No hagamos como el avestruz…

Por Juan Bolívar Díaz
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Cada vez con más frecuencia los dominicanos y dominicanas pasamos la vergüenza de leer o escuchar denuncias y evaluaciones reveladoras de nuestras miserias  institucionales, altos niveles de corrupción, malversación y falta de transparencia, y precariedad de los servicios fundamentales determinada por la ausencia de prioridad en las inversiones públicas.

Ya el informe de competitividad internacional del Foro Económico Mundial nos ha calificado como  campeones universales en malversación de los fondos públicos y en desconfianza en la policía, y competimos por los últimos peldaños en calidad de la educación, embarazos de adolescentes, muertos a manos de la policía, en favoritismo de los funcionarios públicos y en otros renglones.

Lo peor es que nos hemos acostumbrado a las denuncias y ya nada parece conturbarnos ni conmovernos. Nada nos espanta ni quita el sueño. Hemos perdido nuestra capacidad de asombro y entendemos que genéticamente estamos incapacitados para cumplir la Constitución y las leyes y cualquier norma que nos demos. La reacción es de indignación y descalificación de quienes nos desaprueban, creyendo que resolvemos el problema apelando a la soberanía nacional y a un nacionalismo hipócrita y dicotómico que la globalización universal sepultó.

Fuimos tan lejos en el salvajismo institucional que pasamos cuatro años negando las actas de nacimiento a miles de ciudadanos porque son descendientes de haitianos. Aquí no valieron ni las sentencias judiciales en contra y no rectificamos hasta que en la OEA, en el Departamento de Estado norteamericano, en el Congreso de los Estados Unidos y en la Universidad George Washington nos dijeron casi al unísono  que eso es inaceptable, que así como hay méxico-norteamericanos, dominico-americanos y dominico-españoles, puede también haber dominico-haitianos.

Esta semana el embajador de Gran Bretaña, al hablar en un evento oficial ante las máximas autoridades judiciales, incluyendo al presidente de la Suprema Corte de Justicia y al Procurador General de la República, y en el recinto sede de estas instituciones, denunció la corrupción, que se expresa en el tráfico de influencias y la extorsión, como dañino para la imagen de la nación y la inversión extranjera.

Debe estar demasiado motivado el embajador Steven Fisher para denunciar en ese escenario que por “inconvenientes asociados a la corrupción una importante empresa británica se fue hace poco del país”, y que otra ha sido objeto de una “tentativa de soborno muy grande”.

No se trató de una declaración improvisada. El embajador Fisher pronunciaba una conferencia en un evento que se supone parte de los esfuerzos que se realizan ante las Iniciativas Participativas Anticorrupción que promueven organismos internacionales, por las que este 2011 que declina fue denominado como “Año de la Transparencia y la Institucionalidad”.

Pero el mismo día, miércoles 23 de noviembre, el embajador de Estados Unidos, Raúl Izaguirre,  pronunciaba otra conferencia ante la Cámara de Comercio Dominico Americana, en la que retaba a esta sociedad a superar graves deficiencias como las de educación y electricidad, el clientelismo político y la precariedad energética.

En la misma jornada la prensa recogía los resultados de una auditoría que muestra la malversación de 700 millones de pesos en el Instituto Agrario Dominicano, y daba cuenta del piquete realizado por canjeadores de cheques al Consejo Estatal del Azúcar, cuyo director anterior -ahora en otro cargo gubernamental- les dejó con cheques sin fondos por 15 millones de pesos, que tres meses después no han podido recuperar.

Ya se ha producido la clásica indignación contra el embajador británico,  cuando lo procedente que el titular del Departamento de Lucha contra la Corrupción, allí presente, le pidiera una cita para iniciar una investigación. ¿Cuántos creen que lo hará y que terminará en sanciones? Algunos son tan descarados que se atreven a sugerir que Fisher se inventó esa denuncia para “dañar el buen nombre de la nación”. Y en vez de indignarse contra el pecado y los pecadores, lo hacen contra el conferenciante invitado.

