Por Juan Bolívar Díaz
La elección del cardenal Joseph Ratzinger como Papa Benedicto XVI representa una reafirmación del proceso involutivo en que cayó la Iglesia Católica bajo el pontificado del recién fallecido Juan Pablo II, tras las gestiones de Juan XXIII y Pablo VI que representaron el aggiornamento, la sintonía de la vieja institución con el mundo contemporáneo. Sólo un golpe de efecto del Espíritu Santo sobre el sínodo cardenalicio reunido en Roma este mes podía haber evitado la reafirmación de los lineamientos conservadores que en múltiples temáticas impuso el fuerte espíritu autoritario del Papa polaco.
Es que 115 de los 117 cardenales electores habían sido designados por este pontífice siguiendo su visión conservadora de la Iglesia. Donde quiera que se retiró o murió un cardenal o un obispo empeñado en poner la Iglesia al día, colocó un conservador.
Diversos teólogos y hombres y mujeres de la Iglesia Católica han expresado sus temores de que incluso este Papa pueda imprimirle a la institución un carácter todavía más conservador, tomando en cuenta su papel de gran inquisidor en su ejercicio como Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, desde el cual condenó al silencio a más de un centenar de teólogos católicos.
La imposición del silencio para acallar toda disensión puede corresponderse con los siglos pasados en que la Iglesia Católica persiguió individual y masivamente las llamadas herejías, o desarrolló las bárbaras cruzadas contra los infieles, que arrasaron pueblos enteros. Algunas de las condenas tuvieron que ser rectificadas tardíamente, como fue el caso de Juana de Arco, quemada en la hoguera y posteriormente santificada.
Pero en estos tiempos en que la Iglesia Católica promueve la democracia como modelo de convivencia político-social, es inexplicable que a su interior se maneje como en la época de los señores feudales, negando la diversidad, la disensión y la participación. Como si estos valores de la civilización estuvieran en contraposición con la fe y la religiosidad.
Si en algo fue clara la involución del papado de Juan Pablo II fue en haber restaurado el pensamiento único, mediante la oficialización de un catecismo universal, también al revocar la colegialidad con los obispos en el gobierno de la Iglesia que se contó entre las decisiones trascendentales del Concilio Ecuménico Vaticano II, convocado por Juan XXIII y concluido por Pablo VI.
Leonardo Boff, uno de los teólogos latinoamericanos condenados al silencio por Ratzinger y Juan Pablo II, dice que hubo una gran contradicción entre las actitudes del Papa y sus enseñanzas. Hacia fuera se presentaba como un paladín del diálogo, de las libertades, de la tolerancia, la paz y el ecumenismo; pidió perdón en varias ocasiones por los errores y condenas eclesiásticas en el pasado; se reunió con líderes de otras religiones para rezar, unidos por la paz mundial. Pero dentro de la Iglesia acalló el derecho de expresión, prohibió el diálogo y produjo una teología con fuertes tonos fundamentalistas.
En las últimas dos décadas y media se redujo el poder del Sínodo de los Obispos y de las conferencias episcopales y las asociaciones de ordenes religiosas. Donde se había comenzado a elegir bajo prácticas democráticas fue restaurada la designación papal, incluyendo una virtual intervención de la Compañía de Jesús, mejor conocida como la orden de los Jesuitas.
Se puede decir que ha predominado una práctica eclesial destinada a reafirmar a los más piadosos e incondicionales miembros de la Iglesia Católica, a costa de distanciarla cada vez más de la pluralidad y la visión democrática y respetuosa de las opciones individuales del mundo contemporáneo. En consecuencia la institución desanduvo gran parte de lo que había avanzado con el Concilio Vaticano II de acercamiento al mundo moderno.
No es extraño que la Iglesia Católica perdiera influjo en toda Europa, en Estados Unidos y en las capas sociales más desarrolladas de todo el mundo, donde ya no se acepta que la mujer sea subordinada en los templos, que no se puedan utilizar métodos artificiales de planificación familiar y control del Sida, y que se siga condenando el divorcio como pecado mortal y causa de exclusión de sacramento, con la excepción de quienes tengan mucho dinero para iniciar privilegiados recursos de anulación.
En síntesis, gran parte de los que celebraron la puesta al día del Concilio Vaticano II, han quedado anonadados y distanciados de una Iglesia que vuelve al pasado y se niega a la renovación, a la humanización y el diálogo, con un discurso autoritario y excluyente, que contradice el Evangelio y las prácticas de Jesús, quien se rodeó de los humildes y anduvo en busca de los pecadores, sin lanzar piedras más que para los fariseos y profanadores del templo.