Por Juan Bolívar Díaz
Desde hace algún tiempo me cuento entre quienes consideran la posibilidad de reclamar la pena de muerte como forma de prevenir el crimen y vengar las fechorías que los delincuentes cometen contra nuestra sociedad.
Con todas las de la ley, sin procesos sumarios ni simples agentes policiales que decidan quien vive y quien muere en nuestros barrios.
Aunque solo se la apliquemos a los pobres y muy pobres que asaltan residencias y negocios, que matan para robar o que despojan a mujeres y niños de prendas y carteras.
Nunca a los que desfalcan bancos y financieras, aunque dejen en la miseria a millares de familias.
Mucho menos a los que se apropian del patrimonio nacional y levantan fortunas de la noche a la mañana, con todo género de latrocinio, tráfico, comisiones y despilfarros.
Pena de muerte sólo para los delincuentes comunes, sobre todo si andan a pies o en vulgares motonetas, poniendo en peligro nuestras vidas, residencias y haciendas.
Que se instituya en la siempre próxima reforma constitucional, en vez de la castración química propuesta por algunos para los violadores de mujeres, niñas, niños y adolescentes.
Siguiendo nuestra sagrada institución judicial, es decir con tribunal de primer grado, corte de apelación y posibilidad de casación para que la Suprema Corte termine dictaminando sobre la validez del proceso. Con abogados defensores y juicio público, oral y contradictorio.
Más aún, podríamos instituir una instancia de apelación supra judicial, como la Conferencia del Episcopado. Y luego ante el Sumo Pontífice de Roma, que siempre será un último recurso para impedir injusticias.
Porque de lo que se trata es de evitar que cometamos terribles barbaries como las que se han visto en los últimos tiempos, delante de madres, esposas e hijos.
Si ya hubiéramos instituído la pena de muerte, habríamos evitado la horrible muerte a balazos del padre Tineo, confundido con un criminal de primera instancia mientras dormitaba en su automóvil a la puerta de los Misioneros del Sagrado Corazón.
También estaría vivo el mediano empresario García, fusilado en Bayona, cuando unos pobres agentes del orden lo confundieron con los secuestradores que lo habían victimado.
Con la pena de muerte es probable que le hubiese tocado sobrevivir a algunos de los 171 muertos en “intercambios de disparos” durante todo el año 2000, o a una parte de los 108 que cayeron por las mismas causas en los últimos 8 meses, o de los casi 400 que han muerto por similar expediente en los 26 meses de gestión policial del general Candelier.
Tendría la ventaja adicional de que la pena de muerte se aplicaría civilizadamente, con métodos de poco sufrimiento, como la inyección letal, o una gran descarga eléctrica, previa insensibilización anestésica del organismo humano.
Así, discreta y humanamente, la pena de muerte no provocaría que grupos de defensores de delincuentes calumniaran a las instituciones encargadas de velar por el orden público y la propiedad.
Con el beneficio adicional de que los organismos de derechos humanos de la ONU, la OEA, Amnistía Internacional, American Watch, ni el departamento de Estado norteamericano podrían seguir desacreditando el país.
Un país que requiere tanto del buen nombre en este mundo globalizado, especialmente porque su economía se encuentra atada a la suerte del turismo y que los turistas son enemigos de los intercambios de balazos en las calles.
Desde luego, queda la duda de si la pena de muerte con tantas garantías sería suficiente para satisfacer a los por siempre partidarios del orden impuesto a sangre y fuego y sin contemplaciones para los delincuentes comunes.
Porque el asunto viene de lejos, aunque en otras épocas le llamaran “ley de fuga” o rebelión contra la legítima autoridad.
Esa cultura de la muerte sin contemplaciones ni proceso precede con mucho a Candelier y seguramente le sobrevivirá. El sólo ha sido un ejecutor más, incentivado y aplaudido por una porcentaje importante de la población, de todas las jerarquías.
Con la pena de muerte nos evitaríamos muchos otros problemas, como el que un día de estos la Suprema Corte dictamine sobre el recurso que le fue incoado para que declare inconstitucional los tribunales policiales, donde se absuelven todos los balazos.
Ruego a alguno de nuestros más diligentes legisladores que tomen la palabra y propongan la pena de muerte.
Entonces veremos rasgadas las vestiduras de pensantes y orantes, y se acabará la complicidad y el silencio, con dura oposición a esa práctica ominosa propia de sociedades crueles e insensibles, e incompatible con el orden divido, porque solo Dios, único dador de vida, puede quitárnosla.
Intentémoslo. En nombre de la justicia, propongamos la pena de muerte.-