Por Juan Bolívar Díaz
Es difícil que alguna otra vez en la conturbada historia de la violencia y el odio humano haya habido un dolor tan colectivo como el que embargó a los seres sensibles en la terrible jornada del martes 11 de septiembre.
Nunca como ahora el redoble de las campanas había sido tan propio de la colectividad humana. Y es que nunca habíamos asistido a un acto tan bárbaro de destrucción y muerte colectiva, en el corazón de una de las principales ciudades del mundo, a la vista universal.
La globalización de las comunicaciones nos hermanó en el dolor y el sufrimiento, con aquellas escenas dantescas de los aviones penetrando las torres gemelas, de los atrapados en los pisos por encima de las explosiones lanzándose al vacío, seguidos por las cámaras de televisión, de las tremendas obras de la ingeniería desmoronándose irremisiblemente.
Nunca se podrá escribir toda la angustia y el sufrimiento que conllevaron aquellos acontecimientos de muerte y destrucción. No solamente para las víctimas directas, sino para los cientos de millones de personas que asistíamos impávidos e impotentes al dantesco espectáculo.
Por momentos nos parecía que lo que presenciábamos no era real, sino escenas conocidas de tantas cintas cinematográficas que rinden culto a la violencia y enseñan a secuestrar autobuses, trenes y aviones, a derrumbar edificaciones y a sembrar el pánico en terminales aéreas o en ciudades consumidas por inmensas lenguas de fuego.
Una de las consecuencias positivas que debería arrojar la tragedia es una reducción de la violencia que se difunde en la cinematografía y la televisión universal, en gran proporción manufacturada por los productores norteamericanos.
Pero por el momento lo que ocupa mayormente la atención de todos es la sed de justicia, que no es sólo del pueblo norteamericano, sino del mundo todo. Por sentido de solidaridad humana y porque allí entre los hierros retorcidos de las torres gemelas de NuevaYork hay sangre de todas las razas, y probablemente de decenas de naciones.
Tal vez nunca sabremos cuántos fueron las víctimas, ni cuántos dominicanos y dominicanas fueron sacrificados allí por el desbordamiento del fanatismo, por los fundamentalismos y los odios que todavía se erigen como muros insalvables entre pueblos y culturas.
Por muchas razones tenemos que acompañar a los norteamericanos en su inmenso dolor y expresarles nuestra solidaridad humana y nuestro anhelo de justicia. Pero también todos tenemos que ayudarlos a superar la tragedia y a evitar engrosar los caudales de odios y venganzas que cruzan fronteras y continentes.
Si grande es la sed de justicia, también lo son las dificultades de identificar y aislar un enemigo escurridizo, que se asienta sobre diferencias y fanatismos que afectan a millares de personas, la inmensa mayoría de ellas sumidas en la ignorancia y en la miseria.
Deberá hacerse todo el esfuerzo por localizar a los responsables, sobre todo a los autores intelectuales, puesto que ya el fanatismo se llevó a la tumba a una veintena de fanáticos inmolados en el altar del odio y el desenfreno genocida.
La civilización norteamericana no puede rebajarse al nivel de los fanatismos y el terrorismo sembrando el espanto entre multitudes de cualquier signo religioso o credo político.
Todos saldremos afectados por estos tristes acontecimientos promotores de tendencias militaristas y guerreristas, que obligarán a invertir miles de millones de dólares en busca de la seguridad perdida, que encarecerán los viajes y afectarán el turismo y muchas otras actividades humanas.
En el corto plazo, y hasta que las heridas puedan ser restañadas, el desastre de Nueva York y Washington se reflejará en mayores tendencias xenofóbicas, en acento de los prejuicios y las discriminaciones raciales, en chauvinismos y exclusiones.
La convivencia entre pueblos y culturas salió profundamente herida del montón de escombros en que fue sumida la ciudad de Nueva York, y se requerirá grandes energías mucho tiempo para que podamos superar los traumas.
Al caer esta aciaga semana de septiembre el espíritu se constriñe con la conciencia de la inmensa vulnerabilidad de la condición humana, mucho más allá del poder militar y económico, en un mundo profundamente tenso y desigual, que acumula demasiado riquezas y conocimiento por un lado y miserias e ignorancia por el otro.
Que el redoble de las campanas martille la conciencia de la nueva solidaridad en que habrá de asentarse un día una civilización menos violenta y más solidaria.-