Obama: de que podemos, podemos

Por Juan Bolívar Díaz

La victoria de Barack Obama llegó justo en el momento en que Estados Unidos, nosotros y todo el mundo la necesitaba, haciendo retoñar las esperanzas de un mundo mejor, donde la paz sea el fruto de la conjugación de la diversidad con la colaboración y la solidaridad, fomentando abiertamente la causa de la justicia, tomando partido valientemente por la libertad.

 Y no pudo haber ganado la Casa Blanca de Washington sobre mejor montura. Un auténtico mestizo,  hijo de negro llegado sin escala de Kenia en el sudeste de África, y de madre blanca de Kansas, orgulloso de sus orígenes, con tía inmigrante  indocumentada en busca de mejor vida como millones de seres humanos de todo el universo, incluyendo a cientos de miles de dominicanos y de haitianos.

 Unos pocos meses atrás pocos imaginaban que fuera posible ver a este Barack Hussein ganar la presidencia de los Estados Unidos. No sólo por lo de negro, sino por sus ascendencias paternas musulmanas, con un segundo nombre “provocativo” y además invocando cambios profundos para redistribuir riquezas, sin inclinarse ante los poderes establecidos, fueren económicos, religiosos, políticos o mediáticos.

 Obama irrumpe en el mundo creando ilusiones de un nuevo liderazgo político y moral, para este nuestro tiempo, acariciando esperanzas, rehaciendo utopías con los retazos de sueños que los vientos de cola del siglo pasado dispersaron. Su firme discurso repara humillaciones, alienta a cicatrizar frustraciones y a renovar la convicción de que podemos construir otro mundo.

 Lo relevante de este triunfo ayer nomás casi inconcebible, es que se monta sobre un discurso y una carrera política corta pero coherente, que parte de agrupamientos comunitarios de una enorme urbe como Chicago, y se compromete con todos los que tienen alguna cuenta en el rosario de insatisfacciones de nuestra época.

 Se trata de un triunfo motivado en la convicción de que sí se puede construir otro mundo, rechazando firmemente el genocidio de Irak, las políticas de Llanero Solitario de George Bush y los fundamentalismos que pretenden un mundo unipolar, unidireccional y uniconfesional, aplastando la libertad de conciencia, imponiendo a los demás sus particulares creencias y confesiones.

 Por todas esas y muchas otras razones, la celebración de Chicago fue una fiesta global, una conmemoración de la esperanza, bautizada en ríos de lágrimas que salían de rostros patéticos que parecían congelados en el tiempo y que se multiplicaban a través de las pantallas en todas las latitudes, desde las ciudades de las luces a aldeas como Nyangoma Kogelo, en el distrito de Siaya  en Kenia.

  Había motivos de sobra para que los insatisfechos de todo el mundo se sintieran parte del espectáculo del Grant Park de Chicago donde Obama pronunció su esperanzador discurso de la victoria. Por el momento se trata de un triunfo contra todos los oportunismos, tradicionalismos y escepticismos, desechando las impudicias de un realismo que degrada la política.

 El memorable discurso de esa noche alienta esperanzas. Obama fue hilvanando los hitos que constituyeron su sorprendente ascenso en una campaña construida por los trabajadores, dólar a dólar, con la fuerza de los jóvenes que rechazaron el mito de la apatía generacional, con la convicción de que todavía es posible el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo más de dos siglos después que fuera evocado por Lincoln.

 Llama a reparar los valores de la democracia norteamericana, a “reconstruir la nación bloque a bloque, ladrillo por ladrillo, mano encallecida sobre mano encallecida”, con un nuevo espíritu de sacrificio, de patriotismo y de responsabilidad en la que cada uno se preocupe no sólo de sí mismo, sino también del otro.

