En el salami es que está la fiebre

Por Juan Bolívar Díaz

Como siempre en este país de tantas irresponsabilidades y complicidades hay gente que anda por ahí rasgándose las vestiduras, buscando la fiebre en la sábana y no en el cuerpo enfermo, y llegan a pedir la cabeza de la directora del Instituto de Protección del Consumidor (Proconsumidor), Altagracia Paulino, por haber alertado sobre graves deficiencias en el salami nacional, en vez pedir la de los responsables de velar por la pureza del producto y la sanción de los fabricantes defraudadores.

Es obvio que Pro Consumidor debe evitar que paguen justos por pecadores, por lo que en principio vale la petición de que identifique los productores del salami deficiente o contaminado, o que diga cuáles marcas pasaron la prueba de los análisis. Pero hasta eso se banaliza cuando se lee que el 97 por ciento de la muestra analizada tenía un contenido proteico inferior al mínimo establecido; que el 51 por ciento arrojó nivel de nitrito de sodio superior al permitido por ser una substancia potencialmente cancerígena, y hasta que el 15 por ciento presentó bacterias de origen fecal.

 Se puede entender que esos porcentajes de graves deficiencias arrojan un balance que no ha permitido hacer excepciones, por lo que tampoco es fundamental identificarlos. En tal caso se justifica el alerta público, que por lo menos ha obligado a algunos a dar explicaciones y a la Dirección General de Normas y Sistemas de Calidad (DIGENOR) a adoptar previsiones para obligar a eliminar la fiebre.

 Debe tomarse en cuenta que fueron 258 las muestras analizadas procedentes de compras de salami en el Distrito Nacional y las provincias de Santo Domingo, Santiago, Duarte, Barahona y San Pedro de Macorís, y que abarcaron a 22 embutidoras.

También que la evaluación de su calidad fue hecha por personal y laboratorios de alta calificación como el Instituto de Innovación y Biotecnología Industrial y el Laboratorio de Control de Calidad del Veterinario Central.

 Es absolutamente injustificable que DIGENOR no hubiese adoptado hace tiempo la norma reglamentaria emitida de emergencia esta semana. Sobre todo porque desde el 25 de abril Pro Consumidor le había hecho una formal presentación de los resultados del análisis, al igual que al Ministerio de Industria  y Comercio y el Departamento de Control de Riesgos en Alimentos y Bebidas de la Dirección General de Salud Ambiental del Ministerio de Salud Pública, los días 23 de abril y 30 de mayo.

 Es tres meses después, y gracias al escándalo, que DIGENOR emite la Norma 67:19-100 que otorga un plazo de tres meses para que todos los embutidos sean etiquetados en español con la información relativa a los porcentajes de ingredientes de naturaleza animal o no, peso, fecha de vencimiento, tipos de carnes utilizadas, registros sanitario e industrial y el número de lote.

 Aparte de que el plazo de tres meses parece muy largo para adoptar esas providencias fundamentales para los consumidores, es verdaderamente lamentable saber que la normativa tenía un mes de haber sido adoptada con representación de fabricantes y de los diversos organismos públicos vinculados. Son normas comunes en la comercialización de alimentos generalizadas hace décadas en el mundo civilizado.

 Es lacerante también que por lo menos los grandes fabricantes no hubiesen tomado por sí mismos la iniciativa de consignar esas informaciones en sus productos y que esperaran un plazo conminatorio  y  el daño que se han autoinfligido con un escándalo que ellos mismos debieron evitar. Y vale consignar que también fueron informados en reuniones promovidas por Pro Consumidor a partir de mayo.

 Gravísimo es también que se haya informado que hay decenas de fábricas informales de salami, un producto vital, de altísimo consumo nacional y hasta de exportación.

 Por todo lo anterior hay que concluir en que la fiebre no está en la sábana, ni en Pro Consumidor, sino en el salami mismo, y que si ahora podemos combatirla es gracias al espíritu indomable de la dilecta Altagracita Paulino.

Vergonzoso aval del genocidio civil

Por Juan Bolívar Díaz
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Tuve que leer hasta la última letra la sentencia de los cinco magistrados de la Tercera Sala de la Suprema Corte de Justicia sobre el recurso de casación interpuesto por uno de los dominicanos descendientes de haitianos a los que se les niega la expedición de copias de sus actas de nacimiento, para creer que pudieran avalar el genocidio civil que se viene practicando con miles de personas.

 Ese dictamen no sólo es un adefesio jurídico, como sostienen los abogados recurrentes, sino también un acto de extrema inhumanidad que desnacionaliza a miles de personas de todas las edades y las condena a un ghetto sin precedente, en violación a preceptos jurídicos universales como el de la irretroactividad de la ley y la Constitución.

Con el agravante de que remite el caso al escenario internacional a través de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, donde la nación dominicana volverá a ser condenada.

