Los días en que vivíamos cercados

Por Juan Bolívar Díaz

Aquella mañana del 28 de marzo de 1973 los reporteros de Ultima Hora regresamos a la redacción, tras las coberturas periodísticas asignadas, convencidos de que estábamos cercados, y algunos ironizábamos diciendo que los del servicio secreto de la Policía creen que “el guerrillero sin montaña” va a volver al periódico.

Se aludía a la entrevista que se había publicado un mes antes con Toribio Peña Jáquez, el miembro de la insurrección de Francisco Caamaño Deñó que se extravió en la noche del desembarco de Playa Caracoles, al principio de febrero y que vino a parar a la capital. Me tocó realizar aquella entrevista en circunstancias muy peligrosas e imprudentes, dentro de un automóvil y dando vueltas por la ciudad mientras las fuerzas militares y policiales lo buscaban por todos los vericuetos citadinos.

La entrevista con Peña Jáquez era un “palo periodístico” cuando todavía se discutía si era cierto que Caamaño había llegado al país y se había internado en las montañas para combatir el régimen autocrático de Joaquín Balaguer. Los propietarios del diario se negaban a publicarla y para convencerlos hubo que inventar la versión de que el guerrillero había llegado al local mismo del periódico. En la práctica periodística universal era inconcebible que no se publicara un testimonio como aquel, pero eran fuertes los temores a la represión del régimen.

Se acordó que la entrevista saldría en la edición sabatina que quedó lista desde el viernes, lo que nos dejaba dos días para escondernos y retornar a la luz pública el lunes, cuando esperábamos que hubiese bajado la temperatura de los que en el gobierno seguramente pretenderían cobrar la osadía. Ejecutivos y los reporteros de la política nos entretuvimos bajo techos prestados aquel fin de semana.

En los días sucesivos estimamos que los aparatos investigativos del régimen habían sabido o sospechado quién fue el autor de la entrevista -que desde luego se publicó sin firma-, ya que mi residencia en San Carlos fue allanada en dos ocasiones, “coincidencialmente” siempre en momentos en que yo no me encontraba, aunque para esos tiempos llevaba una vida de recogimiento monasterial.

Sobre las 11 de una noche a mediados de marzo recibí una llamada telefónica de una simpática señora que se mostraba muy interesada en hablar con mi madre, llamándola por su nombre familiar, doña Juanita, y tratando de ganar mi confianza. Tras un intercambio de frases y al preguntarle si le podía ayudar en algo, me respondió que era para avisarle que en la galería de la casa le había dejado un paquete. Reaccioné al instante pidiéndole que se identificara, ante lo cual optó por cortar la comunicación.

No se me ocurrió asomarme a la puerta para recoger el supuesto paquete y al día siguiente allí no había nada ni nadie volvió a hablar del mismo. Cuando conté el incidente en la redacción, todos, especialmente el jefe de Redacción, Gregorio García Castro, coincidieron en elogiar mi prudencia y encomendarme que no me descuidara.

Alrededor de las 8 de la noche de aquel aciago 28 de marzo me despedí de Goyito a quien dejé con César Medina. Como siempre me encomendó que me cuidara. Mi novia me recogió y, como era habitual entonces, me acompañó hasta la casa, donde media hora después recibimos la infausta noticia del asesinato del compañero García Castro.

Nunca creímos que lo mataran por la publicación de la entrevista, que por demás no tuvo ninguna repercusión conflictiva para el gobierno, sino por la verticalidad con que él se había empeñado en denunciar crímenes y atropellos políticos, apuntando al sector más sanguinario del régimen. Y por su militante defensa de los perseguidos de la época.

Goyito nunca creyó que le tocaría tan dramáticamente la represión y no se aplicaba los consejos de cuidado que me daba sistemáticamente, convencido de que en aquella redacción yo era el blanco perfecto, ya que había sobrevivido a una bomba que destrozó mi auto en marzo de 1970 y a un intento de asesinato 7 meses después. Además porque creía que lo protegía el haber sido amigo y correligionario de Balaguer.

En medio del dolor y el espanto nos convencimos de que Goyito fue hacia su automóvil llamado por alguien. Dejó el saco y su bolígrafo sobre el escritorio, la puerta abierta, siendo ya el último que quedaba allí, y le dijo al policía que cuidaba el Listín Diario, casi al frente, que le echara un vistazo en lo que regresaba. Nunca hemos podido determinar quién lo invitó a ir al carro y bajo qué pretexto, que debió haber sido más convincente que el paquete en la galería de mi casa.