 Obama no sólo planteó reparar las alianzas rotas por la prepotencia imperial sino que se dirigió a los que en todos los rincones del mundo seguían el histórico acontecimiento, prometiéndoles un nuevo amanecer de liderazgo estadounidense, convencido de que aunque nuestras historias son diversas, tenemos un destino compartido y de que la fuerza auténtica de su nación no proviene del poderío de las armas, ni siquiera de las riquezas, sino del poder duradero de sus ideales: la democracia, la libertad, la oportunidad y la esperanza.

 Barack Obama respondió a los incrédulos, a los acomodados, a los tibios, a los resignados de aquí, de allá, de esos lugares, que se burlan hasta de la esperanza, y demostró que sí se puede. Con inteligencia, integridad y humildad. Que de que podemos, podemos.

Una sola España, aunque diversa

Por Juan Bolívar Díaz

Merece ser celebrada la revalidación del gobierno del presidente José Luis Rodríguez Zapatero y del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) conseguida en las elecciones del pasado domingo desechando y espantando el espectro de las dos España que algunos se empecinan en revivir.

Celebración de una reelección de un partido empeñado en rescatar la coherencia ideológica, que apostó y arriesgó con la concreción de proyectos de igualdad y respeto por la diversidad, acordes con una herencia histórica y reivindicaciones aplazadas. Reelección conseguida sin disipar un solo euro del patrimonio común de todos los españoles. Donde no jugó el Estado ni un nuevo caudillo, sino un partido que enarbola principios ideológicos y los pone en juego.

El resultado electoral del domingo fue un triunfo de la razón frente a aquellos que persisten en poner un sello confesional en un cuerpo social que lo rechaza, elemento desencadenante de tragedias en un pasado que la gran mayoría de los españoles no querrá reeditar.

Se ha intentado de nuevo dividir a España en dos y –eso sí de lamentarse- el resultado de las urnas mantiene vivo el fantasma por cuanto acentúa la bipolarización con la pérdida de representación de Izquierda Unida y de los nacionalistas vascos y catalanes, víctimas del predominio del “voto útil”.

Es impresionante el mapa político dibujado en las urnas con los socialistas dominando el sur, el nordeste y el norte vasco y los conservadores con una franja transversal central desde el noroeste al sudeste, abarcando Madrid.

Aunque fue la segunda derrota consecutiva para el Partido Popular y su candidato Mariano Rajoy, no ha sido por eliminación, sino por decisión dividida de los electores y electoras. Ambos partidos crecieron y los ganadores se quedaron a seis escaños de la mayoría absoluta de los diputados. Podrán gobernar ahora con menos presión, gracias a una política de inclusión de las minorías que choca con la exclusión de la derecha.

Pero no podrán los socialistas llamarse a engaño ni sobre-estimar su situación. El PP seguirá siendo un gran partido, representante genuino de las fuerzas tradicionales del autoritarismo y las exclusiones, que reconoce la diversidad pero no la respeta y la quiere anular en una época en que el mundo se ha fraccionado. Hoy el número de naciones duplica al que había cuando la guerra dividió a España.

Ahora el desafío es mayor para Rodríguez Zapatero y el PSOE que tendrán que afianzar el Estado democrático y social que se dieron los españoles y españolas en la histórica transición de la segunda mitad de los setenta, apelando a las energías renovadoras de aquellos días que permitieron lanzar a España al centro mismo de Europa, las del rey Juan Carlos y el presidente Adolfo Suárez,  de Santiago Carrillo, Manuel Fraga y Felipe González, de Enrique Tierno Galván y  Leopoldo Calvo Sotelo.

El mantenimiento del PSOE en el poder se puede celebrar porque ese partido ha sido el que más ha aportado al progreso y a la modernización de España, la que ha gobernado en dos tercios de la actual etapa democrática, no sin errores y extravíos, pero mostrando capacidad para rectificar.

Y también porque los socialistas son los más consecuentes y sinceros frente a las legiones de inmigrantes, más de cien mil de ellos dominicanos y dominicanas, a quienes plantean incorporar, incluir en la vida y el bienestar español, al que ellos están contribuyendo.

