Redefinición del rol policial

Por Juan Bolívar Díaz


Tuve la satisfacción de escribir el prólogo y presentar esta semana el libro del general  Juan Tomás Taveras Rodríguez titulado Redefinición del Rol Policial, Garantía de la Seguridad Ciudadana, contentivo de la monografía con la que coronó su diplomado de Altos Estudios Policiales. Es el fruto de las inquietudes intelectuales de un joven oficial de la Policía que aún estudia comunicación social y derecho y quien ha participado en numerosos seminarios y cursos que le han permitido acumular una concepción moderna sobre la función policial, básica en el ordenamiento social contemporáneo.

Taveras Rodríguez toma distancia definitiva de la concepción autoritaria tradicional de la policía, militarista, represiva, distante de la población, que ha predominado en el país y a la que lamentablemente sigue aferrada una buena parte de la sociedad dominicana.

Aboga por los conceptos de una Policía Comunitaria, “dirigidos a transformar a todo el cuerpo de policía administrativa, en especial el de seguridad pública, en una institución orientada al servicio de la comunidad, conforme a los principios de la proximidad y coparticipación de las comunidades en la identificación y solución de las problemáticas referidas a la seguridad de los habitantes”.

El libro de Taveras plantea la sustitución de la tradicional ideología de la seguridad, basada en la represión y el castigo, por una visión proactiva encaminada a la prevención del crimen y el delito, así como al mantenimiento del orden y de la paz ciudadana, al manejo de las relaciones  comunitarias y a la identificación de escenarios de potenciales conflictos.

Todo el libro de Taveras Rodríguez es un atrevimiento fruto de los avances democráticos de la sociedad dominicana donde ya un general puede plantear abiertamente sus criterios sin temor a represalias, donde la función policial, como la militar, tiene que estar sometida a la transparencia del debate público, con participación de sus miembros.

Llega a reclamar la inclusión de la Policía Nacional en los consejos de gobierno y a fundamentar la eficiencia y la responsabilidad profesional en un “código de ética que paute la actuación de los miembros de la organización y a la vez les sirva de instrumento de conservación y promoción de los valores institucionales”.

Plantea las profundas limitaciones formativas de la Policía Nacional, en la que apenas el 6 por ciento lo constituyen profesionales, el 3 por ciento bachilleres, 3 por ciento cadetes activos y sólo el 1 por ciento técnicos en investigaciones criminales. El restante 87 por ciento está urgido de un gran esfuerzo de capacitación que los ponga en capacidad de asumir el rol que les corresponde.

Al abogar por la comunitarización y profesionalidad de la institución policial, el general Taveras propone fortalecer las especialidades en las diversas áreas investigativas para conformar una “Policía Investigativa Técnico-Científica”. La educación de la base deberá fortalecerse en lo concerniente a las modalidades modernas de policía preventiva e investigativa, con la debida formación humanística y de protección de los derechos humanos para “sustituir el carácter militarista que poseen sus modalidades pedagógicas, la estructura curricular y el orden interno de los institutos formativos”.

El autor no se arredra ante nada y presenta la escala salarial de la Policía, donde un sargento cobra mensualmente apenas 3 mil 600 pesos, un teniente primero 5 mil 900 y un coronel 11 mil 125 pesos. Entonces clama por un sistema de motivación e incentivos que proporcione estabilidad social, protección, vacaciones, horarios racionales de trabajo y retiro digno para dignificar y hacer atractiva la carrera policial a recursos humanos cada vez más capacitados para enfrentar los desafíos de la criminalidad.

Taveras Rodríguez se atreve a plantear que no basta una reforma de la ley policial, que es necesario transformarla profundamente, equiparla y tecnificarla para ponerla en condiciones reales de enfrentar la creciente delincuencia que tanto preocupa hoy a los dominicanos.

Este libro llega en un momento muy oportuno. Debe ser leído por todos los que se preocupan por la seguridad ciudadana, especialmente por aquellos que siguen creyendo erróneamente que la delincuencia en la sociedad contemporánea se puede erradicar simplemente a tiros y macanazos.

Lo primero es constituir una Policía Nacional capaz, dotarla de los recursos técnicos y humanos que requiere, vincularla a las comunidades, hacerla eficiente. Eso requiere inversión, mejorar substancialmente sus salarios y multiplicar su formación técnica y profesional. De lo contrario la delincuencia terminará atentando no solo contra la seguridad nacional, sino también contra las fuentes de ingresos, como el turismo.

Muestras de precariedades institucionales

Por Juan Bolívar Díaz

Nuestras precariedades son tan grandes que a menudo celebramos acontecimientos que no son otra cosa que expresión clara y contundente de irrespeto a las instituciones y de inmadurez democrática. El gran acontecimiento de la semana fue para la opinión pública el que los partidos e instituciones públicas y funcionarios gubernamentales lograron acuerdos en el llamado Diálogo Nacional para superar una serie de diferendos.

De un lado, gobierno, Liga Municipal Dominicana, Federación de Municipios y dirigentes políticos se pusieron pactaron para devolver los equipos que habían sido arrebatados a una parte de los ayuntamientos, para elaborar un proyecto de ley que regule las policías municipales y para reducir del 10 al 8.55 por ciento la proporción de los ingresos fiscales que el próximo año será destinado a los municipios.

Por otra parte los tres partidos mayoritarios fueron inducidos, a nombre del Diálogo Nacional, a firmar un comunicado conjunto comprometiéndose a “salvar” el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Centroamérica y a crear una comisión que proponga modificaciones a la impracticable Ley de Primarias.