Con un retraso de tres años y medio, inexcusable en un recurso de amparo sobre un asunto tan fundamental como el derecho a la identidad de un ciudadano, la corte rechaza el recurso de casación interpuesto por Emildo Bueno Oguis, nacido en Villa Altagracia, San Cristóbal, hace más de tres décadas sobre una sentencia del 30 de abril del 2008 del entonces denominado Tribunal Contencioso Tributario y Administrativo, que había avalado la decisión de la oficialía del Estado Civil de negarle la expedición de copia de su acta de nacimiento, atendiendo a una simple circular administrativa de la Junta Central Electoral.

 Irónicamente el dictamen encuentra al impetrante Bueno Oguis residiendo legalmente en los Estados Unidos, amparado en el pasaporte que legítimamente había obtenido con su documentación de dominicano.

Al parecer encontró más humanidad en las autoridades inmigratorias norteamericanas que le proporcionaron la residencia en base al pasaporte, ya que le resultó imposible presentar copia de su acta de nacimiento, para que pudiera reunirse con su familia.

 Para comprender la dimensión del abuso debe saberse que Bueno Oguis había obtenido copias de su acta de nacimiento una docena de veces para inscribirse en la educación primaria, secundaria y universitaria, para sacar su cédula personal de identidad y su pasaporte, para casarse y para otros actos legítimos de cualquier ciudadano.

Como él decenas de miles de descendientes de haitianos,  cuya inscripción como dominicanos era común pues se entendía que estaban amparados por la Constitución vigente y hasta por la ley de migración y su reglamento.

 Era tan obvio que esos actos del Estado Civil eran legítimos, que quienes en las últimas dos décadas empezaron a cuestionarlos, promovieron y consiguieron en el 2004 una modificación de la Ley de Migración para limitar el acceso a la nacionalidad de los descendientes de inmigrantes ilegales aunque nacieran en el país.

 Lo mismo restringieron el precepto del jus soli en la Constitución proclamada en enero del año pasado.

 Produce consternación la lectura de esa sentencia, donde los jueces supremos no aportan un solo argumento propio en una materia tan fundamental, limitándose a repetir los del Tribunal contencioso, avalando una aplicación retroactiva de la nueva ley de migración y de la Constitución del 2010 y evadiendo responder a cuatro de los cinco alegatos del recurso de  casación, como explicó por Teleantillas el reputado constitucionalista Cristóbal Rodríguez, abogado de Bueno Oguis.

 Nadie ha negado que la Junta Central Electoral tenga facultad para adoptar decisiones en materia de su incumbencia ni para emitir circulares, como avala la sentencia.

Lo que se objeta es que asuma facultades que corresponden a los tribunales, como establece el artículo 31 de la Ley 659 sobre Actos del Estado Civil.

Esta sentencia abre las puertas de par en par para que los afectados recurran ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos que ya en el 2005 dictaminó disponiendo la inscripción de dos niñas descendientes de haitianos proclamando que los hijos no pueden heredar la ilegalidad de sus padres.

Con más razón en casos como el de Bueno Oguis con décadas de inscrito. Sólo nos esperan nuevas condenas y escarnios internacionales.

¡Qué pena Sonia, qué pena!

Por Juan Bolívar Díaz
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A Sonia Pierre no tuve oportunidad de tratarla a fondo. No era el tipo de persona que confluía en mis ambientes sociales o profesionales. Fuera de seis o siete entrevistas de televisión en casi dos décadas, sólo una vez tuve oportunidad de conversar largo con ella, frente a frente en su oficina del Movimiento de Mujeres Dominico-Haitianas, a raíz de la penosa resolución de la Junta Central Electoral que discrimina la expedición de copias de sus actas de nacimientos a los dominicanos de origen haitiano.

 Durante casi dos horas escuché sus planteamientos y tuve la impresión de que estaba frente a una persona de profunda tristeza, que se le salía por los ojos, con un esfuerzo visible para contener las lágrimas. La última vez que escuché su voz fue en los días anteriores a la audiencia celebrada en octubre pasado en Washington por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el genocidio civil que implica la negativa a expedir copias de sus actas de nacimiento a los dominicanos descendientes de haitianos.

Me resultó obvio que ella no quería dar una entrevista, que no se sentía cómoda con el papel de enemiga de su país que le querían endilgar por el pecado de ser consecuente con sus orígenes. Llegó a decirme que esa no era una causa personal señalando que la llevaba una coalición de más de veinte instituciones.

En los últimos años sus luchas habían sido reconocidas por la Fundación Kennedy, por el Departamento de Estado norteamericano que la declaró Mujer Coraje, por Amnistía Internacional, por universidades e instituciones internacionales que la invitaban a exponer su causa, lo que no siempre podía aceptar.

