Punto final a la barbarie

Por Juan Bolívar Díaz

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Todo el que tiene un mínimo de sentido de civilización debe salir al frente a la barbarie que implica la emergencia cada vez más frecuente de grupos que quieren  hacer justicia por sus propias manos, ya sea linchando a delincuentes, quemando casas de haitianos o dando plazos para que estos abandonen los reductos en que han quedado asentados.

Ya hemos perdido la cuenta del número de presuntos delincuentes que han sido linchados por turbas enardecidas, a veces tras ser molidos a palos y cuchilladas incentivando un sentimiento colectivo de sadismo que degrada nuestra sociedad y remite al dominicano a la prehistoria de los derechos humanos y de la civilización contemporánea.

La terrible muerte de un niñito de tres años, carbonizado en un batey de Barahona cuando desalmados quemaron cuatro casuchas de haitianos, es un capítulo particularmente bárbaro que ha debido sacudir la conciencia nacional, lo que no ha ocurrido, dado que casi nadie ha demandado su esclarecimiento y las correspondientres sanciones.

Afortunadamente el canciller Carlos Morales Troncoso se apresuró a condenar el hecho, adelantándose al comunicado de la embajada de Estados Unidos que refleja el grado de rechazo que acciones como esa generan en el mundo de hoy.

La circunstancia es propicia para recordar el asesinato de la dominicana Lucrecia Pérez en Aravaca, un barrio periférico de Madrid, en noviembre de 1992, a manos de un guardia civil y tres  jóvenes amigos que imbuidos de un gran sentimiento xenofóbico decidieron dar una lección a los “impertinentes e indeseables” inmigrantes. Toda la sociedad española, en un gran ejercicio de civilización, condenó el crimen y los cuatro responsables terminaron condenados en conjunto a 126 años de cárcel. El Estado español fue obligado a una indemnización que convirtió en millonaria a Kenia, la pequeña hija de Lucrecia.

Ciertamente que hay una diferencia grande. En España las instituciones estatales, incluyendo la Policía, el ministerio público y la judicatura, son muchas veces más funcionales, dejando menos margen a la insatisfacción ciudadana que se manifiesta, por ejemplo, en la decisión anunciada esta semana por grupos sociales de Licey al Medio, Santiago, de crear rondas para prevenir y perseguir la delincuencia.

Ya el jefe de la  Policía Nacional ha salido al frente a ese anuncio, pero es preciso que pasemos del discurso a la acción eficiente, no sólo en esa comunidad, sino en todo el país. Aunque deberíamos saber que a estas alturas de la descomposición social y policial se requiere mucho más que buena voluntad, comenzando por una profunda reestructuración de los organismos encargados de la seguridad ciudadana, lo que nos remite a la responsabilidad de quienes nos gobiernan.

Afortunadamente el arzobispo de Santiago, Monseñor Ramón de la Rosa, ha tenido el valor de desaprobar en términos absolutos la tendencia a imponer el terror grupal, particularmente en el caso de los inmigrantes. Y aquí nos remitimos de nuevo a las autoridades nacionales. Se precisa de un gran reclamo de límites a la inmigración masiva, alentada por traficantes y empresarios de casi todos los sectores, empeñados en mantener una mano de obra excedente que degrada el salario y las condiciones de los trabajadores dominicanos.

Una vez más hay que preguntar qué ha pasado con la Ley de Migración aprobada en el 2004 y con el reglamento que disponía aprobar en un plazo de seis meses doce veces cumplido.

Si no ponemos límites de forma racional, civilizada, de acuerdo con los principios y compromisos internacionales, seguiremos siendo considerados como una sociedad primitiva, objeto de condenas y recriminaciones. No basta alegar una soberanía que hace tiempo quedó subordinada al orden internacional.