Siguiendo el orden podemos decir que jamás debió producirse el arrebato de los equipos pesados a los ayuntamientos para pasarlos a los gobernadores provinciales o a los inexistentes Consejos Provinciales de Desarrollo. Fue una expresión de regresión tanto por la forma en que se hizo sin previa discusión institucional, por el uso de la fuerza y porque fue la negación del principio de la descentralización y del municipio como expresión de organización y representación local.

Tampoco debió la secretaría de Interior y Policía disponer el desarme de las policías municipales, que databan de más de dos décadas en varios municipios, sin previa discusión en el seno de la Liga Municipal Dominicana y con la Federación Dominicana de Municipios. Si había que elaborar una ley marco que las paute, esa era el escenario donde había que discutirlo y decidirlo antes de “trancar mientras se investiga”.

Si era procedente y comprensible que se redujera la proporción del presupuesto nacional establecida por ley para los municipios, era también en la Liga y con la Federación con quienes había que consultar. Y decidirlo por los partidos políticos a través de sus representantes en el Congreso Nacional.

Nunca debió meterse de contrabando en la ley de reformas tributarias el impuesto del 25 por ciento al sirop de maíz importado de Estados Unidos, pocas semanas después que el gobierno de Hipólito Mejía, cuyo partido tiene más del 90 por ciento del Senado y la mitad de los diputados, firmara un tratado de “libre comercio” con Estados Unidos.

Si había que buscar protección o compensación a los productores azucareros, el Congreso debió hacerlo con serenidad y ponderación y al margen de la prisa que imponía la reforma tributaria. Sobre todo porque los efectos del tratado tardarán años en manifestarse.

Pero los partidos mayoritarios en vez de reunir a sus legisladores y discutir las implicaciones del impuesto, especialmente el que firmó el pacto y lo violó, firman un comunicado público comprometiéndose a lo obvio.

La ley de Primarias jamás debió ser aprobada en esos términos. Por la simple razón de que no hay Junta Central Electoral que pueda organizar en un solo día una votación para escoger todos los candidatos a cargos congresionales y municipales de 22 partidos reconocidos. Mucho menos realizar el cómputo.

Pero era la Junta Central Electoral la que tenía que reunir a los delegados de los partidos y a los líderes congresionales para demostrarles la imposibilidad de esa tarea y llamarles a reflexionar sobre sus costos y otros aspectos discutibles de la ley. Luego los bloques legislativos discutían y elaboraban un proyecto de modificaciones.

Para nada de eso era preciso el escenario del diálogo nacional, ni la sotana de Monseñor Agripino Núñez Collado, quien aparece como el supremo réferit en el ruedo de nuestras precariedades institucionales y falta de madurez democrática.

Ante los hechos consumados esos acuerdos parecen una misa de salud, pero sirven también para prolongar y justificar nuestras debilidades institucionales. Con el agravante de que a menudo tampoco se cumple lo pactado.

Ya se escuchan y leen propuestas para crear una nueva comisión que proponga las necesarias modificaciones de fondo a la Constitución de la República. Lo mismo que hizo hace apenas tres años otra comisión instituida por decreto presidencial con amplísima participación de todos los partidos políticos y de la sociedad civil.

El informe de aquel enorme esfuerzo que consumió meses fue echado al zafacón por el mismo presidente que instituyó la comisión, pero está recogido en un libro a disposición de los interesados. ¿Cómo volver a hacer ese trabajo en vez de rescatar lo logrado y, de paso, honrar el diálogo, la concertación y la participación?

Urge cerrar la brecha de la discrecionalidad

Por Juan Bolívar Díaz

Para que este país pueda avanzar en el ordenamiento institucional, en la racionalidad en la inversión de los recursos públicos, en la transparencia y en la reducción de los agobios del rentismo y el clientelismo, es urgente que encuentre fórmulas que cierren la tremenda brecha de discrecionalidad con que actúan los gobernantes. Ese margen tan amplio de facultades para anteponer las conveniencias personales, grupales y partidarias a las más elementales reglas de la racionalidad y del supremo interés en los diversos niveles de la gestión pública tiene que ser modificado con suma urgencia.

Todo comienza por el artículo 55 de la Constitución de la República, cuyos 27 acápites conceden tan amplias facultades al Presidente, hasta para incursionar en ámbitos de los demás poderes del Estado, mientras queda virtualmente sin responsabilidad por las acciones de sus subordinados. De manera que todos los excesos son justificados en “las facultades presidenciales”.

Pero la discrecionalidad va mucho más allá en un país donde se relativizan tanto las leyes, desde las adjetivas hasta las virtuales como la de la oferta y la demanda y la misma ley de la gravedad.

A cerrar esa discrecionalidad deberían dedicarse las mayores energías de las instituciones nacionales, públicas y privadas, de las iglesias y sus mediadores, las de las organizaciones sociales y de los organismos internacionales.

Para que nunca más ningún gobierno pueda dedicar decenas, cientos y hasta miles de millones de pesos a comprar autobuses, automóviles, camiones y cabezotes para distribuir a su discreción y voluntad, aún entre organismos y entidades que les den uso legítimo. Brecha que suele ampliarse más para colar el aprovechamiento personal, grupal y partidista.

Eso fue lo que se hizo desde el primer momento con el Programa para Renovación de Vehículos (Renove), con un alto componente de tráfico, desde su concepción, contrataciones y compras, hasta la distribución.