En España hay motivos para celebrar, por la diversidad, el rescate de los planteamientos ideológicos, y del sentido de justicia, porque allí se promete gobernar de verdad para todos los españoles y españolas, pero especialmente para los que no tienen de todo, como planteó Rodríguez Zapatero a la hora de la victoria.

Entre San José y Santo Domingo

Por Juan Bolívar Díaz

Cuando hace pocos meses mi hija Hilda visitó San José, la capital de Costa Rica, por un seminario laboral, no tuvo mucho tiempo para darle una mirada profunda, pero al retornar me llamó eufórica para comentarme que esa no es ciudad al lado de Santo Domingo, que le faltaba modernidad.

Le refuté de inmediato, diciéndole que a lo mejor ella no había visto bien, y que probablemente estaba confundiendo a su ciudad capital con el perímetro central del circuito Naco-Piantini y el Mirador Sur donde se ha levantado un impresionante parque multifamiliar.

La invité a ver hacia ambos lados del puente de la calle Padre Castellanos para que comprobara si aquello superaba a San José.

Creo que terminó un poco avergonzada de su planteamiento inicial.

San José como toda Costa Rica es una de las ciudades de menores contrastes en América Latina, porque en esa nación el ingreso se ha distribuido mejor que en todas las de la región. Ella figura entre los primeros ocho países de mayor desarrollo humano entre los 34 del continente en los informes de los organismos internacionales; República Dominicana entre los últimos ocho. Los índices de educación y salud de los ticos contrastan con los nuestros. A diferencia de los dominicanos ellos disponen de acueducto, energía eléctrica, buen sistema de seguridad social, suficientes escuelas de todos los niveles y alcantarillados pluviales y sanitarios.

Costa Rica es, como República Dominicana, un país bendecido por Dios y la naturaleza. Ellos son menos bulliciosos y más austeros. Su parque automovilístico no es más lujoso que el de los países europeos, como el nuestro. Las clases medias no necesitan una mansión para realizarse, hay menos corrupción y delincuencia, y hace tres o cuatro años su presidente tuvo que devolver un carnet honorífico que le dio aquí Cap Cana, porque en Costa Rica hasta los presidentes respetan los códigos legales y éticos. Aún en cosas de poca monta.

Hay otra diferencia importante entre estas dos naciones. Allá, en la “Suiza centroamericana” hace 60 años que unos visionarios encabezados por José Figueres decidieron suprimir el ejército y se han economizado unos cuartos largos que ayudaron a que ahora los jóvenes no tengan que engancharse a guardias y policías por salarios de hambre, ni emigrar en yolas.

Aunque “para cada quien tiene un nuevo rayo de luz el sol y un camino virgen Dios”, como proclamó León Felipe, yo escogería el camino al desarrollo que trillan los ticos, si tuviera oportunidad de decidir.

Como también de ninguna forma me construiría una mansión, y ni siquiera una piscina, antes de asegurarme energía eléctrica, agua potable, seguridad social, educación y otros elementos “de la modernidad” para mi y los más cercanos.

Porque estoy convencido de que invirtiendo ahora en esos renglones garantizaré que mis hijos y nietos puedan vivir mejor y con ellos las futuras generaciones.

Por esas y otras razones, me cuesta tanto entender que haya muchas personas racionales defendiendo que hayamos concentrado tan alta inversión en una línea de Metro que sólo beneficiará al uno por ciento de la población, cuando figuramos en los últimos escalones en las mediciones internacionales sobre calidad de la educación y el servicio energético.

Resulta entristecedor ver –más allá de los acarreos propagandísticos-  a multitudes de pobres pugnando enloquecidamente para entrar al Metro pre-inaugurado a seis o nueve meses de su conclusión, mientras allí cerca, en Los Guaricanos no hay suficientes aulas y los residentes tienen que pagar 75 pesos para que cada día les llenen un tanque de agua contaminada.

No sé si es cosa mía o pura filosofía, pero prefiero el camino al desarrollo de San José a los sueños de niños que pautan el de Santo Domingo.