Por Juan Bolívar Díaz
Esta sociedad tiene comportamientos tan extraños que ahora hasta los que se opusieron con argumentos interesados o pueriles y los que guardaron prudente silencio ante el intento de reglamentación de las campañas electorales debatido durante meses, le están pidiendo a la Junta Central Electoral (JCE) que ejerza la facultad que se le negó.
No podemos olvidar que la Cámara Administrativa de la JCE elaboró dos proyectos de reglamento, uno sobre la campaña electoral misma, y otro sobre el manejo transparente de los enormes recursos que reciben los partidos del presupuesto nacional y nadie sabe con certeza de cuántas otras fuentes. Organizaron seminarios internacionales donde fuimos ampliamente documentados sobre los avances en las naciones más sólidamente democráticas en materia de contracción y transparencia del gasto electoral y de calidad y respeto a los demás partidos y candidatos y a la sociedad misma en el contenido de la propaganda.
Pero preferimos seguir, junto a Honduras, como las dos naciones más atrasadas en materia de reglamentación electoral, a nombre de la libertad de expresión que según algunos estaba entonces en capilla ardiente. Ahora que llega la tempestad vienen las lamentaciones, el llanto y hasta el crujir de dientes de líderes e instituciones que guardaron silencio en aquel debate que consumió la atención del país durante meses y que dividió hasta la propia JCE.
Ahora se va tan al extremo de confundir la degradación del lenguaje y la decencia y de recurrir al insulto y la descalificación con las denuncias de corrupción política, irregularidades administrativas y abusos de poder. Tenemos que insistir en el rechazo del insulto calculado y sin ambages, como esas categorías de perros -realengos, vira-latas y hueveros- con que nos ha ilustrado todo un ministro de Interior y Policía y ex rector de nuestra más antigua academia universitaria, pero al mismo tiempo exigir que sí se diluciden a profundidad las denuncias que puedan transparentar la gestión gubernamental y política.
Todos deberíamos respaldar que se debatan y aclaren denuncias sobre las fortunas de los candidatos, de los dirigentes políticos y de sus ONG y fundaciones. Sería magnífico que no quedaran dudas sobre operaciones mobiliarias del candidato presidencial perredeísta, específicamente en torno a la venta-compra y reventa del hotel Hispaniola o la adquisición de terrenos en áreas protegidas que luego dejaron de serlo.
Pero también que alguna vez se nos rinda cuenta de los orígenes del millonario patrimonio y gasto de la Fundación Global del candidato peledeísta, que se nos acabe de explicar porqué y a cambio de qué una empresa privada ha manejado clandestinamente durante casi dos años 130 millones de dólares contratados por el Estado.
Deben ser considerados denigrantes los planteamientos de algunos que llegan al extremo de vincular al presidente Leonel Fernández con un narcotraficante extraditado a Estados Unidos sólo porque aparecen en una fotografía, como se hizo hace tres años con el expresidente Hipólito Mejía, exhibiéndose como trofeo una gráfica donde se saludaban.
Pero aquella vez era legítimo reclamar explicaciones por el hecho de que el narcotraficante hubiese sido incorporado a las Fuerzas Armadas. Y ahora debemos exigir que nos expliquen detalladamente las dieciocho concesiones y contratos públicos que enumera la sentencia de extradición de la Suprema Corte de Justicia, no los denunciantes.
Hay muchos ejemplos más de las irregularidades ya denunciadas y las partes involucradas amenazan con ampliarlas y hacer emerger nuevos indicios de la putrefacción y el abuso de los recursos del Estado con que se nutren las interminables campañas electorales que nos negamos a reglamentar.
Cuando salgan hay que pedir su profundización y responsabilidades, no importa que se caigan muchos santos de los profanados altares nacionales. Sin confundirlas ni dejarnos confundir, bajo el postulado de que ni tanto que queme al santo, ni tampoco que no lo alumbre.