Por Juan Bolívar Díaz
Los reporteros periodísticos dieron cuenta de que durante el paro de labores del martes 11 siete jóvenes dominicanos perdieron la vida, víctimas de armas de fuego, casi todos a manos de agentes del orden público.
Sin embargo, muy poca atención han merecido esas víctimas de la violencia y la intolerancia. Una declaración gubernamental hasta reconoció a la ciudadanía por haber ejercido el derecho a la protesta de forma excepcionalmente pacífica. Pero para nada se refirió a las 7 víctimas mortales. Mucho menos a más de 20 heridos de balas y perdigones.
Tampoco los convocantes de la paralización de labores han puesto mucho acento en exigir las responsabilidades y sanciones correspondientes por esas víctimas de la violencia, arrancadas muy temprano de la vida, pues casi todos eran jóvenes menores de 25 años.
Así mismo en la opinión pública pocas voces se levantan para preguntar por qué teníamos que poner fin a esas vidas, para condenar sus asesinatos y para exigir justicia. Se pasa la página del paro como si nada hubiese ocurrido más allá del rechazo obvio y contundente a la política económica del gobierno.
Habría que concluir en que, como los muertos de las campañas electorales, los de las protestas sociales tampoco cuentan. Pasan de inmediato a formar parte del eterno borrón y cuenta nueva en que se debate la conciencia social dominicana.
Permítaseme reclamar por las vidas de los jóvenes Alberto Aquino y Daniel Martínez, muertos en esta capital, por David Pérez de Santiago, Ramón Adriano Rodríguez de La Vega, Humberto Rosario de Bonao y Juan Antonio Silfa de Higuey. Estos seis murieron por las armas disparadas por los agentes que pagamos para proteger las vidas, las propiedades y los derechos de todos los ciudadanos y ciudadanas.
También tengo que levantar un grito de indignación por el asesinato del raso policial Nelson Arias Henríquez, de solo 22 años, estudiante de ingeniería electromecánica, muerto alevosamente por disparos de dos encapuchados, cuando retornaba a su casa del ensanche Capotillo.
Si damos crédito a una crónica publicada el viernes por El Caribe, habría que agregar una octava víctima, aunque de cosecha retardada. José Veras Gómez, de 20 años, a quien se identifica con discapacidad mental, quien según sus familiares fue detenido por agentes policiales al medio día del jueves en su residencia del barrio Canaán de Villa Mella. Se le acusó de haber participado en las protestas del martes y por ello “apareció muerto” en el hospital Moscoso Puello.
Todos ellos eran seres únicos e irrepetibles, con derechos garantizados por la Constitución y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, con padres, hermanos y hasta hijos, con vocación para la vida y la plenitud como todas las personas.
Pero estamos tan acostumbrados al asesinato impune, a la muerte injustificada, al disparo alevoso y sin mayor averiguación, que ya no nos sonrojamos por apenas 7 u 8 muertos más. Si ya la Policía Nacional ha sepultado más de 200 en lo que va de este año, a nombre del combate a la delincuencia que justifica ejecuciones sumarias de culpables e inocentes sin sentencia judicial.
Tal vez no nos asombramos de esos 8 muertos porque el aparatoso despliegue militar que acompañó el paro parecía destinado a una cosecha de sangre mucho mayor. Nuestras gloriosas fuerzas armadas estuvieron en pie de guerra. Como si tuviéramos que justificar el mantenimiento de 40 mil efectivos militares.
Ante estas ocurrencias cualquiera tiene derecho a preguntarse qué cultura de violencia y muerte es la que hemos cultivado en este país de tanta gente alegre y buena. Por qué no podemos evolucionar a estadios más civilizados de convivencia, aceptando la disensión y la protesta, sin tener que apelar a la intimidación, a la prepotencia y a las balas.
Lo más doloroso es que ni yo mismo que estoy pegando este grito de reclamo por estas vidas tan inútil como terriblemente cegadas, tengo la más mínima esperanza de que alguien recogerá el clamor y lo traducirá en acción de justicia.
Sólo queda clamar a Dios para que se apiade de nosotros y nos revista de mayor sensibilidad para que defendamos cada vida humana como la propia. Como única y sagrada.-