Me hizo confidencias sobre las amenazas e intimidaciones de que era víctima, y le mortificaba especialmente por cuanto incluían a sus cuatro hijos y dos nietos. Y aunque le restaba importancia, sufría porque en los últimos años se había llegado al extremo de tratar de despojarla de la nacionalidad.

En una ocasión le hice contar por Teleantillas cómo había sido su infancia, tras haber nacido en 1963 en un batey de Villa Altagracia, casi en la capital dominicana. Y  cómo se levantó para hacerse profesional y luchar toda la vida. Todavía al morir muchos la trataban de haitiana 48 años después de haber sido declarada dominicana.

Como la Constitución  que regía cuando ella vino a este mundo cobijaba a todos los nacidos en el país, excepto los hijos de diplomáticos y de los extranjeros en tránsito, y como no de eran de los primeros, los declararon en tránsito. Y era cierto, Sonia como sus padres transitó hacia el fondo del terruño nacional.

A ella no se atrevieron a negarle la expedición de copias de su acta de nacimiento, pero la vergonzante sentencia de la Suprema Corte de Justicia que avala el despojo de la nacionalidad a decenas de miles de dominicanos descendientes de haitianos la golpeó en lo más recóndito del alma. Su corazón no pudo resistir la nueva embestida y apenas días después dejó de latir abrumado por la pena.

La intempestiva partida de Sonia Pierre nos deja un nudo en el alma y representa un rudo golpe al sentimiento humanitario de los hijos de esta tierra donde tantos llegaron sin visa desde que los europeos nos invadieron hace  más de cinco siglos, lo que no impidió que los recibiéramos y acogiéramos para convertirlos en dominicanos de ascendencia española, africana, libanesa, palestina, china, judía, japonesa o cocola. Pero también de donde más de un millón han partido para ser ciudadanos del mundo. Ellos mismos y sus descendientes son hoy dominico-americanos, dominico-españoles y un largo etcétera.

Qué pena Sonia que nos resulte tan difícil entender y aceptar que también puede haber y hay dominico-haitianos, lo que debería ser lo más natural del mundo dado que compartimos una pequeña isla dividida precisamente por los que llegaron sin pedir ni recibir autorización hace medio milenio.

¡Ay Sonia Pierre que el subsuelo de esta tierra tan perturbada te resulte más leve y que algún día podamos reivindicarte como lo que fuiste: un monumento humano de dignidad, coherencia y coraje! ¡Cuánta pena acumulaste y cuántas penas nos dejas ilustre hermana dominicana!

No hagamos como el avestruz…

Por Juan Bolívar Díaz
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Cada vez con más frecuencia los dominicanos y dominicanas pasamos la vergüenza de leer o escuchar denuncias y evaluaciones reveladoras de nuestras miserias  institucionales, altos niveles de corrupción, malversación y falta de transparencia, y precariedad de los servicios fundamentales determinada por la ausencia de prioridad en las inversiones públicas.

Ya el informe de competitividad internacional del Foro Económico Mundial nos ha calificado como  campeones universales en malversación de los fondos públicos y en desconfianza en la policía, y competimos por los últimos peldaños en calidad de la educación, embarazos de adolescentes, muertos a manos de la policía, en favoritismo de los funcionarios públicos y en otros renglones.

Lo peor es que nos hemos acostumbrado a las denuncias y ya nada parece conturbarnos ni conmovernos. Nada nos espanta ni quita el sueño. Hemos perdido nuestra capacidad de asombro y entendemos que genéticamente estamos incapacitados para cumplir la Constitución y las leyes y cualquier norma que nos demos. La reacción es de indignación y descalificación de quienes nos desaprueban, creyendo que resolvemos el problema apelando a la soberanía nacional y a un nacionalismo hipócrita y dicotómico que la globalización universal sepultó.

Fuimos tan lejos en el salvajismo institucional que pasamos cuatro años negando las actas de nacimiento a miles de ciudadanos porque son descendientes de haitianos. Aquí no valieron ni las sentencias judiciales en contra y no rectificamos hasta que en la OEA, en el Departamento de Estado norteamericano, en el Congreso de los Estados Unidos y en la Universidad George Washington nos dijeron casi al unísono  que eso es inaceptable, que así como hay méxico-norteamericanos, dominico-americanos y dominico-españoles, puede también haber dominico-haitianos.

Esta semana el embajador de Gran Bretaña, al hablar en un evento oficial ante las máximas autoridades judiciales, incluyendo al presidente de la Suprema Corte de Justicia y al Procurador General de la República, y en el recinto sede de estas instituciones, denunció la corrupción, que se expresa en el tráfico de influencias y la extorsión, como dañino para la imagen de la nación y la inversión extranjera.

Debe estar demasiado motivado el embajador Steven Fisher para denunciar en ese escenario que por “inconvenientes asociados a la corrupción una importante empresa británica se fue hace poco del país”, y que otra ha sido objeto de una “tentativa de soborno muy grande”.

