Por Juan Bolívar Díaz
Una vez más está en debate el tema de la inamovilidad de los jueces, instituída en el párrafo 3 del artículo 63 de la Constitución de la República y ratificada por la sentencia de la Suprema Corte de Justicia que declaró inconstitucional el artículo de la ley de carrera judicial que restauraba su elección cada cuatro años.
La inamovilidad, que en este caso equivale a la institución de la carrera judicial, es una conquista de larga data en innumerables naciones del mundo. Aquí fue pregonada y debatida durante años, hasta que en 1994 José Francisco Peña Gómez se empeñó en incorporarla en la reforma constitucional que pactó con Joaquín Balaguer como salida a la crisis postelectoral de aquel año, cuando un fraude escándaloso le impidió el acceso a la Presidencia de la Nación.
Junto a la separación de las elecciones congresionales y municipales de las presidenciales, la prohibición de la reelección presidencial y la institución del Consejo Nacional de la Magistratura constituyó un paquete de avances democráticos.
Pero nomás fueron proclamadas las reformas, sectores aferrados al pasado, que jamás han creído en las instituciones democráticas, ni en la separación de poderes, comenzaron a conspirar para revocarlas.
Ya sabemos que en 1998 el Congreso llegó a aprobar una ley de carrera judicial sin inamovilidad y que fue promulgada por el presidente Leonel Fernández. Instituciones de la Sociedad civil elevaron una instancia ante la Suprema Corte y consiguieron que declararan ese aspecto en contradicción con la Constitución, y por tanto nulo de pleno derecho.
Pero la conspiración no se ha detenido. Nada más que ahora quienes encabezan el esfuerzo por revocar la inamovilidad judicial, como las otras reformas, son los que hace 4 años se oponían. Y los promotores de entonces son opositores de ahora, lo que muestra un ejercicio espléndidamente oportunista y sin principio de la política.
Ahora hay un nuevo agravante, y es que los que se empeñan en revocar la inamovilidad judicial son los discípulos y herederos del que renunció prácticamente al poder a cambio de esas reformas políticas e institucionales.
Tienen un solo factor de su lado, y es la decisión de la Suprema Corte en la que los jueces electos antes de la promulgación de la ley de carrera judicial, entre los que están todos los suscribientes de la sentencia, son declarados vitalicios.
Ni la Constitución ni la ley de carrera judicial establecen jueces vitalicios. La ley indica que los jueces de primer nivel tienen opción para acogerse al retiro a los 60 años y obligación de hacerlo a los 65. Los intermedios, de cortes de apelación, a los 65 y 70 años respectivamente. Y los de la Suprema Corte pueden jubilarse desde los 70 y están obligados a hacerlo al cumplir 75.
El asunto es que ellos mismos decidieron que como las leyes no tienen efecto retroactivo, no están obligados a retirarse a ninguna edad. Por lo tanto se han declarado vitalicios.
Se puede discutir sin en materia de seguridad social y carreras públicas las leyes no tienen efectos inmediatos. Hay escuelas jurídicas que sostienen que sí, y en tal sentido se discute la sentencia de marras.
Pero aún admitiendo la validez jurídica de esa interpretación, moral y políticamente luce inaceptable. Sobre todo cuando alimenta las argumentaciones y posiciones de quienes quieren confundir inamovible con vitalicio.
Aun ratificando el carácter irrestroactivo de la ley, los jueces de la Suprema Corte tienen que anunciar que se acogen voluntariamente al retiro obligatorio al llegar a los 75 años. Y hacerlo como un ejemplo y un compromiso. Para que no se crea que legislaron en su provecho y para desarmar a los conspiradores. No hacerlo puede comportar un riesgo grande, porque más temprano que tarde en el Congreso lograrán liquidar no solo la vitalicidad sino también la inamovilidad.
Los 13 jueces supremos electos en 1997 (los dos restantes fallecieron sobre los 75 años en el 2001) tienen que sobreponer el interés nacional y de la justicia a su voluntad personal. Para dos de ellos, Margarita Tavares y Hugo Alvarez Valencia, implica el retiro inmediato, pues hace rato pasaron de la edad límite para ejercer la función, que ya ejercieron dignamente durante más de 4 años.
De los otros 11, ocho están sobre los sesenta años, y en promedio les quedarían entre 10 y 15 años de ejercicio. Y hay tres menores de 60 años, con promedio entre 15 y 20 años más en el cargo. Incluso hay una jueza que parece no haber llegado a los 50 años, a la que le quedarían más de 25 en funciones. Dicho sea de laso, en la página de internet de la Suprema Corte no se consignan las edades de los jueces.
Como me cuento entre quienes han defendido firmemente la inamovilidad de los jueces y aprecio los avances impulsados por la actual Suprema Corte de Justicia, confío en que sus incumbentes aprecien con justicia esta apelación a sus conciencias y a su inteligencia y capacidad para entender la política. Sobre todo la que se se practica en nuestro país. Y que dicten sentencia.-