Por Juan Bolívar Díaz
Hace más de seis décadas que el poeta nacional Pedro Mir escribió el más preciado de todos los poemas dominicanos, “Hay un País en el Mundo”, quejándose de que “este es un país que no merece el nombre de país, sino de tumba, féretro, hueco o sepultura…país inverosímil donde la tierra brota, cruje y se derrama como una vena rota, donde alcanza la estatura del vértigo”…
Tanto tiempo ha transcurrido y los dominicanos seguimos siendo un amasijo humano que no sale de una garata, incapaces de aceptar el imperio de la Constitución y de cumplir el ordenamiento legal que nos damos una y otra vez, renegadores de los compromisos y pactos, desconocedores de consensos y propósitos, saltipanquis impostores de la ley de la conveniencia, cínicos desvergonzados.
Los mismos que después de dos años de incontables consultas aprobaron la Constitución de la postmodernidad para el siglo 21, empezaron de inmediato a renegarla, y que poco después compraron una modificación para auspiciar una reelección bajo el juramento de nunca jamás, ya están empeñados en convencernos de que tal predicamento es discriminatorio, buscando una cuadragésima reforma constitucional en aras del continuismo en el poder.
En esa Constitución del Estado de Derechos instituimos que a partir del 2020 la elección de las autoridades municipales estaría separada por tres meses de las congresuales y presidenciales. Pero antes de la primera prueba ya sus mismos propulsores se empeñan en reunificarlas, bajo el argumento de que serían complicadas. Se trata de un pretexto para abrir la posibilidad de colar otras reformas constitucionales acomodaticias.
Todas las mediciones, nacionales o internacionales, revelan el descrédito de la democracia dominicana, que en la muy reciente de Latinobarómetro, cayó del 60 al 44 por ciento en sólo dos años. Pero el liderazgo político sigue convencido de que la sociedad dominicana le otorga un gran aval para continuar por la senda del despeñadero.
Nos pasamos año y medio discutiendo sobre cómo elegir los candidatos hasta imponer por mandato presidencial que pudiera ser con padrón abierto o cerrado, indistintamente para todos los partidos, simultáneamente y bajo organización y escrutinio de la Junta Central Electoral. Nos hemos negado a reconocer que estamos abriendo una caja de pandora, porque si antes fue tres veces imposible contar, ni en dos semanas, los votos preferenciales para 190 diputados, con un candidato por partido, ahora imponemos contar los votos individuales para 10 o 12 mil precandidatos por partido, unos con padrón universal y otros con el propio, no se sabe con cuántas urnas. Ya dos partidos decidieron que van con el padrón abierto y un tercero con el propio o cerrado.
Pero apenas promulgada la ley 33-18, llamada a producir un pandemónium político si no revalidamos un voto electrónico que ni a medias pudimos implementar hace dos años, estamos descubriendo que no se puede cumplir otra ley, la 157-13, que instituye el voto preferencial en la elección de las autoridades municipales, porque el escrutinio sería complejo, aunque en esta sólo serían 3 mil 800 candidatos por partido.
Después de años de discusión de la Ley de Partidos parimos un adefesio con claros indicios de inconstitucionalidades, pero seguimos dando largas a la más importante Ley del Régimen Electoral que debería auspiciar una real competencia, con la equidad, transparencia y justicia que manda el ordenamiento constitucional. No se encuentra explicación a que no se discutiera una reforma integral del sistema político-electoral.
En vez de auspiciar más democracia, separando el arrastre en la elección de los diputados y el senador y de los regidores y el alcalde, pretendemos dar un salto hacia atrás eliminando el voto preferencial.
Oh Dios! Por qué nos diste un país tan inverosímil, tan reiterativo en sus miserias institucionales y en manipulaciones.-