Este programa nos parece más reprochable porque es el último, porque sus heridas están aún abiertas y de sus llagas todavía mana pus que contamina el ambiente y quita deseos de vivir. Pero todos sabemos que en casi todos los gobiernos anteriores se han implementado programas para distribución de vehículos. En el penúltimo se entregaron cientos de camiones a través del Inespre, y millares de pollitos amarillos y taxis turísticos, financiados con recursos públicos.

Y ¿cuál es la diferencia entre el Renove y los proyectos de apartamentos de lujo y de clase media alta construidos de grado a grado por gobiernos anteriores y luego distribuidos entre dirigentes y militantes políticos, familiares y allegados?

Parecerá más elegante repartir cargos-botellas y becas entre militantes y familiares, pero es igualmente un abuso de los recursos del Estado, interesado, político, discriminatorio y generador de corrupción.

Solo la impunidad predominante en el país puede justificar que el director de un organismo estatal como el Instituto Nacional de Aguas Potables y Alcantarillado pudiera defender el miércoles el otorgamiento de obras grado a grado, bajo el alegato de que los concursos se arreglan. Si se arreglan los concursos públicos, imagínense qué ocurrirá con los contratos sin ninguna transparencia.

Esa discrecionalidad fue la que utilizó esta semana el exsecretario de la Presidencia Pedro Franco Badía para justificar reparticiones del Renove. Mostró un fólder lleno de autorizaciones presidenciales, lo que para él es suficiente. Desde luego que él hizo su propia inversión, razón por la cual según sus declaraciones a Edith Febles en El Caribe, salió de la reciente detención “levantado como un héroe, cantando victoria, victoria, victoria”.Franco fue más franco aún y proclamó que tiene respaldo popular por haber cumplió con la militancia “porque yo creé muchas botellas cuando estaba en el gobierno”.

La modificación del artículo 55 por sí sola justifica una reforma a fondo de la Constitución de la República. Pero se requiere mucho más que eso, cambiar la cultura general de que al gobierno se va a repartir y sembrar; con los de abajo buscando votos, eso que llaman clientelismo; y con los de arriba buscando financiamiento, el rentismo. Sólo nos fijamos mucho en el primero, pero el segundo suele salir más caro, aunque los costos son menos visibles, porque los amarres son más discretos.

Por eso no establecemos normas firmes para las compras y contrataciones del Estado, y sustentamos que un decreto presidencial lo puede todo, hasta repartir lo ajeno.

Profilaxis justa en la Policía Nacional

Por Juan Bolívar Díaz

Ahora que el Consejo Superior de la Policía Nacional ha iniciado una labor de profilaxis, todos debemos cifrar esperanza de que el resultado sea una institución más limpia y en mayor capacidad de ejercer su responsabilidad de prevenir y combatir la delincuencia y mantener el orden público.

Tal como avanzó el Jefe de la PN, general Manuel de Jesús Pérez Sánchez, ese proceso debe estar revestido de la mayor transparencia y sentido de justicia, sin retaliaciones ni venganzas grupales o personales.

Tanto el jefe policial como muchos otros altos oficiales saben muy bien lo que hay que hacer para transformar esa institución en un organismo funcional y eficiente, capaz de responder al creciente desafío de la delincuencia.

Ese sentido de justicia y equidad no ha estado presente en el informe de la comisión que investigó el escándalo de los vehículos robados y usufructuados por oficiales de la PN. Tampoco en las declaraciones sobre el particular del ministerio público.

El informe busca concentrar la responsabilidad de la práctica en apenas 7 altos oficiales, aunque el mismo comienza indicando que esa práctica ilegal está vigente “desde tiempos que preceden a esta generación de oficiales de la Policía Nacional”, y lo atribuye a la insuficiencia de vehículos con que ha tenido que manejarse la institución. Sostiene que era parte de la “logística con la cual se había venido cumpliendo la misión principal de la Policía”…

Sin embargo, el informe carga la responsabilidad exclusivamente en los jefes departamentales que eran precisamente quienes tenían que cumplir la misión de la institución, dejando ignorando la que corresponde a los beneficiarios del usufructo de los vehículos, en su mayoría generales y coroneles, aunque también algunos mayores, capitanes, tenientes y hasta tres sargentos.

Peor fue la forma como se presentó la investigación a la opinión pública, junto al anuncio de que esos 7 oficiales serían procesados. Se les atribuyó a ellos el usufructo de 82 vehículos, lo cual es absolutamente incierto.

Por ejemplo, al exjefe de la PN, general Jaime Marte Martínez, se le atribuyen 15, al exgeneral Pedro A. Hernández Reyunoso, excomandante del departamento de vehículos robados 10 casos, y al excoronel Fausto Tiburcio Batista, quien también comandó el departamento de vehículos robados, nada menos que 20 casos.

Cuando se revisa caso por caso en el mismo informe se descubre  allí mismo que Marte Martínez solo tuvo asignada una camioneta Mitsubishi del 2000, Hernández Reynoso aparece con dos jepetas y Tiburcio Batista tenía atribuidos 5 vehículos.

Es decir que de los 82 vehículos que se les asignan ellos sólo tenían 8, y los restantes 74 estaban “cargados” a otros oficiales, a los que la comisión y el ministerio público ha considerado inocentes, concentrando la responsabilidad sólo en 7 personas.

La realidad es que todos deben tener algún grado de responsabilidad en la irregularidad. Pero también los políticos y gobernantes que han pretendido que una Policía Nacional puede cumplir su misión patrullando a pies, como hace medio siglo.

