Resulta impresionante la resignación con que ciudadanos y ciudadanas de nivel educativo y responsabilidades sociales aceptan como normales, tradicionales o irremediables las prácticas políticas del abuso de lo público, de la imposición autoritaria, del engaño y la mentira, y hasta de la marrullería y el fraude. Y lo que es peor, llegan a considerar radicales a quienes luchan por una cultura democrática.
Abundan los que sólo se rebelan cuando los afectan directamente, aunque vean el crimen o el robo y la malversación de lo público, tratando de ignorar que la corrupción de arriba se refleja necesariamente en todos los estratos sociales, repercutiendo en la delincuencia y la inseguridad.
Las castas políticas se reproducen con la expropiación de los recursos que son necesarios para pagar a los guardias y policías, a los maestros, médicos, enfermeras y agrónomos, incentivados a buscarse la vida con los medios a su alcance, unos reduciendo sus jornadas y la calidad de sus servicios, otros utilizando las armas puestas a su cargo para incorporarse a bandas criminales.
Mucha gente buena se resigna a que ahora tenemos que pagar la “fiesta democrática”, que dejó un déficit fiscal de más de 50 mil millones de pesos en cinco meses, muchos de ellos contando con que no les podrán cobrar la proporción que le debía corresponder de esa deuda, más la incuantificable de varios años de precampaña y campaña electoral, sin el menor control ni rendición de cuentas.
Se cree que la cultura política del reparto en las campañas electorales, la compra directa o indirecta de conciencias y votos son irremediables, ignorando que en la mayoría de las democracias se han tejido normativas por lo menos para reducirlas, y cuando quedan al descubierto se procesan los responsables. Algunos presumen que sólo los más pobres reclaman pesos para votar, como si en importantes segmentos de las clases medias y altas no cotizaran en el altar del reparto.
Por esa resignación, que en algunos alcanza la categoría de cinismo, es que en el país hemos celebrado dos elecciones sin adaptar la legislación electoral al marco establecido en la Constitución promulgada en el 2010. Por eso llevamos dos décadas discutiendo lo que todos los países del continente han hecho para reducir el costo de la política, para transparentar lo más posible su financiamiento y evitar la depredación de lo público y la incursión del dinero lavado en la elección de los conductores nacionales.
El atraso no se justifica en el bajo nivel de la mayoría de la población, sino en la complicidad de las élites sociales, empresariales, sindicales, religiosas y comunicativas, que se lavan las manos, para seguir recibiendo las cuotas que doblegan conciencias. Son las élites las que tienen que imponer cambios y promover una nueva cultura democrática.
El Perú es otro país con altas tasas de exclusión y atrasos sociales, donde también se manifiesta la corrupción, pero los medios de comunicación y sus élites la combaten, razón por la que el año pasado hubo miles de procesados ante la justicia, y en el proceso electoral que hoy culmina allí dos candidatos presidenciales fueron eliminados por violar la ley que prohíbe la compra de conciencias y de votos. En cada período el pueblo cobra a los mandatarios que no cumplen sus compromisos, como ha ocurrido sucesivamente con Belaúnde, Alan García, Fujimori, Toledo, otra vez Alan y ahora con Humala. Los partidos de los dos últimos presidentes ni siquiera han podido llevar candidaturas presidenciales.
Es obvio que las transformaciones culturales son de largo aliento, pero para ello necesitamos más firmeza, vehemencia y decisión de todas las élites sociales, superando el autoritarismo, la subordinación, la imposición, la violencia y la corrupción que han caracterizado la gestión pública desde el origen de la República.