No se trató de una declaración improvisada. El embajador Fisher pronunciaba una conferencia en un evento que se supone parte de los esfuerzos que se realizan ante las Iniciativas Participativas Anticorrupción que promueven organismos internacionales, por las que este 2011 que declina fue denominado como “Año de la Transparencia y la Institucionalidad”.

Pero el mismo día, miércoles 23 de noviembre, el embajador de Estados Unidos, Raúl Izaguirre,  pronunciaba otra conferencia ante la Cámara de Comercio Dominico Americana, en la que retaba a esta sociedad a superar graves deficiencias como las de educación y electricidad, el clientelismo político y la precariedad energética.

En la misma jornada la prensa recogía los resultados de una auditoría que muestra la malversación de 700 millones de pesos en el Instituto Agrario Dominicano, y daba cuenta del piquete realizado por canjeadores de cheques al Consejo Estatal del Azúcar, cuyo director anterior -ahora en otro cargo gubernamental- les dejó con cheques sin fondos por 15 millones de pesos, que tres meses después no han podido recuperar.

Ya se ha producido la clásica indignación contra el embajador británico,  cuando lo procedente que el titular del Departamento de Lucha contra la Corrupción, allí presente, le pidiera una cita para iniciar una investigación. ¿Cuántos creen que lo hará y que terminará en sanciones? Algunos son tan descarados que se atreven a sugerir que Fisher se inventó esa denuncia para “dañar el buen nombre de la nación”. Y en vez de indignarse contra el pecado y los pecadores, lo hacen contra el conferenciante invitado.

Siempre con las riendas tensas

Por Juan Bolívar Díaz
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Estoy obligado a expresar la gratitud que me embarga por el homenaje  del que me hizo objeto el viernes la comunidad académica del Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC), conjuntamente con cuatro de los mejores colegios secundarios de esta capital, y al que se sumaron tantos colegas y amigos para satisfacción de mi familia allí presente.

 El reconocimiento fue tan cálido e intenso que arrancó lágrimas a muchos de los presentes durante su largo discurrir de casi cuatro horas, especialmente por las representaciones teatrales y artísticas de alumnos de los colegios Santa Teresita, Babeque Secundario, Triumphare y Lux Mundi, elaboradas a partir de entrevistas de apenas hora y media, conversaciones con familiares y amigos y consultas de artículos.

 Lo más impresionante fue cómo me interpretaron teatralmente, cómo captaron las esencias de mis orígenes y vida personal y profesional, así como criterios esenciales introduciendo la música de los bateyes de donde provengo, con la indumentaria de los guloyas y hasta de las desafortunadas Estrellas Orientales que tanto me han enseñado a persistir en la batalla por los “sueños utópicos” labradores de progreso. Incluyeron poemas y canciones preferidas, salteadas de testimonios de compañeros y familiares.

 Tengo que dar crédito al histrionismo humano y teatral de esos muchachos y muchachas, y por supuesto a los directores de sus grupos que son conocidas figuras de las tablas nacionales, así como a directores y profesores de esos centros docentes que tomaron con tanto entusiasmo el “Día del INTEC con Juan Bolívar Díaz”, en la XVII celebración de un programa que persigue el “reconocimiento y promoción de las acciones y los valores más enaltecedores, encarnados por destacadas personalidades del quehacer intelectual, artístico, científico, tecnológico y empresarial”.

 Mi gratitud al Consejo Académico, al Rector Rolando M. Guzmán, a la decana de Ciencias Sociales y Humanidades Migdalia Martínez y a profesores y estudiantes que hicieron posible este homenaje que ellos motivaron en lo que estiman “significativo aporte al periodismo nacional de radio, prensa y televisión, así como al desarrollo de la sociedad civil, los valores de la democracia y los derechos humanos en el país”.

También agradezco a los comunicadores que se asociaron al homenaje, en particular a los que participaron en un panel testimonial: Lidia Ariza, Silvio Herasme Peña, Ramón Emilio Colombo y Rafael Toribio.

 Si bien este reconocimiento pudo haber sido extemporáneo, puesto que sigo activo y en plenitud de salud y decisión de continuidad, me alienta y reafirma el compromiso con los valores esenciales que pautan la comunicación y la hipoteca social del periodismo. Por de pronto me hizo de nuevo habitante del tiempo ido, de caminos y sueños compartidos y de esos “tantos hermanos que no los puedo contar, en la loma y el llano, en el campo y la ciudad”.

 Me gratificaron hasta niveles inmerecidos y me hicieron recordar a Goytisolo en sus palabras para Julia, cuando nos dice que “un hombre solo, una mujer, así tomados de uno en uno, son como polvo, no son nada”. Muchachas y muchachos rescataron mi devoción por León Felipe al recordar que “la cuna del hombre la mecen con cuentos, que el llanto del hombre lo taponan con cuentos, me han dormido con todos los cuentos y sé todos los cuentos”, mientras abrían armónicamente los paraguas amarillos del 4 por ciento del PIB para la educación.