Fuentes policiales que pretenden ser justas han confiado que tampoco se está tomando en cuenta circunstancias como que muchos de esos vehículos ya eran recuperados con los chasis borrados o alterados por parte de quienes los habían robado y si resultaba imposible establecer sus dueños, los oficiales les daban uso en actividades de la institución. Claro que en muchos casos eran dispuestos para servicio privado y familiar. ¿No hay distinción entre uno y otro?

Por supuesto que la justicia debe establecer responsabilidades y sanciones. Pero sin chivos expiatorios de una práctica vergonzosa, que no se daba sólo en la PN, sino también en la Dirección Nacional de Control de Drogas y hasta en cuarteles militares. Aún en la variedad de vehículos robados, además de incautados en las aduanas y la frontera, por contrabando, y como cuerpos de delitos.

Sería una pena que la PN desaprovechara la oportunidad de una profilaxis a fondo, requerida por toda la sociedad. O que la iniciara y realizara con injusticias, exclusiones y favoritismo. Hagamos voto porque lo del informe de la comisión investigadora sea enmendado.

¿Serán aprendidas las lecciones?

Por Juan Bolívar Díaz


Cuando se lee en los periódicos que durante sus últimos meses de gestión el presidente Hipólito Mejía designó como generales a catorce oficiales de diversos cuerpos de bomberos, la primera impresión es que debe tratarse de una broma o de una denuncia infundada.

Pero al adentrarse en la crónica del veterano reportero Manuel Jiménez, la abundancia de detalles configura una realidad abrumadora. Hay generales de bomberos en Baní, San José de Ocoa, El Seibo y hasta Boca Chica. Además de Santiago, La Vega y San Francisco de Macorís. Incluso una generala de 80 años, la señora Nelly Altagracia Ortega, designada mediante el decreto 184-04. En contraste, el comandante de los bomberos del Distrito Nacional, donde radica la capital de la nación, quedó con rango de coronel.

Según un informe “de inteligencia” citado por el reportero de HOY, todos los ascendidos cuentan con escoltas militares, algunos portando fusiles M-16 y AK-47 y con salarios de 40 mil pesos mensuales, a nivel de los subsecretarios de Estado.

El relajo de los bomberos fue la culminación de una semana en la que se anunció que las Fuerzas Armadas habían revocado ascensos y nombramientos de unos 800 oficiales, dispuestos durante el último año y medio de la pasada gestión gubernativa.

Entre las revisiones se incluyó la supresión de la categoría de pilotos otorgada a varios oficiales de la Fuerza Aérea que no reunían las condiciones para ese rango. También la revocación de una veintena de nombramientos de oficiales que recayeron sobre profesionales de diversas disciplinas, en violación a la ley orgánica de las Fuerzas Armadas.

La primera impresión que se recibe de estas informaciones es que se trata de retaliaciones políticas, sobre todo por la costumbre de aceptar como hechos cumplidos tales desaguisados contra las instituciones, generalmente adoptados en los finales de los gobiernos.

Afortunadamente esta vez los relajos están siendo reparados y debe mantenerse la esperanza de que las lecciones sean aprendidas para que desaparezcan para siempre y les quede el sello de nunca más.

Es evidente que esas disposiciones al margen de las leyes orgánicas de las instituciones militares o de los bomberos, y hasta contra el más elemental sentido común, se han adoptado al amparo de un presidencialismo tradicional que debe desaparecer. Sobre todo porque los avances de la sociedad los repelen.

Además de que tales decisiones, a diferencia de lo que ocurría años atrás, ya no reditúan capital político ni votos, como lo demuestra el final que ha tenido el gobierno del presidente Hipólito Mejía.

Y en vez de favorecer a los beneficiarios de los aumentos y ascensos privilegiados, los ha perjudicado, en unos casos degradándolos ante sus propios compañeros y en cierta forma estigmatizándolos, y en otros humillándolos con el despido.

Tal vez estas revisiones tengan el efecto positivo de convencer a nuestros dirigentes políticos que los relajos que hacía Joaquín Balaguer con las instituciones y que les dieron resultados en décadas pasadas, ya no pueden repetirse, porque han cambiado tanto las circunstancias socio-políticas como la sociedad dominicana.

No deja de producir desazón e indignación el que el presidencialismo exacerbado haya llegado a esos extremos en un tiempo en que la sociedad dominicana trata de reivindicar algunos avances institucionales, aferrándose al optimismo y la esperanza.

Queda la esperanza de que las lecciones sean aprendidas esta vez para siempre, aunque persisten las dudas cuando se lee también que por lo menos tres oficiales retirados que hicieron campaña por el actual presidente de la República ya fueron reintegrados a las Fuerzas Armadas.

De cualquier forma parece que Hipólito Mejía llevó a los extremos su informalidad y el espíritu de relajo que por momentos impregnó a su gestión gubernativa. Y eso sí, por lo menos, debemos esperar que no se repita nunca más.

Hay que pagar el costo de la seguridad

Por Juan Bolívar Díaz

La opinión pública se sintió sacudida esta semana tras informarse que una adolescente había sido violada por cuatro o cinco desalmados que se apoderaron de ella cuando retornaba a su residencia acompañada de un amigo en horas de la madrugada. A ese deplorable caso se unieron el asesinato de un hacendado en Moca por parte de un mecánico que le servía y más tarde el despojo de una yipeta a una señora en un barrio de clase media alta de esta capital.

