La ciudadanía ha dado dos lecciones ejemplarizantes en los recientes comicios presidenciales celebrados en Costa Rica y Panamá, los dos países menos poblados de la región centroamericana, ratificando los beneficios de la alternabilidad en el poder, optando por nuevas propuestas que rompen el bipartidismo tradicional y rechazando la manipulación y la corrupción como mecanismos para prolongarse en el gobierno.
A diferencia de la persistente recurrencia al providencialismo continuista que caracteriza la historia dominicana, los centroamericanos han venido optando en las últimas décadas, tras superar los gobiernos militares y las guerras civiles, por una democracia fundada en la alternabilidad. Sólo el premio Nobel de la Paz Oscar Arias y Daniel Ortega han conseguido más de un mandato constitucional entre los seis países de la región.
El pasado jueves inició su período de gobierno en Costa Rica el presidente Luis Guillermo Solís, llevado al poder por el Partido Acción Ciudadana, una formación política que en la última década se constituyó en alternativa al viejo y desgastado liderazgo político, con un programa de centro izquierda que enfatiza el combate a la pobreza y la superación de la desigualdad. Se trata de una nueva organización política montada sobre las insatisfacciones de los sectores más activos de la sociedad.
La lección de Panamá fue más contundente todavía cuando el pasado domingo resultó electo presidente Juan Carlos Varela, fruto de una alianza política en rechazo abierto a la corrupción. Hasta que se contaron los votos, sin ninguna dilación ni titubeo, el escogido figuraba como tercero en las preferencias marcadas por las encuestas y la opinión pública.
En Panamá fue vencido el abuso de los recursos del Estado, empleados descaradamente por el presidente saliente Ricardo Martinelli, quien no tuvo rubor en extender hasta el recinto de votación su campaña por la candidatura de la continuidad, que incluía a su propia esposa como candidata a la vicepresidencia. El electorado ejerció el castigo a la corrupción que no han podido sancionar las instituciones panameñas, manipuladas por un presidente repetidas veces involucrado en maniobras fraudulentas de todas las dimensiones.
El rechazo se extendió al Partido Revolucionario Democrático, la herencia del legendario Omar Torrijos, devenido en otro instrumento de la corrupción política, el cual aparecía como favorito en la mayoría de las encuestas. La población premió a Varela, quien no obstante haber sido electo vicepresidente en la boleta de Martinelli, tuvo suficiente fuerza moral para rechazar la corrupción que envolvió al régimen.
La lección que han dado costarricenses y panameños cuadra perfectamente a los dominicanos, cuyo Estado encabeza las evaluaciones internacionales del Foro Económico Mundial y de Transparencia Internacional en materia de corrupción, de malversación y de privilegio en el ejercicio político. Es probable que estos sorpresivos golpes electorales no erradiquen la corrupción y el clientelismo, pero contribuyen a poner límites. Y si los nuevos gobernantes no responden a las expectativas, que ellos y sus partidos sean a su vez sancionados en la próxima oportunidad, hasta que se imponga la decencia y el respeto a las aspiraciones sociales.
La lucha por fuertes instituciones democráticas es de larga duración, pero nunca será exitosa si predomina la inmovilidad y la resignación que afectan a amplios núcleos de la sociedad dominicana, conscientes de los riesgos que genera la inequidad y la iniquidad de la pésima distribución del ingreso, de la corrupción, del clientelismo y del rentismo en una gestión gubernamental que eterniza el atraso y la pobreza.
Ojalá que los dominicanos registren estos ejemplos ciudadanos de administración del poder del voto. El sistema político nacional precisa algunas lecciones para que comprenda que tiene que corregirse y si su putrefacción es irreversible, que surjan nuevas expresiones orgánicas de los anhelos sociales.