Por Juan Bolívar Díaz
La reelección del presidente George Bush en los comicios del pasado martes han significado un revés para la causa de los demócratas, no sólo de los Estados Unidos, sino también de todas partes del mundo, pero de ninguna forma puede ser equiparado al final de la civilización.
Es verdaderamente preocupante que la mayoría del electorado norteamericano haya hecho prevalecer una concepción de gobierno que defiende el derecho a la fuerza en cualquier parte del mundo al margen de los principios en que se ha fundado el avance de la convivencia internacional en por lo menos un siglo. Incluso por encima de los organismos que, como las Naciones Unidas, fueron forjados en nombre de la civilización y los supremos valores humanos.
Más deplorable por cuanto Estados Unidos fue de los forjadores de ese orden internacional, que si bien lo irrespetó cada vez que sus líderes lo creyeron conveniente, por lo menos no hicieron doctrina ni calificaron de irrelevante a los organismos internacionales ni de desfasados aún a sus aliados de la vieja Europa.
Hay temores generalizados de que el triunfo de los fundamentalistas norteamericanos, representados por Bush, Cheney y su grupo, ensanche la profunda brecha que los separa de gran parte del liderazgo democrático mundial y en los propios Estados Unidos, que lucen más divididos que nunca, tanto en los asuntos domésticos como internacionales.
Los temores a una reelección de Bush se habían expresado ampliamente por todas partes y especialmente en Europa y América Latina, basados en lo que su concepción de salvador del mundo representa para la supervivencia del orden internacional edificado en las últimas décadas.
El escritor británico John Le Carré lo sintetizó en un artículo reproducido el 21 de octubre por el diario madrileño El País: Seguramente ningún presidente estadounidense en la historia ha despertado un odio tan generalizado en el extranjero como Geroge W. Bush: por su unilateralismo matón, su desprecio a los tratados internacionales, su indiferencia temeraria respeto a las aspiraciones de otras nacionales y culturas, su desdén por las instituciones de gobierno mundial y, sobre todo, por abusar de la causa del antiterrorismo para desencadenar una guerra ilegal y ahora la anarquía- en un país que, como tantos otros en el mundo, sufría una dictadura espantosa, pero no había tenido nada que ver con el 11-S, ni poseía armas de destrucción masiva, ni tenía antecedentes de terrorismo salvo como aliado de Estados Unidos en una guerra sucia contra Irán.
Frente al hecho consumado queda en primer lugar el consuelo de que casi la mitad de los norteamericanos, sobre todo los más vinculados al resto del mundo, los residentes en las dos costas, en las grandes ciudades del nordeste y del norte, en las mayores concentraciones urbanas, los intelectuales y artistas, coincidieron con la preocupación que fuera de los Estados Unidos llegó a abarcar al 70 por ciento.
Resalta nuevamente la capacidad de manipulación de las grandes masas humanas, ya que según encuestas más del 40 por ciento de los norteamericanos seguían creyendo que Irak fue responsable de os ataques del 11 de septiembre y que poseía armas que ponían en peligro la seguridad de los Estados Unidos.
Los grandes medios de comunicación escritos y la intelectualidad norteamericana no pudieron revertir las convicciones de que Bush y su política representan la salvación de la democracia y la sociedad estadounidense. En algunos de los reductos más aislados y conservadores del sur y el centro de Estados Unidos, el voto por las políticas de Bush abarcó hasta casi dos tercios.
La reelección de Bush, con una proporción de votos superior a la de hace 4 años, y con mayor control de las cámaras legislativas, es una peligrosa carta de legitimación a sus pretensiones de llanero solitario salvador del mundo, de la democracia y de la fe cristiana.
Pero no tiene que representar una catástrofe, porque tanto en Estados Unidos como en todo el mundo prevalecerán inmensas legiones en la lucha por un nuevo orden internacional más justo y basado en los principios que han sido fundamento de la democracia universal.