Se volvió a hablar de una oleada de delincuencia insoportable y hubo quienes terminaron pidiendo la pena de muerte, casi exhortando al nuevo jefe de la Policía Nacional para que vuelva por los fueros de un pasado aún presente y ordene a sus hombres que salgan a matar a todo el que huela a delincuente, práctica en la que se han consumido más de un millar de vidas en la última década, sin que arrojara frutos positivos.

Lo primero que hay que decir es que esos penosos casos no son suficientes para constituir una “oleada de delincuencia”, porque de ser cierto habría que concluir en que ya hace tiempo estamos sepultados por una marejada de crímenes y actos delictivos.

Las estadísticas indican que a diarios se producen violaciones de mujeres y muchachas de los niveles populares y medios, y asesinatos de hombres y mujeres de todas las condiciones y robos y despojos de pipetas y vehículos de cualquier clase. Pese a lo cual esta es todavía una de las capitales más seguras del mundo y el que lo dude solo tiene que preguntarle a los extranjeros que aquí residen y a los que nos visitan.

Pero nos alarmamos cuando la delincuencia alcanza a gente de clase media alta y alta, vinculadas a los círculos de opinión pública, como la hija del distinguido economista, el laborioso hacendado mocano o la madre del estimado abogado y político.

Ciertamente la delincuencia va en aumento y es hora de que adoptemos las decisiones precisas para evitar que nos arrope como ha ocurrido con tantas ciudades del mundo, algunas de las cuales nos son muy familiares y queridas como Caracas, Bogotá, Lima, San Juan, Kingston, México o Guatemala.

Lo primero es que tenemos que pagar el costo de la seguridad dotándonos de una Policía Nacional capaz de responder al desafío cotidiano de la delincuencia y contribuir todos y todas con las previsiones individuales para restar oportunidad a los criminales.

Antes que nada tenemos que disponer de un cuerpo policial lo más libre posible de delincuentes. Y no vamos por buen camino cuando su propio comandante da un plazo público, como ocurrió esta semana, para que sus altos oficiales devuelvan un centenar de vehículos de lujo robados y que tras ser recuperados quedaron indebidamente en sus manos.

Si no ganamos la batalla a la delincuencia dentro de las propias filas policiales, es imposible que lo hagamos en las calles, donde unos y otros tenderán irremisiblemente a confundirse y a intercolaborar.

Luego tendremos que profesionalizar al máximo el cuerpo policial lo que no lograremos poniendo en retiro a sus oficiales académicos a los 40 y 45 años, como ha ocurrido recientemente.

Tampoco con un cuerpo donde un sargento gana tres mil quinientos pesos y un teniente 6 mil, a nivel de los conserjes en las empresas privadas. Porque miles de esos hombres armados saldrán a las calles a buscarse su vida, no a proteger las de la colectividad.

Para disuadir la creciente delincuencia tenemos que mantener un fuerte patrullaje en las calles, pero no a pies, como ha iniciado en estos días con tan buena voluntad el nuevo jefe policial, general Manuel de Jesús Pérez Sánchez, sino en vehículos fuertes y dotados de eficientes equipos de comunicación, en cantidades suficientes para que se puedan juntar tres o cuatro en cualquier punto de nuestros centros urbanos en cuestión de dos o tres minutos.

Todo eso está más llamado a la eficacia que la política de “intercambios de disparos con los delincuentes”. Y es más prioritario que la compra de equipos militares que para nada estamos necesitando, incluyendo los 38 helicópteros adquiridos por el pasado gobierno para los institutos castrenses.

Estamos obligados a invertir en la Policía Nacional, a pagar el costo de la seguridad y a adquirir una nueva cultura de previsión. Por ejemplo, logrando que nuestros adolescentes y jóvenes hagan sus fiestas más temprano y no lleguen a las casas cuando hasta los vigilantes privados que pagamos están dormidos. Como los muchachos de ahora no saben salir antes de las 11 de la noche ni retornar antes de las 2 de la madrugada, pongámosle horario limitado a sus centros de diversión, siquiera a título de prueba, y obliguémoslos a divertirse en horarios más racionales y manejables.

Si no innovamos, pronto ya no hablaremos de oleadas de delincuencia, sino de marejada permanente.

La explosión de los generales

Por Juan Bolívar Díaz

            Una de las buenas realizaciones del gobierno del presidente Leonel Fernández iniciado esta semana ha sido la puesta en retiro, de un solo disparo, de 99 de los 205 generales de las Fuerzas Armadas, que debe ser la mayor proporción de oficiales de ese grado en cualquier país del mundo.

            Hay que celebrar que las circunstancias nacionales permitan un desmonte del cincuenta por ciento de los generales, sin que nadie tenga que sufrir la menor alarma ni sobresalto. Por la misma razón podría esperarse que se adopten muchas otras decisiones en orden a la profesionalización, eficiencia y dignificación de las Fuerzas Armadas.

            Esa explosión de generales se produjo en gran medida durante el recién concluido gobierno del agrónomo Hipólito Mejía, que puede pasar a la historia universal como el mandatario que más grado de general confirió en el corto período de 4 años.

            Seguramente que él estará muy orgulloso de ello y pretenderá que tiene un altar en el corazón de los institutos castrenses. También por haber adquirido abundante equipo militar, como 36 helicópteros, por ejemplo, y haber elevado en un 33 por ciento del número de los efectivos militares.

            Todo ello en un período de paz, cuando en el mundo se han achicado los aparatos y el gasto militar, tras la desaparición de la llamada guerra fría.

            El relajo de los generales fue fruto del sueño político continuista, espejismo del balaguerismo, que centró su predominio en la sociedad dominicana en un militarismo que podía explicarse en un país caribeño de los años sesenta, desestabilizado por el triunfo de la revolución cubana.

