficientes para cumplir el mandato en cualquier sociedad donde impere siquiera medianamente el Estado de Derecho.

Cuatro períodos de gobierno se han agotado por parte de los dos partidos históricamente más comprometidos con los objetivos la defensoría del pueblo y que se han alternado en el dominio del Congreso, sin que la Cámara de Diputados haya seleccionado la terna instituida para iniciar la elección, y sin que el Senado la haya reclamado para cumplir su responsabilidad en la escogencia.

 También debe recordarse que cuatro legisladores, representantes de los tres partidos que han dominado el escenario nacional en el último medio siglo, han ostentado la presidencia de la Cámara de Diputados tras la aprobación de la ley y todos han prometido reiteradas veces que acatarían el mandato: Rafaela Alburquerque, reformista, entre 1999 y 2003; Alfredo Pacheco, perredeísta, 2003-06; y los peledeístas Julio César Valentín -2006-10-  y Abel Martínez, desde agosto del 2010.

Para comprender la  verdadera razón de tan persistente desidia no hay más que remitirse a los textos fundamentales. Sólo hay que leer los tres primeros artículos de la Ley 19-01. El primero consagra el Defensor del Pueblo como “autoridad independiente”, sin más limitante que la ley. El segundo señala el objetivo fundamental de “salvaguardar las prerrogativas personales y colectivas de los ciudadanos… en caso de que sean violadas por funcionarios… velar por el correcto funcionamiento de la administración  pública, a fin de que ésta reajuste a la moral, a las leyes, convenios, tratados, pactos y principios generales del derecho”. Y el tercero lo de “plenos poderes y facultades a fin de iniciar… cualquier investigación que conduzca al esclarecimiento de actos u omisiones del sector público y de las entidades no públicas que prestan servicios…”.

 La Constitución, en sus artículos 190 y 191 consagra la autonomía del Defensor del Pueblo: “se debe de manera exclusiva al mandato de la Constitución y las leyes”. Especifica la función esencial de “contribuir a salvaguardar los derechos fundamentales de las personas y los intereses colectivos y difusos… en caso de que sean violados por funcionarios u órganos del Estado, por prestadores de servicios públicos o particulares que afecten intereses colectivos y difusos…”.

 De la lectura de esas facultades se desprende la razón por la que 12 años no han bastado para elegir el Defensor del Pueblo: la responsabilidad de los legisladores y de los partidos dominantes con un sistema  violador del Estado de Derecho, y el temor a que los electos vayan a tomarse en serio las facultades que le confieren la Constitución y la ley, por las que amplios segmentos sociales y comunicadores han luchado durante décadas.

 Tras la promulgación de la ley del Defensor del Pueblo se pretendió burlar a la sociedad proponiendo a dirigentes de los mismos partidos o a personas vinculadas, pero como las organizaciones sociales protestaron enérgicamente, los diputados optaron por no cumplir el mandato legal. Es decir violar una vez más el Estado de Derecho.

 El desafío sigue pendiente, mientras se reiteran las promesas de acatar el imperio constitucional y legal. Hay que estar alerta para rechazar y denunciar todo intento de los agentes partidistas por apropiarse de esa función que corresponde a ciudadanos y ciudadanas con historial de compromiso en la lucha por la institucionalidad democrática. Si se van a expropiar la función, o atribuirla a gente manipulable, es preferible que sigan demostrando su temor al Estado de Derecho.

 

Ta bien que sí, pero que no”

Por Juan Bolívar Díaz
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En octubre del 2011 Amnistía Internacional publicó un informe sobre las violaciones a los derechos humanos en la República Dominicana con el impactante título de “Cállate si no quieres que te matemos”, donde una vez más documentó los atropellos policiales a los derechos humanos de los más pobres de la sociedad dominicana, especialmente las ejecuciones extrajudiciales que aquí se ha bautizado un tanto deportivamente como “muertos en intercambios de disparos”.

No es un invento que muchos delincuentes resisten el arresto, disparando a la policía, en cuyo caso nadie puede esperar que los agentes se dejen matar. Pero es que todos sabemos y se ha documentado de sobra incluso en vídeos que dan la vuelta al mundo, algunos de los cuales han quedado permanentemente en la Internet, que en la mayoría de los casos se trata de auténticas ejecuciones, asesinatos a mansalva a menudo  con abundancia de testigos, hasta en las camas de los perseguidos.

Más allá del primitivismo de esa política, que deja en manos de cualquier policía disponer quién vive y quién no en los barrios policiales, y más allá de la sensibilidad de quienes no se callan ante esas ignominias, está el hecho de que muchas veces los fusilamientos policiales persiguen cerrar y silenciar casos de múltiples implicaciones criminales, como del narcotráfico, que de esa forma quedan como definitivamente juzgados por una nota de prensa de la Policía Nacional, protegiendo a los mayores  responsables.

Es que además resulta absurdo otorgar el derecho a matar a una policía plagada de delincuentes, como queda evidenciado en la alta proporción de crímenes y delitos comunes en que se envuelven sus propios miembros y en los miles que han tenido que ser despedidos por violaciones que no dilucidan los tribunales ni la opinión pública.

En las últimas semanas se han producido acontecimientos conmovedores que seguro figurarán en el próximo informe de Amnistía Internacional, como en los de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y del Departamento de Estado norteamericano. Para mayor descrédito y vergüenza de los dominicanos.

Diputados que instruyen al jefe de la Policía Nacional para que le “den pa’ abajo” a los delincuentes, cardenal que pide que “les aprieten la tuerca”, jefe policial que decreta la muerte anticipada de perseguido, y se le ejecuta, informes de un comando especial de aniquilamiento y un alarmante incremento de los muertos por la Policía, más de tres mil en la última década, pese a lo cual la delincuencia sigue en incremento.

Esta semana se produjo un acontecimiento realmente insólito, cuando el joven Johancel Martínez Cabrera dijo lo siguiente ante el Juez de Atención Permanente del Distrito Nacional: “La Policía me ha pegado a mi muchísimos muertos. Yo me entregué por medio de la televisión, porque lo que quieren es matarme. No participé en eso que me están acusando, pero si usted me manda para la calle, la Policía me va a matar. Mándeme a La Victoria (la cárcel), déjeme preso para que no me maten”.

La ocurrencia no tiene precedente. Pero resalta hasta dónde ha llegado la política del Estado, que eso es, de ejecuciones al margen de la ley, de la Constitución y de los tratados internacionales. Ahora que el gobierno del presidente Danilo Medina parece empeñado en enmendar obscenidades, cualquiera alberga la esperanza de que disponga punto final a esa política. Que envíe cuanto antes al Congreso el proyecto de reforma de la Policía Nacional que ya tiene listo, y que proclame una forma civilizada de combatir la delincuencia. Que no sigamos indiferentes ante tantos crímenes a nombre del combate al crimen. Como dice la sabiduría popular “ta bien que sí, pero que no”.