Por Juan Bolívar Díaz
¿Qué nos pasa en este país en que la histeria colectiva nos hace tenerle miedo a todo el mundo y responder miedo con violencia? ¿En qué momento se convirtió en aceptable el ajusticiamiento público al estilo de la edad media, sin pruebas, sin jueces, sin justicia?
Las preguntas las anda formulando por esas calles de Dios un joven artista del lento fotográfico llamado John Gallagher, oriundo de Conneticut, Estados Unidos, quien ha venido a parar entre nosotros por estar casado con la periodista dominicana Lorgia García, graduada en una universidad de New Jersey y que gracias a una beca realiza aquí las investigaciones para su tesis doctoral.
Además de fotógrafo, Gallagher tiene estudios universitarios de antropología y es un trabajador social, por lo cual se pasea por los barrios populares tomando fotografías en blanco y negro, ya para el ensayo “Cristo Rey, Entre Lucha y Esperanza” como para una exposición que presentará a principios de año.
Pero en estos días John salió a la calle con el pie izquierdo.
Estacionó su Toyota Corolla en la urbanización La Diana, detrás de Metaldom, y con su equipo al hombro se dedicó a tomar fotografías. Al volver a su auto tuvo una terrible confusión. Al accionar la llave se disparó una alarma que le hizo caer en cuenta que ese no era su automóvil, sino otro de la misma marca, modelo y color. Era como jugar a una lotería de 999 números y sacarse el premio.
Como no era ningún delincuente quiso encontrar su automóvil, pero con la mala fortuna de que la dueña del otro salió rápidamente de su oficina cercana y comenzó a gritar que él era un ladrón que quería robarle. John no tuvo tiempo de explicar la peculiar ocurrencia, pues dos elementos lo rodearon y comenzaron a golpearlo. Lo tiraron al pavimento y lo amarraron de pies y manos, ya rodeado de una turba de personas que observaban la escena sin que se les ocurriera escuchar sus alegatos. Aunque algunos aprovecharon para robarle objetos personales.
Cuando lo llevaron a un cuartel de la Policía Nacional, el del Plan Piloto de Honduras, John creyó que allí terminaría su infortunio. Pero un miembro de la policía lo recibió con una nueva tanda de golpes, llegando al grado de apuntarle con su pistola. Estuvo incomunicado por varias horas, hasta que lo llevaron a curar de las heridas al hospital Padre Billini y allí una enfermera compasiva tomó el teléfono y llamó a la esposa de la víctima. Ocho horas después terminó el calvario. Un ayudante de fiscal comprendió lo ocurrido y dispuso su libertad.
El balance fue que le fracturaron la nariz y tiene hematomas en la cara, cabeza, cuello, brazos, y piernas. Además de las serias heridas no visibles que han de marcar su vida para siempre, como dice su compañera.
“Estas son las cosas que uno escucha que le pasan a otras personas.
Hoy fui yo esa otra persona. Creo en la justicia y la humanidad y trabajo sin fines de lucro y para beneficio de la sociedad. Pero hoy me tocó ver un lado tan oscuro de la humanidad, tan triste. Ver cómo esta gente me agredía físicamente y me humillaban, sin preguntarme nada ni escuchar nada. Es la experiencia más entristecedora de mi vida”, declara Gallagher.
Después de todo hasta fue un hombre dichoso. Pues no lo mataron como ha ocurrido en muchos casos en los últimos meses, en una práctica que rememora los barbarismos de épocas superadas por la humanidad. No solo la barbarie de la turba, sino también la de la Policía, donde siente que lo trataron como un insecto.
Claro que el hecho de ser un joven blanco, de ojos verdes, y de inconfundible acento norteamericano debe haber contribuido a que sobreviviera. El mismo dice no saber cuál hubiese sido el final si hubiese sido negro, si vistiera como pobre y, peor aún, de haber sido haitiano.
El caso Gallagher que presentamos el viernes en Uno más Uno por Teleantillas, invita a una reflexión sobre estos barbarismos que con tanta frecuencia se manifiestan en nuestra sociedad. Aún ante reales delincuentes, tomados con la masa en la mano, no se puede justificar el linchamiento, como hacen tantos, incluso en los medios de comunicación. Y porque al igual que con los ejecutados “en intercambios de disparos” con la policía, se cometen terribles equivocaciones cuando además se trata de personas inocentes. No podemos dejar de pensar en casos como el del padre Tineo o la jovencita Arlene Pérez, asesinada de un balazo en la cabeza a la puerta de su casa, cuando una patrulla del “orden público” disparó sobre el auto del que salía, convencida de que ella y su novio que la acompañaban, eran dos delincuentes.
Pese a todo John y Lorgia aman a este país y no van a salir corriendo. Ellos se conformarían si su terrible experiencia sirve para despertar rectificaciones, para recordar la importancia de ser humano, la solidaridad y el respeto a cada persona, sin prejuicios.