            Claro que ni a Balaguer se le ocurrió tal desproporción de generales. El hizo muchísimos en los años sesenta y setenta, pero no llegaban al centenar cuando tuvo que resignar el poder en 1996. Las integrantes de las Fuerzas Armadas eran poco más de 29 mil y el gasto militar estaba virtualmente congelado.

            La reactivación comenzó en el anterior gobierno de Leonel Fernández, cuando los militares crecieron en unos 4 mil con algunas decenas adicionales de generales. Pero Mejía produjo un desbordamiento, llevando los efectivos sobre 40 mil y duplicando el número de generales.

            No hay manera de encontrar justificación para esos aumentos de las Fuerzas Armadas en esta media isla, sobre todo años después que en Haití fuera desmantelado su caduco aparato militar.

            En cambio sí podría justificarse un aumento considerable de los efectivos de la Policía Nacional, que requiere más personal para prevenir y combatir el incremento de la delincuencia. Lo que también se elevó en la policía fue el número de los generales que ya son alrededor de 50.

            Esa explosión de efectivos militares y de generales fue más deplorable por cuanto se produjo tras la llegada al poder de una generación de militares de alto nivel profesional, encabezados por un José Miguel Soto Jiménez que había escrito libros y teorizado en privado sobre las conveniencias de un achicamiento del aparato militar para hacerlo más eficiente y dignificar mejor a sus integrantes.

            Durante más de una década, en conversaciones confidenciales, el general Soto Jiménez había planteado que para reducir el aparato militar sólo había que aplicar su ley orgánica, poniendo en retiro a todo el que no estuviera cumpliendo funciones militares y a los que rebasaban el período o la edad de servicio, en cualquier grado.

            Se hizo todo lo contrario probablemente más por razones políticas que militares, después de un comienzo tan promisorio hace cuatro años, cuando se dieron pasos institucionales fundamentales para la dignificación y profesionalización de las Fuerzas Armadas.

            Los nuevos mandos militares promocionados esta semana son de la misma generación de Soto Jiménez. Casi todos vienen de posiciones relevantes y tienen la oportunidad de rescatar los planteamientos originales de dignificación y profesionalización.

            Debe esperarse que les sigan soplando mejores vientos políticos y que la decisión de estos días no sea una simple sustitución. Las Fuerzas Armadas pueden ser reducidas a 20 mil miembros, sin que ninguno esté al servicio de particulares ni en actividades menores.

            El achicamiento favorecerá el entrenamiento, la disciplina, su equipamiento, salarios y pensiones más dignas y mejores instalaciones, sin que se conviertan en un peso oneroso para un país tan lleno de miseria y con una deuda social tan grande.

            Mejor suerte para el vicealmirante Sigfrido Pared Pérez y los otros nuevos mandos militares.-

El aporte del general Soto Jiménez

Por Juan Bolívar Díaz

La carta del secretario de las Fuerzas Armadas, general José Miguel Soto Jiménez, al candidato presidencial del Partido de la Liberación Dominicana, doctor Leonel Fernández Reyna, debe haber disipado las últimas incertidumbres, justificadas o sobreestimadas, sobre las elecciones presidenciales del próximo domingo.

Se trata de una importante contribución al clima de seguridades y firmezas institucionales que debe rodear todo proceso de elección de las autoridades de la nación, dentro de un régimen democrático como el que ha predominado en el país en los últimos años.

No podía esperarse otra cosa de un militar de los conceptos y principios de Soto Jiménez, expuestos en numerosos libros que forman ya parte de la mejor bibliografía militar dominicana.

No debían ser necesarias las precisiones que formula el titular de la secretaría de las Fuerzas Armadas, dados los claros preceptos constitucionales sobre los roles de los cuerpos castrenses, entre los cuales no se cuenta la deliberación política ni la participación en las contiendas y debates electorales.

Sin embargo, fueron oportunas ante el hecho de que por lo menos tres altos oficiales formularon declaraciones y adoptaron actitudes que con alguna razón fueron interpretadas con matices políticos, aunque no tanto como algunos consideraron.

No faltaron quienes llegaron a considerar que la nación estaba retrocediendo a aquel período que clausuró el presidente Antonio Guzmán en 1978, cuando los jefes militares eran activistas del partido de Joaquín Balaguer, formulaban declaraciones partidarias, participaban en reuniones políticas y reprimían a los opositores.

A decir verdad, esa etapa ya no puede ser reeditada. Con muchos tropiezos y dolores la sociedad dominicana, sin embargo, ha registrado avances que ya no pueden ser revocados porque algunos militares o políticos se emborrachen de poder.

Es que además el militarismo latinoamericano ha entrado en reflujo y luce cada vez más obsoleto, especialmente después del fin de la guerra fría. Los primeros promotores de esa nueva etapa son aquellos que en las décadas pasadas instrumentaban las fuerzas armadas para la acción política represiva y contrainsurgente.

Pero dentro del pesimismo dominicano cualquier tropiezo es magnificado y a menudo visto como un retroceso. Y la circunstancia de un intento reeleccionista ha despertado los fantasmas que han acompañado el continuismo gubernamental en la historia política dominicana y latinoamericana.

También hubo políticos del ámbito gubernamental que alimentaron incertidumbres, con insinuaciones malévolas de que podían ganar “como quiera” o de que “el poder es para ser usado”.

La carta del general Soto Jiménez da la razón a quienes creemos firmemente que nada ni nadie podría torcer el rumbo democrático de la nación en ocasión de la nueva elección presidencial.

