Por Juan Bolívar Díaz
Por la fuerza y difusión que tienen los artículos de la estimada colega Sara Pérez no se debe pasar por alto el del domingo 28 de septiembre en la página 18 de El Nacional titulado “La dominicanidad como una maldición”. No sólo se leen directamente en ese diario, sino que se difunden en varias redes del internet, generalmente para deleite de todos.
Espero que nadie me malinterprete. No hay en esta disensión el más mínimo asomo de cuestiones personales, a no ser el respeto y cariño que tengo por Sara, con quien a lo largo de cerca de dos décadas he coincido tanto en el diagnóstico de la sociedad dominicana y en el esfuerzo por mejorarla.
Resulta imposible pasar por alto el criterio de que ser dominicano es un asunto deprimente, que es una desgracia, una maldición, una fatalidad y hasta una condena. Esto último obviamente un error fácil de contactar, puesto que podemos emigrar lejos (aunque no todos, desde luego), optar por otra nacionalidad y olvidarnos de este terruño, cosa que no logran los cientos de miles que han tenido que marcharse en las últimas décadas.
Y digo que han tenido que marcharse forzados por algunas de las desgracias enunciadas en el artículo de Sara. Porque esta sociedad les ha negado hasta las más mínimas oportunidades de desarrollo y crecimiento. Pese a lo cual no solo no renuncian a la nacionalidad ni se olvidan de los suyos, sino que envían más de 2 mil millones de dólares por año, lo que ha contribuido a que no nos hayan enterrado más aún en los huecos financieros.
Cuando son grandes triunfadores, como Samuel Sosa, Juan Luis Guerra o Michael Camilo, enarbolan la dominicanidad con orgullo. Y los hay como Félix Sánchez, de padres dominicanos pero nacido y desarrollado en Estados Unidos, que a la hora de los honores no encuentran pedestal suficientemente alto para enarbolar la bandera nacional.
Sara Pérez misma es la negación de lo que dice su artículo. Si fuera cierto que ser dominicano es esa maldición, desgracia, condena y fatalidad, ella no estuviera tan pendiente de nuestro discurrir, allá en la tranquilidad familiar de la hermosa como pacífica comunidad de Reading, en Pensilvania, aunque no muy lejos del mundanal ruido newyorkino.
Hay que interpretar ese artículo como expresión de uno de esos momentos depresivos que todos tenemos en la vida. Y la verdad es que hay demasiado elementos para la depresión en este país que por momentos parece dar saltos mortales hacia el pasado, para subsumirse en ruinas, en vez de señirse la triunfal corona como clamó Salomé Ureña.
Sobra en los ambientes nacionales, especialmente en los sectores contestatarios, un sentimiento de pesimismo y frustración que nos lleva a verlo todo perdido, a renegar del futuro y a regodearnos en la proclamación de la fatalidad.
Yo tampoco he escapado a los momentos de frustración, tras tantos años soñando con una nación mejor organizada, abogando por justicia en el término más amplio de la palabra, y trabajando por forjar una conciencia más democrática y participativa. Pero combato firmemente el que proclamemos el fin de la nación y la sociedad.
Por ejemplo, hay por ahí quienes viven proclamando que ya el continuismo volvió a imponerse por encima de todos y de todo, a cualquier precio, consumiendo todas nuestras instituciones en el altar de las ambiciones.
Y yo creo firmemente que no será así, que esta nación padece de grandes carencias pero ha acumulado energías suficientes para poner un valladar a la fatal reproducción del pasado. Que los que sueñan con eso esta vez no pasarán.
Pero aunque se tengan dudas y temores, lo fatal es declarse vencido antes de librar la guerra. A la batalla hay que ir con el espíritu del checoeslovaco Julius Fucik. “He vivido por la alegría, por la alegría he ido al combate, por la alegría muero, que la tristeza nunca sea asociada a mi nombre”.
Por demás, hay que volver a ponderar que los males que sufrimos, y que enuncia tan certeramente Sara Pérez, no son monopolio de la sociedad dominicana, que infectan a casi todos los países latinoamericanos. Sin olvidarnos de lo que es Africa y gran parte de Asia.
Frente a los parámetros sociales e institucionales de Europa y Estados Unidos tenemos que reconocernos chiquitos. Son lugares aptos para una legítima huida, pero tampoco modelos de justicia, al menos frente a las naciones del tercer mundo a las que han colonizado, exprimido y oprimido, y en las que sembraron la corrupción, el abuso y la violencia.
Tampoco es cosa de que proclamemos que es una maldición de ser latinoamericano o humano, aún con tanta opresión y miseria que predomina aún en los pueblos de este continente y en toda la humanidad.
Lo que nos corresponde es proseguir luchando por crear un mejor ámbito nacional para todos. Pero con la conciencia de que ninguna nación ni pueblo lo ha logrado de la noche a la mañana, que no hay una línea recta que lleve al desarrollo y la justicia, que somos de flujos y reflujos, de éxitos y fracasos, de amor y odio, y de luces y sombras.-