Otra vez el voto preferencial

Por Juan Bolívar Díaz
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La falta de reglamentaciones de las actividades políticas y electorales y la persistencia de una cultura de la trampería impulsada por las ambiciones y la corrupción han vuelto a poner en cuestionamiento la pertinencia del voto preferencial que permite a la ciudadanía escoger su diputado. Y de nuevo se levantan voces pidiendo que se devuelva a las cúpulas partidarias la facultad de decidir quiénes pueden o no resultar electos.

El voto preferencial se instituyó en la reforma electoral de 1997 y se puso en práctica por primera vez en el 2002. Fue fruto de reclamos y consensos políticos-sociales con el objetivo de mejorar el ejercicio democrático. También se reclamaba, y todavía no se ha logrado, ofrecer a los electores y electoras la posibilidad de escoger al senador separado de los diputados y al síndico de los regidores.

La institución del voto preferencial fue acogida como un paso de avance democrático, pero la forma en que se ha ejecutado, sin ningún tipo de reglamentación, la ha desacreditado hasta el punto de crear condiciones para su derogación, lo que sería otro paso regresivo. Lo que corresponde no es reducir el derecho de la ciudadanía en beneficio de la dirección de los partidos, sino establecer normas que preserven esa conquista.

Tal como se ha ejecutado el voto preferencial está beneficiando a los aspirantes de menores escrúpulos y con más capacidad financiera, legítima o ilegítima, que llegan al extremo de comprar el favor de delegados políticos en los colegios electorales para que abulten sus votos en perjuicio de compañeros de partido o de aliados. Las mujeres en particular se quejan del sistema porque generalmente reúnen menos financiamiento y son víctimas del desbordamiento ético de sus compañeros de partido.

Ahora mismo la Cámara Contenciosa de la Junta Central Electoral está apoderada de más de una treintena de impugnaciones entre candidatos de un mismo partido. En consecuencia cada vez son más los reclamos de que se elimine el voto preferencial para conjurar la terrible competencia que se desata en el seno de cada partido, debilitando esas instituciones fundamentales de la democracia.

Sin embargo el remedio no puede ser estrechar la democracia, sino reglamentarla. Lo primero que se impone es limitar el poder del dinero desde las elecciones primarias de los partidos a la nacional. Una propaganda desbordada permite a quienes reúnen más dinero, a menudo mal habido, aplastar a los más honrados y comprometidos con los intereses de su comunidad.

Se impone prohibir la promoción de precandidatos y candidatas  a diputados a través de los medios masivos de comunicación, como se ha hecho en muchos países. La competencia sólo debe permitirse estrictamente dentro de su circunscripción, apelando directamente a sus electores y electoras y en espacios en las vías públicas distribuidos en forma equitativa, no en función del dinero o la complicidad con las autoridades municipales que a nombre del ornato comercializan los espacios que corresponden a todos excluyendo a quienes tienen menos financiadores.

También se impone eliminar los cofrecitos de 50 mil pesos mensuales que recibe cada diputado para “labores asistenciales”, o las asignaciones de Navidad y el Día de las Madres que implicaron casi 100 millones de pesos entre Navidad y las recientes elecciones, a razón de 550 mil pesos para cada diputado, cuando 131 de los 178, nada menos que el 74 por ciento, buscaba la reelección.

La distorsión del voto preferencial en los colegios electorales es más difícil de corregir mientras persista la cultura de la trampería, el arrebato y la apropiación hasta de la voluntad colectiva, mediante las prácticas de las dádivas y el clientelismo, mientras todo se pueda comprar y haya gente que se oferte públicamente al mejor postor. Mientras la política sea un simple negocio, y mientras  persistamos en cultivar la ignorancia y la subordinación de las masas populares, negándonos a convertir la educación en la primera prioridad nacional.-