Por Juan Bolívar Díaz
Los dominicanos tenemos una tendencia arraigada al pesimismo y el fatalismo, al punto de que muchos creen y pregonan que somos el último rincón del mundo, que somos haraganes por naturaleza, que estamos condenados al atraso y la miseria y que no progresamos con nación ni como pueblo.
Tienen que venir los extranjeros a decirnos que relativamente hemos logrado algún progreso material y que mejoramos nuestras instituciones y convivencia. No tan rápido como los más iluminados quisieran, pero avanzamos, en el mejoramiento de la democracia, en el fortalecimiento de las instituciones, y en muchos otros aspectos.
Claro que no podemos compararnos con las naciones más desarrolladas del mundo y aún de América, puesto que todavía nos cuentan entre los diez países de más bajo desarrollo humano del continente, de acuerdo al índice que cada año publica el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, en base a los indicadores básicos, tales como educación, salubridad, ingreso per cápita y expectativas de vida.
Ese pesimismo se manifiesta en estos días en torno al problema de la delincuencia, aún cuando nuestras ciudades siguen siendo más seguras que la mayoría de las del continente, especialmente de las de la región. Santo Domingo es una ciudad más segura que San Juan, Puerto Rico, Kingston, Caracas, Bogotá, Lima, México, Guatemala, San Salvador, Managua y aún la otrora modelo que fue San José, Costa Rica.
A menudo creemos que podemos vivir al margen de los problemas propios de las grandes aglomeraciones humanas urbanas y del mundo de la pobreza, con sus faltas de oportunidades.
El pesimismo es más notorio en cuanto a los problemas de la economía nacional. Siendo un país dependiente de factores externos como el turismo, las zonas francas y las remesas, pretendemos que podemos escapar de la recesión económica que afecta a las grandes economías, como las de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón. Y aún de la que afecta a las grandes naciones latinoamericanas, como Brasil, Argentina y México.
Pese a nuestras dificultades económicas, la última evaluación de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), publicada el primero de agosto, nos coloca entre las cinco naciones latinoamericanas que tendrán mayor crecimiento económico en este año, junto a Cuba, Chile, Venezuela y Honduras.
Mientras a la República Dominicana se le vaticina un crecimiento del 3.5 por ciento del Producto Bruto Interno, al promedio de Latinoamérica se le estima en 2 por ciento, al igual que para las naciones desarrolladas del mundo.
Es cierto que nuestro promedio anda por la mitad del crecimiento del año pasado, pero es la misma proporción en que se ha reducido este año el de América Latina y el de las naciones desarrolladas, incluyendo a los Estados Unidos, cuya economía apenas creció en 0.3 por ciento en el segundo trimestre de este 2001.
La CEPAL ha rectificado ya dos veces la proyección de crecimiento para la región, debido al impacto que tiene en la misma la recesión que se registra en las naciones desarrolladas.
En nuestro caso es demasiado fuerte el efecto del precio del petróleo y la caída del empleo de zonas francas, que sólo en México conllevaron la pérdida de 200 mil puestos de trabajo en el primer trimestre del año. Aquí la pérdida de empleos en ese sector se han estimado alrededor de 15 mil.
Como es más difícil de medir, nadie puede asegurar en cuánto se ha reducido el monto de las remesas que envían el millón de dominicanos y dominicanas que trabajan en Estados Unidos y Europa.
El turismo que nos llega de Europa está también afectado por la elevación de los pasajes, a causa del alza del petróleo, así como por efectos de la depreciación del euro en relación al dólar.
Es posible que las políticas gubernamentales estén agregando factores a nuestras dificultades económicas. Pero es hipócrita, irresponsable, mezquino o fruto de la ignorancia plantear que con tantos factores adversos podemos mantener el crecimiento de la segunda mitad de la última década. Más aún si se obvian los déficits acumulados y las cientos de obras inconclusas acumuladas en los últimos años, que contribuyeron a un margen de crecimiento artificial.
No es que nos resignemos y vivamos como si tuviéramos en pleno apogeo económico. Pero tampoco que nos cantemos y lloremos al mismo tiempo, como si pudiéramos vivir al margen de lo que está ocurriendo en los países de mayor fortaleza económica.
Mantener una posibilidad de crecer sobre el 3 por ciento, con estabilidad cambiaria y de precios, inflación proyectada al 7 por ciento, y recuperación de reservas monetarias internacionales, es ya relativamente exitoso, en las presentes circunstancias de la economía internacional.-