 De nuevo volví  a enarbolar el testamento leónfelipiano que convertimos en afiche en los días gloriosos del diario El Sol, al final de los setenta, cuando obligamos a la Gulf and Western a devolver 38 millones de dólares que correspondían al pueblo dominicano: “voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo, que lo que importa no es llegar solo y de prisa, sino con todos y a tiempo”.

El o la desafiante 7 mil millones

Por Juan Bolívar Díaz

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Tengo dudas de que dentro del desconcierto de gritos, descalificaciones, intolerancia y exclusiones que caracteriza el debate nacional hayamos puesto suficiente atención a las advertencias formuladas por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (FPNU) por el advenimiento del ciudadano o la ciudadana 7 mil millones a este mundo en descomposición ecológica, económica y urbanística.

 Los desafíos son ya inconmensurables para la conciencia pensante de la humanidad, a nivel mundial, regional y nacional, porque los problemas del desequilibrio del planeta, la aglomeración urbanística, el agotamiento de reservas energéticas y, acuíferas y las crecientes dificultades para alimentar y dar empleo a una población mayoritariamente joven, penden sobre toda la humanidad como espada de Damocles.

 Es que llegó el o la 7 mil millones, pero cuando alcance la edad promedio estaremos recibiendo el 10 mil millones y al final de su vida serán 15 mil millones de seres humanos, según las proyecciones del FPNU. Ya hoy más de la mitad de la población es joven, en alta proporción excluida del reparto de los beneficios sociales, con escasos servicios de educación y creciente dificultades para encontrarse con un empleo digno que de seguridad a su futuro.

 Hacinados en megápolis, cada vez con mayores dificultades de equilibrio ecológico y de servicios fundamentales de transporte, vivienda, agua y educación, cientos de millones de desempleados y excluidos serán una amenaza para la seguridad y la convivencia. La simple bipolarización de la población, con más del 50 por ciento por debajo de los 25 años y 25 por ciento sobre 60, representará enormes desafíos.

 Nosotros estamos en una de las regiones más privilegiadas del mundo, pero al mismo tiempo, de las que registra mayor crecimiento poblacional y peor distribución del ingreso, y en una subregión que ya alcanza alarmantes tasas de violencia homicida y delincuencia que amenazan la seguridad general.

Aquí en la República Dominicana, quien marcó el 7 mil millones fue una niña, hija y nieta de adolescente, subsidiaria de la pobreza y la ignorancia, que vino a recordarnos que tenemos la tasa de embarazo adolescente más alta del continente, y entre las mayores del mundo, expresión de incapacidad hasta para decirle a los niños y niñas que pueden administrar sus impulsos sexuales, o por lo menos evitar que se traduzcan en prolongaciones que terminen de frustrar sus vidas cuando apenas desputan.

Ni siquiera estamos seguros  de cuantos somos en la media isla ni en ella completa, ya que todavía no hemos aprendido a contarnos y cada censo concluye en incertidumbre, como el de hace un año, cuyos resultados no han podido ser procesados porque el dinero no nos alcanza para esos lujos. Pero podríamos haber estado recibiendo la habitante 10 millones y la veinte de esta isla indivisible y única, cosa que una buena parte todavía no acaba de entender. Más difícil es prever cuántos seremos para mediados del siglo. Aventuremos conservadoramente que 27 o 28 millones, y 35 o 38 millones para cuando llegue el próximo.

Si ya los desafíos son enormes para las presentes generaciones, sólo hay que imaginarse lo que serán para los hijos y nietos que les esperan. Qué clase de sociedad y de convivencia queremos heredarles. Con el agravante de que cada vez será más difícil encontrar desahogo en la migración, que en el último medio siglo abrió espacios vitales a más de dos millones de dominicanos y haitianos que, por demás, han enviado remesas sin las cuales la pobreza y el atraso serían descomunales.

Me temo que la llegada de nuestra 7 mil millones no ha sido suficientemente ponderada. Probablemente porque estamos demasiado ocupados en agenciarnos, con excesiva anticipación, quién será el administrador de nuestros excesos y miserias a partir de agosto venidero. Tal vez porque no queremos dejarnos atrapar por el pesimismo, o porque, en última instancia, el Señor proveerá.

 

Macondo está entre nosotros

Por Juan Bolívar Díaz

De verdad hay que reconocer cuan ilusos fuimos todos los que creímos que con la desaparición de Joaquín Balaguer, -el más acabado producto del primo-conchismo político de comienzos del siglo pasado- el país daría un salto a la modernidad con todo lo que conlleva de cambios de paradigmas, de institucionalidad y de abolición de la corrupción política y social.

