Menuda y físicamente frágil como parece haber sido toda la vida, doña Gracita Barinas va a cumplir 95 años, ya con dificultades para caminar, pero con suficiente lucidez para recordar a sus contertulios escenas y diálogos olvidados y para seguir los acontecimientos nacionales e internacionales.
Con la mayor naturalidad, nos contaba recientemente que en enero pasado envió un mensaje de salutación a Barack Obama, deseándole que pueda traducir a la realidad muchos de los sueños de La Audacia de la Esperanza. Se mantiene al día no sólo por la televisión, sino también leyendo cada día un par de periódicos.
Es como el morí-viví que cada mañana le gana una batalla al agotamiento para reafirmarse en la vida y la esperanza. Si se le habla por teléfono, algunos días parece que se está despidiendo, y otros sorprende por la vitalidad que transmite. En septiembre pasado doña Gracita dio un susto cuando hubo que operarla de un coágulo cerebral. Nadie creyó que dos meses después estaría celebrando su 94 aniversario y poco después enviando buenos augurios a Obama.
Y allí está, encarando la inconmensurable levedad de la condición humana, en su casa de San Cristóbal donde nació y ha desparramado sabiduría y amor durante casi un siglo. Promotora cultural, animadora social y silenciosa agitadora política ha influido sobre varias generaciones.
Su humilde casa de madera y zinc en pleno centro de la ciudad, fue centro de todas las reuniones e inquietudes desde los finales de la tiranía de Trujillo, pero sobre todo en las décadas de los sesenta y setenta. Gracias a una terraza techada de cana y un patio abrazado por árboles frutales, allí podían confluir todos los sueños juveniles y ella los hacía propios y los expandía. Los poetas, músicos y compositores exponían sus primeras armonías, los jóvenes estudiantes teorizaban sobre ideologías políticas y teológicas, prometiendo cambiar el curso del país.
Doña Gracita acompañó al maestro de la poeta nacional Domingo Moreno Jiménez en la fundación del Instituto de la Poesía Osvaldo Bazil, del que fue secretaria durante dos décadas. Desde allí expandió su influjo y creó vínculos eternos con el arte y la cultura. Como presidenta del Consejo de Mujeres de San Cristóbal durante doce años de la mitad del siglo pasado, propuso escuelas para incentivar la superación de las obreras, chiriperas y trabajadoras domésticas y ella misma fue de las profesoras honoríficas en cursos de economía doméstica, nutrición y salud, puericultura y moral social, llevados hasta la zona rural de la provincia.
Su responsabilidad social se manifestó también en la presidencia del Instituto Duartiano y la vicepresidencia del Ateneo de San Cristóbal, así como en varias otras organizaciones comunitarias. También se ha distinguido doña Gracita como promotora de bibliotecas, incluyendo la Municipal a través del Patronato Cultural de San Cristóbal del que fue una de las fundadoras.
Madre solitaria desde temprano, tuvo una familia corta de sólo dos hijas, que extendió adoptando a toda muchacha o muchacho que aterrizara en su terraza, pero nadie la trata como madre, sino como profesora y promotora humana, como sembradora de sueños y esperanzas.
Por eso ahora, en la recta final de su carrera, ella se sienta con plena dignidad, y se sabe rodeada de hombres y mujeres que la aprecian y la tienen como un referente de entrega, de humildad, de grandeza humana y le desean que los achaques de sus nueve y media décadas le sean leves hasta la trascendencia. Ella salta a la vista cuando se llega a este día instituido universalmente para rendir homenaje a la mujer.