Por la libertad de conciencia

Por Juan Bolívar Díaz

En mis recorridos por el mundo he tenido oportunidades de visitar legendarios y monumentales templos religiosos, donde cientos de millones de seres humanos han practicado la introspección espiritual a lo largo de siglos.

Y no sólo catedrales de la fe cristiana con la que estoy comprometido desde la niñez, sino también templos budistas, sinagogas judías y mezquitas mahometanas.

En cada uno de esos centros he entrado con absoluto respeto, realizando las reverencias que sus fieles observan, convencido de que la inmensa mayoría de los que realmente profesan fe religiosa son dignos de alcanzar la paz espiritual y la trascendencia.

Un planteamiento religioso que nunca he aceptado es que sólo los católicos, ni siquiera todos los cristianos, estamos llamados al reino de Dios, que los demás están perdidamente condenados, ahora no sé bien si al infierno o al limbo. No he podido aceptar que alguien por haber nacido bajo otra fe religiosa, aún observando los mandatos esenciales del amor, pueda tener menos méritos ante Dios que yo por ser católico.

Siempre he creído que quienes practican ese nivel de sectarismo tienen una concepción muy limitada de Dios. Por más que leo los evangelios no encuentro planteamientos tan excluyentes, rígidos y mezquinos. En pocas palabras, que si Dios es amor, tiene que ser inconmensurablemente amoroso, amplio y generoso.

Por eso cuando busco un poema que defina mi proceso de introspección espiritual, vuelvo a uno de León Felipe que descubrí hace 40 años en el teatro del bosque de Chapultepec en la ciudad de México: “Nadie fue ayer, ni va hoy ni irá mañana hacia Dios por este camino que yo voy. Para cada día tiene un nuevo rayo de luz el sol, y un camino virgen Dios”.

He vivido apegado a los principios fundamentales del cristianismo, pero convencido de que toda fe religiosa es asunto de conciencia, que no puede ser impuesta por ninguna autoridad. Tampoco puedo pretender imponer a los demás mis valores, ni siquiera vivir con la prepotencia de que monopolizo la certeza divina.

Es por todo lo anterior que disiento de quienes abogan porque sus convicciones religiosas se impongan a toda la sociedad, aún en cuestiones ampliamente discutidas por la ciencia y legisladas en gran parte del mundo, como el de las circunstancias y momentos en que se puede practicar un aborto.

No abogo por el aborto pero, rogando por adelantado que no me crucifiquen ni me acusen de asesino, creo que es injusto perseguirlo y castigarlo en los casos en que esté determinado por la salvación física de la madre, o cuando a ésta le ha sido implantado a la fuerza un germen de vida. Y cuando esté todavía en proceso de conformación, como acuerdan las leyes de la mayoría de las naciones del mundo desarrollado.

El debate ha sido profundamente apasionado en el país, excesivamente matizado por las confesiones religiosas, hasta el nivel de pretender aplastar las conciencias disidentes, hasta el chantaje inaceptable. La manipulación ha sido tan fuerte que la mayoría no entiende que lo que se debate en el Congreso es una despenalización parcial, sólo para los casos de violación e incesto y cuando se juega la vida de la madre.

Respetaría profundamente y tendría mi admiración una mujer que por convicciones religiosas o deseo de dar a luz un ser humano acepte completar el proceso aún cuando su médico le haya advertido que se juega su propia vida. También respetaría a una joven que por razones de conciencia acepte desarrollar un germen de vida que le haya sido implantado con asalto y violencia.

Por las mismas razones, merecen mi respeto y comprensión aquellas mujeres que decidan no desarrollar un fruto de la fuerza bruta o las que entiendan que su vida misma está por encima de un germen humano.

Comprendo que los defensores de la posición absolutista no guarden respeto por esa decisión, pero no que tengan derecho a reclamar persecución y cárcel para aquellas, en un ejercicio de hipocresía, puesto que saben que cada año suman decenas de miles los abortos de cualquier género y circunstancias que se practican en el país, sin que una sola mujer haya sido condenada por eso en los tribunales. Casi en ninguna parte del mundo.

En conclusión, que lo que se persigue no es hacer una justicia, que en este caso se sabe imposible, sino sancionar un acto de conciencia, imponer sus preceptos a todos y todas. Creo que todo aborto comporta traumatismo, pero abogo por la libertad de conciencia. Por eso prefiero la educación y los medios para planificar la familia, especialmente de los desvalidos económicos y sociales.