Por Juan Bolívar Díaz
Tuvo que usar ese nombre tan largo completo y además anteponerle el título de doctor, vestir traje y corbata de categorías aún en calles y caminos polvorientos y presumir de sus amigos blancos de Europa y Estados Unidos para que muchos lo consideraran un hombre y político respetable. Y para reducir la discriminación en salones y aeropuertos.
Sin embargo, fue hombre y político respetable desde su debut nacional aquel 16 de julio de 1961 cuando, desde el balcón de El Conde 13, su oratoria estremeció a la primera multitud reunida al grito de libertad, cuando aún no moría la larga tiranía de Trujillo.
Casi solitario, había tenido que levantarse del abandono y el olvido para iniciar una superación personal que no conocería de tregua a lo largo de seis décadas, hasta convertirse en el político más leído y culto de su generación. Y el dominicano más reconocido en los escenarios políticos internacionales de las últimas tres décadas.
Sin embargo, Peña Gómez no podría liberarse de su negritud y ascendencia haitiana, cualquiera de las dos suficientes para ser discriminado de por vida en su propia tierra, hasta el punto de que muchos le negaron sistemática y rabiosamente la nacionalidad. En este país de mayorías negras y mulatas, de recias raíces africanas, aunque algunos se empeñen en pretender que no somos “negros puros” como los vecinos.
Se ganó la categoría de líder político antes de los 28 años, tras la convocatoria de la insurrección constitucionalista de 1965, con sus arengas radiofónicas y sus discursos encendidos que tanto ayudaron a mantener el fervor nacionalista y el espíritu de lucha en los largos meses del desigual enfrentamiento contra la invasión militar norteamericana.
Ya para entonces su capacidad y flexibilidad para la negociación fueron de sus mayores capacidades políticas. Antes y después del 24 de abril. Bajo el liderazgo y tras su independencia de Juan Bosch, a quien siempre consideró su maestro, pero quien renegaría del aventajado alumno en los peores términos, colindantes con el desprecio y la discriminación.
La verdadera prueba de fuego le llegaría cuando Bosch viaja a España y lo deja al frente del Partido Revolucionario Dominicano, con el país aún intervenido y con sus parciales pagando una cuota diaria de sangre y persecuciones sin límites.
Manteniendo un discurso duro y agresivo y una confrontación sistemática con las fuerzas del neotrujillismo, aliado en la práctica con la izquierda revolucionaria en la común tarea de la supervivencia y el esfuerzo por evitar una nueva dictadura, tuvo que ser, sin embargo, el gran moderador interno para evitar que su PRD naufragara en aventurerismos como el de la Dictadura con Apoyo Popular y el antielectoralismo como principio.
Peña Gómez compartía idealismos, valentía y solidaridad con la izquierda marxista de la época, pero su olfato político le advirtió bien temprano de las trampas en que iba quedando el socialismo real y de la imposibilidad de erigir un proyecto revolucionario en el Caribe post Fidel Castro.
El absurdo sacrificio de Francisco Caamaño sin que ni los más fanáticos izquierdistas encendieran un cohete, terminó por convencer al inquieto político que el avance democrático dominicano pasaba imprescindiblemente por la alianza con los sectores liberales de la política norteamericana y europea y a través de la vía electoral.
El lo había aprendido en las luchas dominicanas ya para finales de 1970 cuando se marcha a Europa, tratando de evadir la confrontación con su profesor Bosch. Sus estudios y encuentros europeos lo reafirman y lo conducen a toda una teorización sobre las alianzas y las asociaciones internacionales.
Su incorporación a la Internacional Socialista, a la Confederación de Partidos de América Latina (COPAL), y al Diálogo Interamericano, escenarios donde militó como pocos, fue fundamental en su proceso y liderazgo y contribuyó significativamente al triunfo democrático de 1978. Condujo no solo a Juan Bosch y su nuevo Partido de la Liberación Dominicana de regreso al escenario democrático-electoral, sino también a casi toda la izquierda revolucionaria.
José Francisco Peña Gómez ganó ampliamente el debate político que sostuvo con Bosch y sus seguidores y con muchos líderes de la izquierda que lo estigmatizaron de entregado al imperialismo, electorero y simple buscador de empleos y fortuna. Su contribución fue también significativa a la conciencia sobre la necesidad de amplias reformas políticas, económicas y sociales.
Víctima de las tramperías electorales, de la diatriba política y la discriminación racial, así como de las ambiciones desenfrenadas de sus propios seguidores que le agotaron hasta el último aliento de vida, Peña Gómez murió sin haber alcanzado el objetivo de gobernar la nación.
Tal vea fue lo mejor que pudo haberle pasado para quedar en la historia política nacional con la aureola mitológica que siempre le acompañará y para evadir los fantasmas de Trujillo que él “detectó” en el Palacio Nacional cuando sus compañeros de partido comenzaron a olvidar compromisos y principios, en los ocho años de gobierno.
Ahora que llega al tercer aniversario de su exilio definitivo, y con su partido nuevamente en el poder, hay que recordar a profundidad a José Francisco Peña Gómez. Al político visionario que sin alejarse de la realidad nunca antepuso sus ambiciones al interés nacional. Al teórico y polemista con quien siempre se pudo debatir en público y privado, capaz de pedir perdón cuando se excedía al calor de las contradicciones.
Recordar con gratitud al hombre humilde que tantas veces tuvo que apelar a la vanidad tratando de que le reconocieran sus enormes méritos. Al político respetable y respetuoso. Excepcional en su generación y su tiempo.-