Rindo testimonio sobre Eduardo Latorre

Por Juan Bolívar Díaz

No sé si deba criticarle por haberse marchado tan temprano. Sobre todo en las actuales circunstancias nacionales, cuando estamos conteniendo rabias y padeciendo desesperanzas.

Es obvio que no puedo aprobarlo, aunque también sería una grave injusticia que me diera por ofendido, puesto que soy testigo de que luchó por la vida hasta las últimas consecuencias, enfrentando una enfermedad que lo fue consumiendo clandestinamente, sin que ni en los centros de salud norteamericabnos pudieran identificarla a tiempo.

La última vez que nos juntamos, a fines de mayo donde Wenceslao, lo encontramos desmejorado, pero por igual firme participante de esas tertulias mensuales en las que estuvo inscrito desde la fundación de Los Parlanchines, allá por “los años difíciles”de 1977. Lo veíamos decaer, pero nadie pensó que se marcharía antes del encuentro de este 23 de junio.

Teníamos ya demasiado penas y desencantos como para que la muerte cruel nos privara en estos días de la compañía de Eduardo Latorre Rodríguez. No sólo por haberse llevado al compañero, sino también al hombre de familia, al ciudadano, al servidor público, al intelectual, a una persona útil, auténtica en tantas expresiones de la vida.

Lo traté justamente durante tres décadas, a partir de la fundación del Instituto Tecnológico de Santo Domingo y luego lo acompañé en su Consejo de Regentes, cuando era Rector, entre 1978 y 1984, por lo que soy testigo de todo lo que significó para la identificación, afianzamiento y crecimiento de esa prestigiosa universidad.

Era vigoroso y firme en sus posiciones, hasta el punto de que algunos lo consideraban autoritario. Desde la perspectiva izquierdosa en que algunos nos situábamos, él aparecía como “conservador”. Fue siempre prudente y ponderado, a veces se acercaba al conservadurismo.

Con el soberbio atrevimiento de aquellos años, en ocasiones lo enfrenté. Sin el menor esfuerzo por contener mi reconocida vehemencia. Pero muchas veces más me rendí ante su perseverancia y firmeza, ante su capacidad e integridad.

Una de las cosas que aprendí de Eduardo es que se puede ser dirigente y líder y crecer en esas dimensiones respetando la diversidad, sin intentar perpetuarse, promoviendo diversidad y alternabilidad. En diálogo y debate plural, de lo que disfrutaba. Por eso sólo los compromisos internacionales lo apartaban de Los Parlanchines.

Casi siempre fue de los primeros, y durante años también de los últimos que nos íbamos. Discutiendo hasta la madrugada sobre las formas en que podríamos impulsar los cambios en nuestra nación, sobre la ampliación de la democracia y el mejoramiento de la función política y administrativa.

Lo mejor es que Eduardo Latorre no era un simple teórico que iba a las reuniones a desahogarse. Era tremendamente consecuente. Lo vimos manejarse con eficiencia en el mundo académico como en la administración pública.

Pasó unos 4 años al frente del secretariado general de Geplacea, el Grupo de Países Productores y Exportadores de Azúcar, con asiento en México, donde dejó su impronta como funcionario digno, honesto a toda prueba, que buscaba servir y jamás gastaba tiempo en afanes para acumular fortuna.

Cuando el presidente Leonel Fernández lo escogió para dirigir la secretaría de Relaciones Exteriores, todos lo celebramos, puesto que estábamos conscientes de la necesidad que tenía ese ámbito gubernamental de un ejecutivo de sus capacidades. Y los cambios no se hicieron esperar, elevando la dignidad nacional en el ámbito internacional.

Me consta que la política no le permitió hacer todo lo que hubiese querido, pero él sintió que aún así estaba haciendo cosas positivas por el país, sin importarle que tenía menos ingresos que en otras posiciones y sin tratar de buscar compensaciones personales.

Cuando comenzó su gestión tuve que defenderlo de las embestidas de quienes lo señalaban como “perredeísta disfrazado”. Al final, contra quienes lo acusaban de “peledeísta contumaz”.

No fue una ni otra cosa. Luchó contra los traumas electorales, desde los años setenta, pero especialmente contra el de 1994, de lo que doy testimonio. Pero sirvió lealmente al gobierno que le permitió canalizar parte de sus energías.

Se entregó hasta la saciedad y quedó con tanto prestigio internacional que la Organización de Estados Americanos le encomendó dirigir la mesa del diálogo que buscó salidas a la crisis política que provocó el desmesurado continuismo y la corrupción de Alberto Fujimori en Perú.

Eduardo Latorre fue demasiado bueno, honesto y eficaz para tan poco tiempo. Firmemente coherente, pero lamentablemente una estrella fugaz en la función pública. Persistente concurrente al análisis político en los diarios y la televisión.

Por esas y muchas otras razones nos duele tanto esta partida en momentos en que precisamos de alientos para proseguir la lucha por un país mejor, más civilizado, más aproximado a los valores que representó Eduardo Latorre Rodríguez.-