 Desafortunadamente nuestros políticos se han dedicado a apostar a cuál reproduce con mayor efectividad los viejos métodos del clientelismo, el reparto de lo público y el cinismo, mientras hablamos de transparencia e institucionalidad. Los gestos, los silencios, sordera y mudez y hasta las inflexiones sonoras del más prolongado caudillo de nuestra azarosa historia se eternizan como emblema de sagacidad, ponderación y capacidad política que vergonzantemente se admira.

 Desde nueve meses antes de una elección andamos en caravanas de automóviles lujosos consumiendo un combustible cada vez más caro  que nos regalan o robamos, mientras en los principales partidos se desarrolla una doble campaña, de los candidatos del 2012 y de los que quieren serlo cuatro años después y  para colmo de ridiculez dicen que juegan un papel institucional.

 Este es el país que tiene una docena de embajadores ante las Naciones Unidas, 36 vicecónsules en Nueva York y 22 en Miami, más de 300 viceministros o subsecretarios y más de 250 generales, pero paga 8 mil pesos a los maestros y cinco mil a los policías para que hagan lo que puedan por contener el atraso y la delincuencia.

Pagamos un millón de pesos a Jacques Attalí para que nos diga lo que todos ya sabemos, para luego ignorar todas sus conclusiones, incluyendo la necesidad de invertir al menos 5 por ciento del producto bruto en educación, y luego firmamos compromisos internacionales de invertir un 5.5, pero declaramos enemigos a los necios que insisten en reclamar por lo menos el 4. El gobierno tiene miles de comunicadores en sus nóminas y doblega cada vez más la independencia de los medios, pero auspicia campaña para denunciar a un puñado de peligrosos agentes de la subversión o de los enemigos de la nación.

Tenemos que poner en retiro a unos jueces que han pasado de los 75 años limites, pero andamos a todo costo buscando una brecha para burlar la flamante Constitución o colarlos en una de las nuevas altas cortes, porque no pueden vivir fuera del entramado público. Mientras un subjefe de cómputos se autoproclama jefe  forzando la dimisión de su superior y los representantes de la institucionalidad lo premian. En tanto se arrea a los legisladores como ganado para que aprueben al vapor una ley que entrará en vigencia más de dos meses después. Pero dos meses no han sido suficientes para persuadir a un cónsul en Boston a que entregue el cargo del cual fue relevado por su presidente.

Nos  asombramos de que se roben y despeguen un avión en un aeropuerto internacional  en horas en que nada se mueve allí pero estamos resignados a que militares y policías dirijan el narcotráfico y todo género de actividad delincuencial mientras matamos a miles de muchachos pobres que salen a “buscarse lo suyo”.

Nos robamos las barandillas de los puentes, desmantelamos las torres eléctricas y el alambrado público, las espadas y los bustos de nuestros héroes, o las reliquias de los museos, para incrementar nuestras exportaciones de minerales, y  robamos doce veces una misma iglesia y asaltamos hasta al cura que nos confiesa.

Dios mío! Quién hubiese creído que Gabriel García Márquez era un “chivito excedido de frutas tropicales. Su Macondo con todo y su siglo de soledad se han quedado chiquititos. ¡Mete tu mano Señor!

 

 

 

!Por fin el Reglamento de Migración!

Por Juan Bolívar Díaz

Todos los preocupados por el desbordamiento de la inmigración en este país  saturado de atrasos y pobreza, debemos celebrar que esta semana el Presidente de la República promulgara el Reglamento a la Ley General de Migración 285/04 y colocarnos en verdadera vigilancia para que no se quede en letra muerta y rinda los frutos esperados.

Desde luego esa vigilancia debe ser mayor de parte de ese segmento de la población que se califica por una enfermedad sicosomática denominada anti-haitianismo que los impulsa al insulto y al griterío, incapaz de razonar más allá de lo que creen derechos soberanos, que se niegan a reconocer la realidad de que los haitianos están ahí, y que serán vecinos por siempre, con los que tenemos que entendernos mediante normas, pactos y contratos.

Una parte significativa de la sociedad dominicana tiene propensión a enjuiciar las relaciones dominico haitianas con emotividad y prejuicios extremos, tanto que no pudieron registrar lo que dijo la secretaria de Estado norteamericana Hillary Clinton en su reciente visita al país, respondiendo con insultos y descalificaciones, lo que llevó al embajador Raúl Izaguirre a transcribir sus palabras en un artículo publicado en el Listín Diario el viernes 21.

Lo primero resaltante es que a Hillary le preguntaron periodistas dominicanos, y al responder comenzó ponderando la solidaridad dominicana con Haití a raíz de la catástrofe del 2010. Y reconoció el derecho soberano de esta nación a establecer normas sobre su seguridad fronteriza o nacionalidad. Pero advirtió, así mismo, que los inmigrantes son sujetos de derechos, aludiendo específicamente a los descendientes de haitianos que fueron inscritos como ciudadanos dominicanos y ahora se les está privando de sus derechos, lo que es inaceptable en la comunidad internacional.

