Por Juan Bolívar Díaz
Una de las conclusiones que sale a flote en todos los círculos donde se analiza el trauma nacional financiero que afecta al país es la necesidad de adoptar disposiciones jurídicas y realizar esfuerzos para adecentar el ejercicio de la política, antes que el descrédito en que está sumido arrase con los partidos y genere una crisis institucional que ponga en jaque nuestra incipiente democracia.
Hace tiempo que en nuestro medio la política dejó de ser la ciencia más digna, después de la filosofía, de ocupar las mentes humanas, como la definiera el fundador de la República, Juan Pablo Duarte.
Así lo han diagnosticado las tres encuestas sobre Cultura Política y Democracia, del Proyecto de Apoyo a Iniciativas Democráticas realizadas a partir de 1994, en las que ha quedado evidenciado el progresivo deterioro de la imagen de los partidos políticos, del Congreso Nacional y de las actividades políticas, concebidas como forma de enriquecimiento individual.
En las Encuestas correspondientes a 1994, 1997 y 200l, los partidos políticos ocuparon la última posición entre 16 sectores o instituciones en el índice de confianza de la ciudadanía. No pudieron estar más abajo porque no había ni un solo escalón descendente más.
En el escándalo de la quiebra del Banco Intercontinental resalta la tremenda complicidad y el maridaje que tiene lugar entre política-políticos-funcionarios públicos e intereses privados.
Nadie podrá saber qué proporción de los 56 mil millones de pesos en que se ha cifrado el fraude bancario fue invertida para comprar la complicidad, el silencio y el paragua de cobertura de políticos y gobernantes. Pero por lo que se ha dicho es bien elevado.
Se percibe en todos los ambientes que nuestros partidos están encaminados al descrédito total que alcanzaron los de muchos países latinoamericanos, como Brasil, Perú Guatemala y Venezuela, donde se produjeron vacíos institucionales que fueron llenados por los Collor de Melo, Alberto Fujimori, Serrano Elías y Hugo Chávez, que luego devinieron en estruendosos fracasos.
Antes que sea demasiado tarde será preciso que por lo menos pongamos atención a las pautas de la ley electoral sobre el financiamiento de los partidos y determinemos las reformas que sean necesarias para establecer límites y para acortar los períodos de nuestras extensas campañas electorales.
Por la salud de la democracia urge abaratar el costo de la política y reducir un sistema de complcidades e impunidades que no ha permitido siquiera que un diputado acusado de tráfico de inmigrantes sea procesado por la Suprema Corte de Justicia. El sistema político insiste en mantenerle una inmunidad que hace tiempo debió perder.
En la Sección II de la ley electoral referente a la Contribución a los Partidos Políticos, el artículo 55 indica que “Sólo se considerarán lícitos los ingresos provenientes del Estado canalizados a través de la Junta Central Electoral y las contribuciones de personas físicas, quedando terminantemente prohibido la aceptación de ayudas materiales de grupos económicos, de gobiernos e instituciones extranjeras y de personas físicas vinculadas a actividades ilícitas”.
Muy pocos parecen haber reparado en el contenido de ese artículo, y desde luego, ninguno de nuestros partidos ni de sus dirigentes. Obsérvese que prohibe específicamente recibir ayuda de grupos económicos.
El párrafo II del artículo 52 de la misma ley dispone que la Junta Central Electoral “solicitará a la contraloría General de la República que audie los registros contables de cada partido para determinar las fuentes de ingresos y los gastos correspondientes”. Desde luego ello sólo será posible si se cumple otro mandato del mismo artículo que dispone “crear un sistema contable de acuerdo a los principios legalmente aceptados, en el que reflejen los movimientos de ingresos y egresos del partido”.
Hace tiempo que en los círculos académicos de la política se viene clamando por una ley de partidos políticos que regule todas sus actividades. La Comisión Nacional de Reforma del Estado ha elaborado anteproyectos al respecto.
Pero de nada valdría ninguna otra ley, si no cumplimos las que ya tenemos y si no surge una voluntad por establecer límites y cambiar el curso del deterioro que nos afecta.
Hay muchas personas honradas en la política y sobre ellas debe recaer, junto a las instituciones sociales, la responsabildiad de poner un alto al derrotero que lleva el partidarismo político, y especialmente al derroche de recursos en precampañas y campañas interminables. Recursos que salen del Estado y del financiamiento privado que se ofrece generosamente para luego reclamar privilegios, facilidades e impunidades.-