Siempre quedarán quienes estén dispuestos a apelar al arrebato y el fraude, que son consubstanciales a la naturaleza humana, tanto en el ámbito público como privado, en los negocios como en la política. Pero otra cosa es que puedan imponer su voluntad a toda la sociedad.

“Las Fuerzas Armadas apoyarán, como es su deber constitucional, los resultados de la voluntad popular y nada ni nadie deberá ponerlo en duda”, dejó por escrito el secretario militar.

La carta de Soto Jiménez es extensa y abundante en planteamientos institucionalistas, en rechazo a los “odiosos expedientes de un pasado contaminado con la beligerancia política de nuestras gloriosos Fuerzas Armadas”, en apego a los principios del orden constitucional.

Y esos planteamientos no solamente comprometen al titular de las Fuerzas Armadas, sino a toda una generación de altos oficiales con puestos relevantes en el actual estamento militar. Oficiales de una nueva visión institucional.

Definitivamente la carta de Soto Jiménez debe convencer a todos los sectores que no hay más alternativa que el juego democrático transparente. Es lo que marca la hora dominicana y continental. Cualquier desaguisado está condenado al fracaso y al rechazo general.

Las primeras reelecciones de Balaguer

Por Juan Bolívar Díaz

Con mucha frecuencia en los últimos meses se escuchan ponderaciones a las reelecciones logradas por el “genial estadista” Joaquín Balaguer, como si en verdad hubiesen sido procesos electorales democráticos, competitivos y transparentes. En realidad se trató de verdaderas mascaradas electorales, al amparo de la intensidad que alcanzó la guerra fría en la región del Caribe donde Fidel Castro se mantuvo contra viento y marea.

La primera reelección balaguerista se produjo en 1970, cuando faltaba muy poco al régimen para que pudiera ser catalogado plenamente como una dictadura. La represión limitaba o cercenaba los derechos fundamentales, incluyendo el de la vida. En aquel año se produjo un asesinato político cada 28 horas, como promedio.

Cientos de opositores llenaban las cárceles y miles estaban impedidos de retornar al país. Los ejercicios de la libertad sindical, de la libre expresión, de manifestaciones públicas y libre asociación política conllevaban graves riesgos para la seguridad individual. Hasta al profesor Juan Bosch, a José Francisco Peña Gómez y Pablo Rafael Casimiro Castro se le prohibió hablar por radio y televisión en los años setenta.

Si en aquellos años el gobierno de Balaguer no fue una real dictadura, fue porque muchos periodistas y algunos propietarios de medios de comunicación, especialmente en la radio, resistieron hasta las embestidas para reducirlos. Y porque el mismo Balaguer sabía que esos medios eran un canal de desahogo. El también podía señalarlos como “prueba” del carácter “democrático” del régimen.

Para la campaña electoral de 1970 Balaguer lo manipulaba todo. No sólo el Congreso y la justicia, sino también la Junta Central Electoral, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, instrumentos políticos a su servicio. Los generales controlaban las actividades políticas en todo el interior de la nación, algunos como Jáquez Olivero en la Línea Noroeste, estableciendo verdaderos cacicazgos, donde nada se movía sin su consentimiento.

En aquella época no había padrón electoral a disposición de los partidos. Los listados eran el secreto mejor guardado hasta que llegaban a las urnas y se votaba lo mismo con cédula que sin ella. Como cada candidatura tenía boleta separada, era fácil comprarlas.

Las instituciones del Estado, desde secretarías hasta direcciones generales, las entidades autónomas y descentralizadas y las empresas públicas pagaban los activistas del partido de gobierno y la publicidad en los medios de comunicación. Las órdenes y posteriormente los cheques se recibían en los medios de comunicación con absoluta normalidad.

En 1970 la principal fuerza de oposición, el Partido Revolucionario Dominicano, y todos los de la izquierda, se abstuvieron de presentar candidatos. Era una lucha muy desigual y que costaría decenas de vidas. También por el rechazo que predicó Bosch a la “mentada representativa” tras la intervención militar de 1965 y los comicios de 1966, cuando Balaguer fue impuesto por las fuerzas de ocupación.

Como Balaguer había sido electo la primera vez bajo el supuesto antirreeleccionista, su repostulación de 1970 dividió su partido y generó en Francisco Augusto Lora el principal contrincante para aquellos comicios. Hubo continuidad.

El cuadro se reprodujo en términos similares en 1974. Nada más que para entonces el PRD, ya sin Juan Bosch, que lo abandonó en noviembre de 1973, decidió participar en el proceso electoral. Peña Gómez, con sus habilidades tácticas, orquestó un frente electoral denominado Acuerdo de Santiago, donde juntó su partido con el Quisqueyano Demócrata, el Revolucionario Social Cristiano y el Movimiento Popular Dominicano.

Al principio el régimen toleró aquella competencia, que le lavaba la cara dándole un barniz democrático. Pero en la medida en que esa coalición ganaba posibilidades de éxito se acentuó la represión. La tapa al pomo fue el desfile de vehículos militares adornados con la bandera del Partido Reformista y de soldados con banderitas coloradas en las bocas de los fusiles y fotografías de Balaguer.

El Acuerdo de Santiago, que postulaba a don Antonio Guzmán a la presidencia, tuvo que retirarse del proceso tres días antes de la votación, para no dejarse utilizar como comparsa de carnaval y economizarse la vida de muchos de sus militantes.