La respuesta de Hillary fue amplia, conceptuosa y hasta con ribetes autocríticos cuando aludió a que en Estados Unidos también han confrontado posiciones extremas, ponderando el equilibrio entre los derechos soberanos y los derechos humanos. El estado de Arizona, por ejemplo, ha adoptado legislaciones extremas para limitar la inmigración, lo que ha generado un amplio rechazo en ese país y de parte de líderes estatales y sociales norteamericanos y de América Latina. Aunque allí no han llegado al extremo de pretender quitarle la ciudadanía a los millones de extranjeros descendientes de inmigrantes ilegales.

Pero qué bueno que ya tenemos un Reglamento a la Ley de Migración, aunque nos tomó siete años promulgarlo, pese a que muchos lo reclamamos sistemáticamente. Podemos disentir de algunos de sus planteamientos, pero es la ley que nos hemos dado y ahora debemos cumplirla.

La nueva normativa pone a prueba nuestra capacidad para organizarnos en un asunto de tanta importancia y trascendencia. Establece responsabilidades a las autoridades y a los empresarios contratantes de mano de obra y prevé mecanismos justos para las detenciones y deportaciones.

El cumplimiento de esta normativa es fundamental para despejar el criterio de que el desorden inmigratorio, como el emigratorio, se alimenta del tráfico de seres humanos ejecutado por empresarios, funcionarios y buscavidas que han hecho fortuna a lo largo de las últimas décadas.

Los inmigrantes haitianos, casi todos ilegales, representan hoy día más del 80 por ciento de la mano de obra de toda la agricultura nacional así como de la próspera industria de la construcción. Sería irracional pretender que podamos prescindir de ellos, razón por la que se impone su reglamentación.

Pero también es imprescindible que entendamos que no son invasores, que somos nosotros los que los hemos buscado y empleado y explotado. Y si los vamos a tener con nosotros, también tenemos que reconocerles derechos, como a los dominicanos y dominicanas que saturan y originan rechazo en Puerto Rico, en Estados Unidos, España, Italia, Holanda, Suiza, en todas las islas del Caribe inglés, francés y holandés y en Centroamérica y varias naciones sudamericanas. Ni más ni menos. Ya una vez me declaré en este mismo espacio con alma de migrante. Y defiendo sus derechos, aunque me traten de traidor, vende patria y asalariado de Estados Unidos.

 

Aciertos en la política exterior

Por Juan Bolívar Díaz

No solo la laboriosa y honorable proporción de origen palestino y árabe que es  parte significativa de la dominicanidad debe sentirse satisfecha por la visita del primer ministro de Palestina Mahmoud Abbas, recibido con los honores que merece por el Gobierno del presidente Leonel Fernández, sino toda la sociedad dominicana.

 Satisface también el anuncio de que el Estado Palestino abrirá en Santo Domingo una embajada y que esta será sede central en la promoción de las relaciones de esa nación con la región del Caribe y toda América Latina. Eso ha sido posible gracias a la firme determinación del Gobierno dominicano de reconocer los derechos del pueblo palestino.

 Ha sido una valiente decisión, dada la obsoleta dependencia de la política exterior dominicana de las posiciones e intereses de los Estados Unidos,  más allá de toda equidad y racionalidad, y ninguna mezquindad puede impedir ese reconocimiento.

 Por las raíces de árabes y palestinos en el país y sus múltiples contribuciones al crisol racial y de nacionalidades que constituyen la dominicanidad, pero también por elemental justicia internacional, tenemos que seguir dando apoyo a los justos reclamos para que el Estado Palestino sea una realidad plena  en el escenario internacional.

 Nada puede justificar que más de seis décadas después de constituido el Estado de Israel en territorios que entonces eran de dominio palestino, se esté condicionando el reconocimiento del Estado Palestino a que a los israelíes les dé la gana de aceptar las infinitas resoluciones y clamores internacionales  para que haya lugar para todos bajo el sol. Sólo los intereses económicos, las miserias y el oportunismo de la política electoral determinan la posición de los gobernantes norteamericanos.

El reconocimiento del Estado Palestino tiene que ser acompañado de la promoción de la convivencia en paz de  los rivales del Medio Oriente y no al revés.

Valga la circunstancia para reconocer la amplitud de la política exterior del presidente Fernández, que abandonó el tradicional aislamiento dominicano ante el mundo árabe y que nos hace recordar que África también existe, reivindicando la soberanía nacional. Está pendiente la realidad de la República Popular de China, a pesar del cariño y la gratitud por el pueblo de Taiwán que debió  conseguir reconocimiento como nación de haberlo buscado en vez de empeñarse en pretender que su minúsculo territorio y población eran la inmensa China de 1,300 millones de habitantes.

