Por Juan Bolívar Díaz
Por múltiples razones, la designación de un nuevo jefe de la Policía Nacional (PN) esta semana fue acogida con alivio por la opinión pública nacional, especialmente porque abre nuevas posibilidades de que al fin se cumpla el principio Constitucional y el Código Procesal Penal que responsabilizan al Ministerio Público de la dirección de las investigaciones criminales.
Es obvio que la jefatura del general Rafael Guillermo Guzmán Fermín se había desbordado tanto que generaba una sistemática confrontación con la Procuraduría General de la República y los procuradores fiscales de todas las jurisdicciones. La confrontación había trascendido repetidas veces a los medios de comunicación desde hace mucho más de un año, y en los últimos meses arrastró preponderantemente a la Dirección Nacional de Control de Drogas en un descontrolado protagonismo en relevantes casos de narcotráfico, convertidos en una espantosa serie de intrigas, filtración de versiones tendenciosas y hasta contaminación de pruebas.
Las actuaciones policiales al margen del Ministerio Público fueron causa de sospechas de complicidades y hasta de sustracciones de cuerpos del delito, expuestas a los medios de comunicación social tanto en Santo Domingo como en Samaná. Consecuencia inmediata fue la degradación de la institucionalidad, el menoscabo de la función judicial y el disgusto inocultable de sus responsables. Era un secreto a voces que un número alarmante de funcionarios del Ministerio Público deseaban ser relevados de sus funciones, y hasta hubo uno que procuró un exilio dorado para salirse del foco de confrontación.
La decisión del Presidente de la República, aunque demasiado dilatada, viene a enderezar entuertos, por lo que debe ser acogida por todos los responsables y respaldada activamente por los preocupados por la creciente inseguridad y la desbordada impunidad.
Nadie puede ignorar que desde septiembre del 2004, hace casi seis años, entró en vigencia en el país un nuevo Código Procesal Penal que, siguiendo las corrientes institucionales internacionales, derivó al Ministerio Público la responsabilidad de dirigir las investigaciones criminales, señalando a la PN como un auxiliar de la justicia.
La flamante Constitución de la República proclamada el pasado 26 de enero, no deja el menor resquicio de dudas, pues su artículo 169 proclama que El Ministerio Público es el órgano del sistema de justicia responsable de la formulación a implementación de la política del Estado contra la criminalidad, dirige las investigaciones y ejerce la acción pública en representación de la sociedad.
Si todavía alguien tiene dudas, debe remitirse al artículo 255 de la misma Constitución, donde se define la misión de la PN, afirmando que es un cuerpo armado, técnico, profesional, de naturaleza policial, bajo la autoridad del Presidente de la República, obediente al poder civil, apartidista y sin facultad, en ningún caso, para deliberar.
A continuación enumera sus funciones, especificando en el inciso 3: Perseguir e investigar las infracciones penales, bajo la dirección legal de la autoridad competente.
No hay dudas de que se trata de una institución subordinada al Ministerio Público, por lo que no caben interpretaciones de ningún jefe policial.
La etapa de una policía protagonista, en pugna con los poderes civiles, por encima de la ley, disponiendo a su antojo de bienes y vidas, debe quedar definitivamente superada.
No sólo por el imperativo de la Constitución y de la ley, sino también por la plena vigencia de un Estado de Derecho, que implica el fiel cumplimiento de todas las prerrogativas a favor de la ciudadanía que proclaman esos textos y de los que la nación es compromisoria a nivel internacional.
Hay que celebrar el encuentro del nuevo jefe policial, general Juan José Polanco Gómez, con las autoridades del Ministerio Público, el reconocimiento de sus funciones y la promesa de acatamiento.
Pero también estar vigilantes para que nunca más se imponga el capricho por encima de los mandatos constitucionales y legales. Esta nación está demandando, pura y simplemente, el pleno respeto a la institucionalidad democrática, lo que en la autoritaria y medalaganaria tradición dominicana será en sí mismo una revolución prometedora de un nuevo paradigma de convivencia social y desarrollo humano.