El excontralmirante Homero Lajara Burgos fue el único contrincante que tuvo Balaguer en aquellos comicios. Porque entonces ni Francisco Lora se atrevió a participar en la mascarada electoral. De nuevo Balaguer se impuso en forma antidemocrática.

El tercer intento consecutivo, en 1978, traería sorpresa. La guerra fría había amainado en Estados Unidos con el gobierno de Jimmy Carter, que preconizó el respeto a los derechos humanos, y la Iglesia y el empresariado comenzaron a sensibilizarse por la democracia y la participación electoral fue reivindicada por José Francisco Peña Gómez.

¿Cuándo cesará el salvajismo policial?

Por Juan Bolívar Díaz

Durante el año que acaba de concluir unos 250 dominicanos murieron a manos de agentes de la Policía Nacional (PN), en lo que se ha catalogado hace años como “intercambio de disparos”, con lo cual casi se empató el récord de unos 270 que se estableció en 1999 durante la gestión del general Pedro de Jesús Candelier.

Es obvio que en múltiples casos se trata de reales intercambios entre agentes del orden y delincuentes que los agraden o que resisten los requerimientos o intentos de detención durante o tras la ejecución de delitos. A veces esas acciones conllevan lesiones y hasta la muerte de efectivos policiales.

Pero los testimonios y pruebas documentales, incluyendo hasta videos, indican que en muchos casos se trata de verdaderas ejecuciones policiales, de reales y supuestos delincuentes como de personas inocentes, siendo el asesinato del padre José Antonio Tineo el caso paradigmático.

Esta semana agentes policiales protagonizaron dos hechos conmovedores que deberían ser suficientes para determinar un freno al salvajismo con que se maneja la Policía Nacional. Un joven deportista, prospecto de uno de los equipos de béisbol de Estados Unidos, perdió una pierna y gran parte de sus ilusiones, baleado por una patrulla policial, y una joven fue asesinada dentro de un automóvil a la puerta de su residencia por un sargento.

Juan Carlos Manzueta, de 18 años, no era ningún delincuente ni andaba en malos pasos, a no ser que los muchachos de los barrios pobres estén condenados por asistir a una discoteca y salir a las calles de madrugada. Aparentemente no hubo ni el más mínimo pretexto para la agresión de que fue víctima. Le dieron tres balazos en las piernas y por piedad de uno de los patrulleros no fue rematado.

Hace tiempo que Virgilio Almánzar, el incansable luchador de la Comisión Dominicana de Derechos Humanos, viene denunciando que agentes policiales practican esa “técnica de quebrar las piernas” con disparos a sospechosos de delincuencia. Casi siempre contra pobres muchachos que no tienen quien les escriba.

El otro caso es por igual conmovedor. Arlene Pérez, una joven profesional de 25 años, fue asesinada de un balazo por el sargento Pablo Valdez, dentro del vehículo que conducía su novio, y que estaba parado a la puerta de su residencia en Arroyo Hondo. Según las versiones publicadas, la patrulla policial acudió al lugar alertada por vecinos que consideraron sospechoso el automóvil estacionado allí en horas de la madrugada. Cuando el joven acompañante de la víctima sintió movimiento alrededor del vehículo, sin que los agentes dieran ningún aviso de su presencia, trató de correr en reversa la respuesta fueron los disparos que cegaron la vida de la joven Arlene.

Juan José Herasme Alfonso, hijo de Silvio Herasme y Clara Leya Alfonso, dos ejemplares ciudadanos y queridos periodistas, salvó la vida porque el revólver del agente se encasquilló y un compañero se negó a prestarle su arma. Porque el sargento quería liquidarlo, pese a que había salido del auto con las manos en alto y gritando que estaba desarmado.

)Había que presumir, como en el caso del padre Tineo, que los ocupantes del vehículo eran delincuentes? )Por qué no instarlos a que se rindieran, avisándoles que estaban rodeados por agentes policiales? )Por qué no dispararon a los neumáticos del vehículo? )Por qué insistir en querer matar a Juan José con los brazos en alto?

Porque está en vigencia una política de exterminio de delincuentes, que no repara en inocentes, que primero mata y después averigua. Porque los agentes policiales matan en la impunidad. Porque hasta sus problemas personales los resuelven a balazos y luego aducen actos delincuenciales. Porque los derechos humanos y las leyes no valen ni un comino para los abusadores del poder.

Lo más triste es recordar que el general Jaime Marte Martínez llegó hace dos años a la jefatura policial proclamando el fin de las ejecuciones policiales o intercambios de disparos. Y durante los primeros meses se enorgulleció de la caída de las estadísticas de estas muertes, a la par que de la reducción de la delincuencia.

Hasta me invitaron a una reunión de la plana mayor de la PN, en la primera semana de mayo del 2002, durante la cual se exhibieron con orgullo estas estadísticas: los muertos en intercambios de disparos con policías se habían reducido del promedio de 13 por mes de los últimos tres años a uno solo por mes en el primer cuatrimestre de ese año. Y los homicidios habían disminuido 26.5 por ciento en el mismo período, registrándose 285, que eran 103 menos que los 388 del primer cuatrimestre del 2001.

Entonces escribí con entusiasmo en este mismo espacio, impresionado por los múltiples anuncios de renovación, reformas y fortalecimiento institucional y ponderando la transparencia. )Qué provocó el cambio? )Por qué permitir ahora este salvajismo? )Para complacer a quién? Ojalá el general Marte Martínez pudiera responderme estas preguntas y me invitara a otra reunión de la plana mayor para escuchar sus respuestas.