Que ese holocausto deje sus huellas

Por Juan Bolívar Díaz

Las fibras más sensibles de los dominicanos y dominicanas han sido tensadas esta semana con la tragedia de la cárcel de Higuey, en la que 135 hombres murieron achicharrados, víctimas de la indolencia y la deshumanización que esta sociedad ha auspiciado y permitido y a nombre de la justicia. Hemos asistido impávidos a las macabras escenas de la televisión, con cuerpos sobre cuerpos carbonizados, luego lanzados al piso y almacenados sin que muchos hayan podido ser identificados, ni reclamados. Deshechos humanos y sociales, reducidos al más espantoso hacinamiento.

Los que accedemos al Internet hemos visto que la tragedia higueyana ha impactado en todo el mundo. No es para menos, pues se trata del mayor holocausto de su género en una cárcel. El del penal de Lurigancho en Perú, en 1986, cobró cien víctimas más, pero aquello fue de otro género, aunque se siga hablando de un simple motín: fue un bestial genocidio contra miembros del grupo terrorista Sendero Luminoso, que las fuerzas represivas echaron a los pies del entonces prometedor gobierno de Alan García en vísperas de una reunión de la Internacional Socialista en Lima. Aquel horror marcó el desenfreno del terrorismo, por un lado y de la represión brutal por el otro.

El holocausto de Higuey tiene otro sello: el del abandono, de la podredumbre, de la corrupción más baja, en una cárcel donde todo se compra y se vende, como han denunciado los familiares de las víctimas.

Entrevistando este viernes por Teleantillas al sacerdote Christopher Hardly, capellán de la cárcel pública de San Pedro de Macorís, y a la sicóloga Camila Barco, del voluntariado que asiste a los presos en Monte Plata, hemos resultado tan impresionados como al ver las imágenes de Higuey. Lo primero que nos impactó es que ellos sostuvieron que no estaban para nada sorprendidos con la ocurrencia. Están convencidos de que pudo haberse registrado en cualquiera de la treintena de cárceles del país.

El padre Hardly, mezcla de británico y español, demostró no tener el más mínimo miedo y denunció horrores en la cárcel de San Pedro, con nombres y grados militares. Allí no solo comercializan la comida que está destinada a los presos, sino que también hay que pagar cuotas establecidas para un rincón donde dormir, para ser llevado a los tribunales, para sobrevivir en medio de la porquería.

El religioso presentó fotografías de instrumentos de torturas y de torturados, y contó que tuvo que retirar el bate de un equipo completo de béisbol que ingenuamente llevó allí creyendo que los presos tenían derecho al entretenimiento. Los carceleros se apropiaron de los guantes y demás utensilios y dejaron el bate de aluminio para practicar, pero no con la pelota, sino con la anatomía de los prisioneros.

El promedio de los presos preventivos en San Pedro es similar al de Higuey, cercano al 90 por ciento. Muchos detenidos por delitos menores jamás son llevados a la justicia. Allí también el hacinamiento es la norma y el alcantarillado sanitario y la cisterna que surte agua al recinto se confunden.

No hay que provenir de una nación europea, como el padre Hardly, para tener el peor calificativo de esas cárceles inmundas. Para él lo más grave es que sus reclamos de varios años no producen ningún efecto ni en las autoridades civiles ni en las militares, y que éstas últimas no solo son insensibles, sino que sacan beneficio de toda esa miseria.

¿Qué hacer para cambiar la dramática situación de las cárceles? ¿Cómo convertirlas en centros de regeneración para que aquellos que logran salir de las mismas puedan reinsertarse en la sociedad y no vuelvan a delinquir?

Por de pronto la Procuraduría General de la República mantiene, con asistencia extranjera, un programa de preparación de personal para administrar las cárceles. Ya se experimenta en Puerto Plata y pronto en la de mujeres en Najayo.

Pero se requiere mucho más, es urgente construir nuevas cárceles para sustituir las inmundas y ampliar la disponibilidad de habitaciones humanas, no de almacenes. Cambiar el régimen alimenticio, prohibir todo género de tráfico y perseguir la corrupción en los recintos, la misma por la que un policía introdujo el arma con la que un delincuente inició la tragedia de Higuey.

Por igual es urgente la puesta en práctica de programas integrales de entrenamiento laboral y de producción para la población encarcelada. Y, desde luego, hacer expedita la justicia y rescatar la dignidad de los prisioneros, erradicando el generalizado criterio de que el delincuente no es sujeto de derechos.

Ojalá que la tragedia de Higuey no se nos olvide pronto, que deje sus huellas, y sacuda la voluntad de las autoridades y la conciencia de la sociedad dominicana. Es lo único que puede cicatrizar la profunda herida moral de los sucesos de la última noche dominical.