Dos inversiones escandalosas

Por Juan Bolívar Díaz
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El gobierno ha inaugurado recientemente dos obras construidas por la Oficina de Ingenieros Supervisores de Obras del Estado (OISOE) con costos  verdaderamente escandalosos, que ameritan una auditoría de la Cámara de Cuentas, y explicaciones del Colegio Dominicano de Ingenieros, Arquitectos y Agrimensores (CODIA) que en el pasado tanto se ocupaba de la pulcritud en las construcciones públicas.

A principios de mayo pasado fue inaugurada una cárcel construida en Higüey con inversión de mil 200 millones de pesos, cinco veces los 242 millones de pesos que costó una similar que edificó la Procuraduría General de la República en Moca, puesta en servicio a fines del 2009. El segundo escándalo lo constituye el edificio de estacionamiento de vehículos para la Universidad Autónoma de Santo Domingo, inaugurado el primero de junio con un costo de mil millones de pesos, que según constructores privados debe estar sobrevaluado en cien por ciento.

Ambas edificaciones tienen en común un largo período de construcción. La cárcel de Higüey fue iniciada en el 2005, después que unos 140 presos hacinados en una ergástula murieron quemados. El estacionamiento de la UASD fue de la decena de obras contratadas en el 2006, que serían construidas en 18 meses con los famosos pagarés por 130 millones de dólares  que el gobierno puso en manos de la Sun Land. Entonces apenas se removió tierra para las edificaciones contratadas por la OISOE, porque como debemos recordar, aquello fue una verdadera estafa nunca esclarecida ni sancionada.

 Las dos cárceles son recintos modernos, amplios, con todas las áreas que demanda un centro de rehabilitación, como los que viene auspiciando la Procuraduría General de la República, en un nuevo modelo penitenciario iniciado en el gobierno de Hipólito Mejía, pero que se ha desarrollado durante la gestión de Leonel Fernández, con el entusiasmo del doctor  Radhamés Jiménez Peña y su extraordinario equipo.

Las dos edificaciones son bastante similares e incluso la de Moca tiene una capacidad ligeramente mayor, ya que puede albergar  mil 200 internos, mientras la de Higüey albergaría mil 152, es decir 48 menos, aunque mucho más espaciosa, con mayor extensión en áreas recreativas y deportivas, y un sistema electrónico de seguridad.

Pero no hay explicación ni justificación para que el recinto de Higüey haya costado cinco veces más, a no ser que la Procuraduría es un modelo de austeridad y la OISOE por lo menos de dispendio. Por cierto que mientras la del costo escandaloso tomó seis años, la de Moca se hizo en el tiempo récord de diez meses.

El parqueo de la UASD tiene que ser uno de los más costosos en su género en cualquier parte del mundo. Baste considerar que con capacidad para estacionar mil 248 vehículos costó mil millones de pesos, lo que significa 801 mil 282 pesos por cada estacionamiento, motivo de escándalo entre ingenieros constructores consultados. El costo de construcción ha salido a 35 mil 975 pesos por metro cuadrado, lo que casi duplica el de una torre de Gazcue o Naco, que anda por los 20 mil pesos, sin contar costo del terreno ni impuestos, como tampoco lo hubo en el parqueo de la UASD.

Desde luego, hay que tomar en cuenta que las torres están divididas en apartamentos con terminación de mármol o granito, con puertas y ventanas de maderas preciosas, entre tres y cuatro sanitarios por apartamento, balcones, piscina, jardines, áreas de entretenimiento y plantas eléctricas. El estacionamiento de los mil millones es cemento pulido y pintado, en siete galpones superpuestos y ascensores.

No hay manera de asimilar que se haya invertido mil millones de pesos en un edificio de estacionamiento en una universidad donde faltan pupitres, escritorios para maestros, aulas ventiladas, laboratorios y hasta sanitarios. Si esto no es malversación, hay que inventarle algún calificativo más adecuado, mientras discutimos el nuevo paquete impositivo.

