Llevarse el cocinero sí es un delito

Por Juan Bolívar Díaz

Salí del encuentro-almuerzo convocado el jueves por el Presidente de la República con ejecutivos y comentaristas de medios de comunicación con un triste sentimiento de frustración, con esa sensación de que la ética y la política están definitivamente divorciadas y no hay orientador espiritual ni sicoanalista que pueda reconciliarlas.

Por un lado ví al viejo amigo Leonel Fernández presentando un gran legajo de leyes aprobadas en los últimos años para mejorar la administración pública y prevenir la corrupción administrativa. Ahí  estaba el apreciado abogado, el mismo que nos acompañó tan generosa, honorífica y valientemente en la defensa de la ley de profesionalización de los periodistas, entre 1989 y 1991.

Por otro lado advertía al “político pragmático” que proclama una y otra vez que en su gobierno ha habido, hay y habrá voluntad para combatir la corrupción, pero al mismo tiempo titubea ante medidas específicas para combatirla, proclama las dificultades de probar la prevaricación y malversación y hasta llega a establecer teorías como esa de “que un funcionario se llevó el cocinero para su casa, está mal, pero no es un robo. Se trata de debilidades del sistema administrativo”.

Ciertamente que las nuevas leyes de Hacienda, de Presupuesto, de Crédito Público, de Tesorería, de Compras y Contrataciones, de Planificación e Inversiones, de Función Pública, como la de Defensor del Pueblo, la que penaliza el robo de energía y otras han sido aprobadas en la última década, muchas de ellas promulgadas por el doctor Fernández.

Pero también es cierto que ese legajo impresionante de reformas fue aprobado a regañadientes, a cuentagotas, casi impuestas por el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Centroamérica, por los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional, o por la presión de instituciones nacionales y extranjeras. De ellas algunas no se han cumplido en absoluto, y otras apenas se observan a medias, como las referentes a las compras y contrataciones del Estado.

Con frecuencia se escucha a políticos y autoridades judiciales excusar la impunidad bajo el alegato de que las leyes son blandas o no castigan específicamente muchos delitos de la administración pública. Y en parte tienen razón, porque al hacerlas se han cuidado de dejar suficientes brechas para que siga el reparto, la apropiación de los recursos del Estado no sólo para el enriquecimiento personal, sino también para realizar actividades políticas.

Es que el robo del patrimonio nacional está a la vista de todos en el boato, en la ostentación de riquezas, en las mansiones y el gasto, pero también en una actividad política que se ha encarecido desproporcionadamente. Ya hasta para ser candidato a regidor se precisa de mucho, mucho dinero, que casi nunca sale de la fortuna personal, sino del robo directo o indirecto al Estado, de la malversación del erario público. Malversar es, según la Real Academia de la Lengua, “invertir ilícitamente los caudales públicos, o equiparados a ellos, en usos distintos de aquellos a que están destinados”.

Con limitaciones o ambigüedades, la Constitución de la República, el Código Penal, y la Ley de Función Pública condenan no sólo toda apropiación de los recursos estatales, sino también el tráfico de influencias y hasta la asociación de malhechores. Pero los vacíos que puedan tener bien pueden ser llenados, con propuestas específicas que no se ven. Por ejemplo, en su proyecto de nueva Constitución el presidente Fernández  desaprovechó una gran oportunidad.

Que un funcionario contrate hasta un chef y le pague con los recursos bajo su administración y se lo lleve para su casa, puede ser que no esté contemplado como un robo, pero lo es. Según ese planteamiento si el funcionario se roba el dinero para pagar el chef  sí roba. Pero si ordena que lo paguen por la nómina, es sólo una “indelicadeza”, según el código que el clientelismo balaguerista impuso y que sus sucesores han continuado,

El problema es de política, no legal, y viene desde arriba, como forma de hacer política, de buscar mantenerse en el poder, o retornar a él. Puede ser con el chef, el barrilito, las nóminas y nominillas, las fundaciones, las tarjetas de crédito, o como se le quiera llamar. Si fuera legal por lo menos hubiésemos visto muchísimas cancelaciones, para lo cual ningún presidente requiere código especial.