Por la visión y vocación internacionalista del presidente Fernández su política exterior es de las mayores prendas de sus tres períodos gubernamentales. Y es una lástima que haya sido opacada parcialmente por los excesos de embajadores botellas en los organismos internacionales, por las decenas de vicecónsules, por los viajes excesivos a ritmo mensual, por las desproporcionadas misiones y delegaciones y el gasto desmesurado.

Tampoco le han ayudado a obtener el justo reconocimiento los desbordamientos de alabarderos y turiferarios que ven al presidente Fernández liderando el esfuerzo por concretar la paz entre judíos y palestinos, en lo que han fracasado numerosos líderes de las naciones determinantes, o los que pretenden que le sobran los méritos para obtener el Premio Nobel de la Paz. Lo que nadie debe discutirle es el mérito de haber abierto al mundo las relaciones de la República Dominicana.

 

Reparemos las ventanas rotas

Por Juan Bolívar Díaz

Los tantos que creen que el auge de la criminalidad y la consiguiente inseguridad en el país se deben al “garantista” código procesal penal, o a que la pena máxima está limitada a 30 años de prisión, deben leer acerca de la “teoría de las ventanas rotas”, desarrollada por dos cientistas sociales norteamericanos, James Wilson y George Kelling, en los años ochenta cuando Nueva York estaba asediada por el crimen.

 Comenzó en el sistema de transporte subterráneo que era el lugar más inseguro de aquella ciudad. Los cientistas siguieron los experimentos del profesor Phillip Zimbardo, de la Universidad de California, que había originado la teoría de que si se rompe el vidrio de una ventana en un edificio y no se repara, pronto la gente lo verá como normal, se romperán otros y pronto el edificio devendrá en una ruina.

 Hacía años que el Metro newyorkino era una ruina con enormes pérdidas. Sucios, ruidosos y malolientes, tanto las estaciones como los vagones. Calor horrendo en el verano y frío glacial en el invierno. Las máquinas de boletos dañadas y muchos entraban sin pagar, arrojando pérdidas. Reinaba allí la ley de la selva, por lo que la tasa de criminalidad del subterráneo duplicaba la del resto de la urbe.

 La conclusión fue brillante. Reparemos todas estas ventanas rotas para imponer un nuevo orden. No comenzaron reprimiendo ni aumentando penas, sino limpiando, pintando, cambiando vagones deteriorados por otros con aire acondicionado y calefacción, colocando nuevas máquinas, multiplicando la vigilancia con policías eficientes y bien pagados. Entonces se elevaron las multas para el que se metiera “de chivo” o ensuciara y se habilitaron estafetas para pagarlas.

El resultado fue ”milagroso”.  La gente reparó también su comportamiento y de un año a otro las tasas de criminalidad en el Metro cayeron abruptamente. Fue entonces que el alcalde Rudolph Guiliani reprodujo el método en toda la urbe y empezó a reparar ventanas, edificios y barrios enteros de la ciudad y mejoró la policía hasta establecer su autoridad. Cosechó también una extraordinaria reducción de la delincuencia y Nueva York recuperó la seguridad.

Es lo que tenemos que hacer en la República Dominicana. Reparar todas las ventanas rotas de nuestro edificio social y no perdernos en consideraciones falsas. Antes muchos creían que el auge de la delincuencia era importado de Nueva York por los dominicanos deportados, lo que logramos disipar apelando a las estadísticas. Sólo son una ínfima minoría de los delincuentes. Esta sociedad genera sus propios criminales, en su inmensa mayoría sin salir del país.

Si por dureza de penas fuera, aquí la policía ha matado cuatro o cinco  mil delincuentes y presuntos delincuentes, incluyendo muchísimos inocentes, en los últimos quince años, sin darle siquiera oportunidad a defenderse. Y la criminalidad alarma cada semana más. Son pocas las sentencias de 30 años que se dictan, por lo que el problema no está en ese límite.

Nuestra incapacidad para reparar las ventanas rotas es obvia cuando se discute si tenemos que comprar tecnología o perros amaestrados para impedir que los presos tengan celulares en las cárceles. Asumimos que no tenemos autoridad en  capacidad para lograrlo. Porque los custodios los incautan para venderlos de nuevo o alquilarlos a los mismos prisioneros. Y en vez de ampararnos en los códigos, se plantea que ignoremos las garantías que establece la misma Constitución.

Tenemos que comenzar a reparar todas las ventanas rotas del edificio social, comenzando por la Policía y las Fuerzas Armadas, a imponer la ley en las calles, a trancar siquiera una parte de la corruptocracia nacional, a respetar el patrimonio público, a reducir los signos exteriores de riqueza mal y bien habida. Si autoridades civiles y militares, gobernantes y políticos de todos los partidos son ladrones y asaltantes, no habrá razón para que los cientos de miles de jóvenes sin oportunidades respeten las reglas del juego social dominicano.