Salvador Jorge Blanco

Por Juan Bolívar Díaz
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En medio de las festividades  navideñas se apagó la vida del doctor Salvador Jorge Blanco, uno de los pocos presidentes dominicanos que salió del poder sin que tuvieran que sacarlo, con menos bienes materiales de los que llegó, viviendo en la misma casa sin el menor lujo hasta su hora final, sin una fundación, y sin una cuenta bancaria en el exterior, pero el único que fuera condenado por corrupción.

En la presidencia de la República durante el período 1982-86, no fue un dechado de virtudes, ya que se rodeó excesivamente por algunos que hicieron fortunas en negocios al amparo del poder y permitió que otros utilizaran recursos del Estado para actividades políticas. Por ello perdió parte de su brillo inicial  y decepcionó a quienes esperaban mucho más de un civilista como fue durante casi toda su vida. En alguna medida fue víctima de las expectativas que creó y a la que la sociedad dominicana tenía derecho en aquella transición a la democracia que él mismo había empujado como abogado y jurista, como político y senador.

Jorge Blanco fue un presidente humilde que no se aferró al poder y por el contrario quiso desmontar el aparataje que ha acompañado la gestión gubernamental desde los días de Pedro Santana hasta los de Leonel Fernández. Abriendo las puertas del Palacio Nacional, parando en los semáforos y acompañado por una discreta escolta. Presentó un proyecto de reforma constitucional para prohibir la reelección presidencial y constituir un tribunal de garantías constitucionales que las pasiones políticas de su propio partido relegaron.

Había tenido una vida pública coherente, renunciando a la Unión Cívica Nacional por el golpe de Estado contra el gobierno de Juan Bosch, defendiendo la soberanía nacional en 1965, y durante años su talento jurídico fue puesto al servicio de las mejores causas, incluyendo la defensa de los perseguidos políticos. En la presidencia del Senado en 1978 no vaciló en hacer aprobar la ley de amnistía que reivindicó los derechos humanos y políticos de cientos de prisioneros y miles de exiliados, en momentos en que el gobierno de su partido daba largas a aquel compromiso político.

Durante sus dos primeros años de gobierno, el presidente Jorge Blanco impuso un régimen de austeridad y honradez en la administración pública que lamentablemente se fue eclipsando en la segunda mitad. La poblada de abril de 1984 marcó indeleblemente su régimen, cuando unas 80  personas fueron muertas por las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional en aquella desastrosa tarea de contener la poblada originada en uno de los terribles ajustes económicos que entonces imponía sin ningún amortiguamiento ni compensación social el Fondo Monetario Internacional.

Cuando le responsabilizamos en un editorial de El Nuevo Diario, nos llamó por teléfono para explicar que su pecado había sido no autorizar la militarización de las calles desde el primer día como le recomendaban los aparatos de seguridad del Estado. Lo hizo tarde cuando el saqueo y la violencia superaron la capacidad de la policía y ya entonces los militares hicieron lo único que se les había enseñado: disparar a matar.

Hay que recordar que Jorge Blanco gobernó en la plenitud de la llamada “Década Perdida”, cuando la única economía que se sostuvo fue la de Colombia, gracias al auge de sus exportaciones de drogas. Al final entregó el poder habiendo pagado el precio del saneamiento de la economía, con el peso a 2.80, tras haber llegado a 3.25 por dólar, para que Joaquín Balaguer lo llevara al 14 por uno cuatro años después.

Su peor pecado fue el de cobardía, el no haberse defendido enérgicamente del circo que montó Joaquín Balaguer desde el Palacio Nacional para garantizarse otros tres períodos de gobierno. Y parece que esta sociedad perdona hasta los peores delitos pero no la cobardía. Lo hundió aquel intento de asilo en vez de responder con valor ante un teniente-juez y una cohorte de incondicionales.

Pero el presidente Salvador Jorge Blanco no merecía la humillación ni la prisión vejatoria a que fue sometido como un peligroso criminal. Tarde fue reivindicado por una Suprema Corte que lavó la vesania política, la cobardía y la complicidad de otra. Merece el descanso y la paz que no logró en esta vida.