Un auténtico pastor cristiano

Por Juan Bolívar Díaz

Hace diez días al leer la edición de julio de la revista Amigo del Hogar, entre los múltiples recuerdos del padre Emiliano Tardif me encontré con un artículo del reverendo Darío Taveras con el largo título de “Monseñor Pepén, testigo del Dios que libera del miedo a su pueblo”.

 No puedo ocultar que esos tres nombres juntos me causaron emoción, al devolverme a tiempos   inolvidables, en que compartí con ellos no sólo la fé y las prácticas religiosas, sino también el compromiso de los cristianos a favor de los más humildes, de los necesitados, del prójimo. Es decir la lucha por un mundo de justicia y solidaridad.

 Reconocí de inmediato que tengo un artículo pendiente sobre el padre Tardif, por cuya santidad de vida el arzobispo de Santo Domingo y cardenal Nicolás López Rodríguez anunció recientemente el inicio de una causa de beatificación, como primer escalón para ser declarado santo.

 Pero me propuse primero cumplir la obligación moral de ponderar la vida de monseñor Pepén, antes de que se nos vaya. Como ocurre frecuentemente, tenía varios temas y el viernes 20 decidí aplazar ese compromiso, ignorando que el prelado estaba justamente tocando las puertas del infinito. Falleció al día siguiente, lo que quiere decir que el artículo hubiese quedado desactualizado para la edición del domingo..

 Expiró en el entorno familiar donde se había refugiado toda la vida, huyendo de la soledad y de las enfermedades que lo acosaron desde la infancia, pese a lo cual registró la cifra de 87 años. Creo que hacía una década que lo ví la última vez y siempre parecía estar despidiéndose, pero sobrevivía.

Era un muchacho seminarista cuando conocí a Pepén, recién designado primer obispo de la nueva diócesis de Higuey, creada en octubre de 1959. Tuve oportunidad de vincularme a su querida familia, lo que me permitió reconocer su entorno original y algunas de sus intimidades.

 Fue sin duda el más humilde de los prelados de su generación, con tono de voz   por momentos apenas perceptible y que parecía pedir perdón cuando tenía que disentir del contertulio. Era profundamente afectuoso y respetuoso de las diferencias y pluralidades.

 A su juventud se le atribuyó el haber sido de los primeros obispos dominicanos que previeron la necesidad de buscar distancia del tirano Rafael Leonidas Trujillo que había doblegado a la Iglesia como a casi todo lo que se movía en la nación de mediados del siglo pasado. El artículo de Taveras recoge el dato: Pepén se llegó ante el Nuncio Zanini en enero de 1960 planteándole que “esto no puede seguir así, la iglesia tiene que levantar su voz”. Y pocos días después, comenzó a levantarla con la pastoral del 25 de enero en la que imploró por los que eran víctimas de persecución.

 El primer obispo de la diócesis de Higuey no llegó al cargo para congraciarse más que con Dios y por eso fue un intransigente defensor de los humildes, especialmente de los campesinos despojados en esa región, por lo que evadía las mesas de los potentados, que lo declararon no grato y lograron su traslado hacia Santo Domingo en 1975, donde fue Obispo Auxiliar hasta su retiro a los 75 años, como manda el cánon pontificio.

Tuvimos oportunidad de tratarlo como presidente de la Comisión Episcopal para los Medios de Comunicación, que fue durante años turbulentos. Con la humildad que lo caracterizaba se dejó guiar del comunicólogo padre Villaverde y volvió a estar asociado a lo justo, a la búsqueda de nuevos caminos.

Juan Félix Pepén vivió una intensa vocación religiosa. Nunca esperó ni buscó reconocimientos. No hacía más ruidos que los necesarios, cuando tenía que tomar parte a favor de los más desprotegidos y desproveídos de su grey. Como los grandes pastores sufrió persecuciones por causa de la justicia, como lo proclamó en su funeral monseñor Ramón de la Rosa y Carpio, quien lo definió como un ser humano libre frente al dinero, l la ambición, el poder y la influencia.

Defensor de los pequeños avances de los setenta a los noventa en las comunicaciones católicas, a Monseñor Pepén lo visualizo siempre consciente de la inconmensurable levedad del ser, ligero de equipaje, aferrado al mandato de aquel que no tenía más que una túnica y se paseó por su mundo predicando el amor y la solidaridad. Debemos recordarlo con alegre gratitud.-